Pero cuando te sacudes del
poder deslumbrante, acaparador, del presente vuelves a saber que la
vida podría haber sido de mil maneras distintas. Piensas en el
asunto, en las decisiones tomadas tan inconscientemente que más bien
te tomaron ellas; en las veces incontables en que tu historia tonteó,
sigue tonteando con los “casi”. Lo que casi pasó, lo que casi,
casi no pasa. Y se te ocurre que la vida, como la materia, debe de
tener una configuración cuántica. Apenas sabrás definir esa
intuición si te preguntan. Ni siquiera tienes, con franqueza, la más
remota idea competente acerca de qué es o deja de ser lo cuántico.
Pero es lo que te viene a la cabeza cuando, al pensarla, la realidad
te parece así, nebulosa. Lo que ahora eres ha pendido de tantos
hilos; ha estado a punto de alargarse o acortarse de tantas formas
que, cuando intentas aferrarla, tu identidad, como un átomo que
rehúsa ser observado, se te escapa.
En 1948 Betty Molesworth se
convirtió en esposa y su identidad, como gota de lluvia sobre un
nucleo de condensación, cuajó en torno a su libro de familia. Cortó
lazos geográficos y emocionales. Tapió corredores, rehizo el
proyecto de la vida que estaba a punto de construirse. Renunció a
una beca de la Universidad de Basilea que, con tiempo y sudor,
podría haberla llevado a cumplir su ambición íntima de ver puesto
su nombre en un diploma. Se olvidó de Nueva Caledonia. Tomó la
decisión de casarse con poco más que un conocido. Quizás la
decisión la tomó a ella. El azar chasqueó los dedos y, bum, Betty
pasó a ser en un abrir de ojos la señora Allen.
Así, a golpe de carambolas
y giros súbitos, es como suelen pasar las cosas. La biografía
jugando al pinball y columpiándose despreocupadamente,
deshojando la margarita entre el sí y el no. Veinte años después,
la idea de una vida sin Geoffrey le parecerá a Betty tan absurda que
el tiempo transcurrido hasta conocerlo será puesto en entredicho. Y
sin embargo, tengo la intuición de que al principio su inminente
marido ni siquiera le gustó. Cuando se fuerce a sí misma y haga el
ejercicio de recordar el momento en que su futuro se puso a cero,
tapará el desconcierto con ironía y se dirá “fíjate, Betty,
cómo te cazó este gordo”. Imposible que no terminara sucediendo.
Qué sorprendente que sucediera.
Un hombre efusivo y seguro
de sí mismo conduce el coche, robándole la atención a la carretera
para girarse hacia ella de continuo. Habla demasiado, hace demasiadas
preguntas, se carcajea sin venir demasiado a cuento. “Estupendo”,
brama todo el rato. Todo le parece tan estupendo. Que sea prima de su
amigote David. Que lleve tan poco tiempo en el país, que venga de
Nueva Zelanda. Que esté interesada en la botánica, ¡estupendo!,
aquí ya hay muchos ornitólogos, necesitamos que alguien nos hable
de plantas. Se bajan del coche, él le arranca la maletita de la
mano. Le cede el paso en el sendero de grava que conduce al bungalow
de los Edgar. La sombra de su mano se posa tan breve, tan ligera, en
una latitud tan inconveniente de su espalda que Betty teme habérselo
imaginado. Teme que le haya notado las vértebras y que luego, húmedo
de ginebra, se burle de ella con los otros. Desprende calor, lo nota.
Su presencia le resulta tan invasiva. Y se ríe como si de los grifos
saliera leche. Es simpático como un perro que no ha conocido cadena,
que no se ha llevado un palo en la vida.
Betty, claro, no se siente
muy cómoda. No es culpa sólo de él, de su risa de boca abierta,
sus batallitas de oficial de la RAF, su panza y su bigotazo. Es que
sentirse cómoda no es algo que acostumbre. En los días que pasará
en la montaña, invitada por el ornitólogo de Kuala Lumpur Sandy
Edgar, cuyo contacto le ha facilitado David Molesworth, verá cómo
sus rodillas se pegan a las suyas a menudo. Habrá risitas furtivas;
el grupo de naturalistas con el que comparten estas vacaciones jugará
con ellos a los alcahuetes. Qué combinación de aficiones tan
armoniosa, cacarean, plantas y pajaritos, un cuadro completo de la
selva resumido en una sola pareja.
Y todo el mundo fuma
exageradamente, salvo ellos. Como volcanes, como fábricas de
Sheffield. La aversión al humo los junta. Betty no tiene los
pulmones más robustos del mundo. Geoffrey se declara de la liga
antitabaco y la acompaña a la terraza, donde suelen desayunar
juntos contemplando los retales de nubes que lamen la selva. Obviamente Geoffrey disfruta comiendo. Es de las pocas cosas
que se toma en serio y eso a Betty la relaja. Los demás mordisquean
apenas sus cigarros y un trocito rácano de tostada, mientras ellos
se pasan en silencio los huevos y el jamón, el porridge,
las judías con tomate.
Cómo no acordarse entonces
de las palabras de su institutriz, Mrs. Mortimer: cásate con el
hombre con el que puedas imaginarte desayunando día tras día, sin
que te repela. Geoffrey le gusta un poco más a esa hora, discreto,
pendiente del canto desbocado de un millón de pájaros, casi tímido. No quiere
casarse con él. No quiere casarse con nadie. Pero mientras untan con
mantequilla su segunda tostada sonríe para sus adentros, y sin darse
cuenta empieza a fundir la figura cálida de Geoffrey con la voz de
aquella mujer que sí supo darle cariño.
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