lunes, 29 de enero de 2018

La nana de los patos


Vistas de cerca y nadando, las aves acuáticas me parecen criaturas ficticias. Medio cuerpo en el aire rudo que filtra y merma los sonidos; la otra mitad abrazada por el agua. Casi inverosímil que ambas partes casen. Y se mueven sin embargo así, de ese modo tan fácil, lo orgánico apenas distinguible de lo inorgánico, la carne refutando que haya una distinción entre sólido y líquido. Por un instante deseo que el agua deje de ser tan púdica, que se vuelva transparente y deje en cueros a la sociedad que alberga, como si los crustáceos diminutos, los bosques de Ceratophyllum, las plumas sueltas y alguna que otra serpiente, todo lo que ondula o nada, se dibujara de repente en un folio blanco. Quizás así costara un poco menos entenderlo, cómo músculo, membrana y hueso vencen la necesaria resistencia del agua, cómo se alcanza esa identidad con el propio medio, esa falta aparente de cortes, suspensos, desaveniencias. Quizás descubriera que, después de todo, también el movimiento subacuático requiere una dosis de esfuerzo.

Pero ver nadar a los patos sosiega tanto que la mirada depone el bisturí y suspende su talante invasivo. El afán de comprender cede su lugar al deleite. Sigues al ánade real, al zampullín, a algo que también sabe ser pendenciero y gritón como una focha, y te maravilla que, si hay ritmo en el sonido de pasos, estos animales desmañados en tierra vayan creando melodías al desplazarse. Cuando están ahí, tan cerca que el prismático o el catalejo casi estorban, descubres una forma secreta de música. Ojo y oído se aparean: las criaturas del agua te acunan con su nana muda.

Y luego, sin apenas darte cuenta, las canciones se mezclan, el tráfico en la charca aumenta. Los caminos se entrecruzan, la pareja a la que estabas siguiendo se vuelve colectivo de pronto. La música, sin embargo, sólo se hace más compleja. No hay cacofonía cuando el grupo de patos cuchara se trenza con el de porrones. Tal vez porque la tarde declina y los animales, como yo, son sensibles a la luz mansa: las especies, ahora mismo, comparten el espacio y se toleran. Fuera del agua también. Algunos cormoranes toman restos de sol en la isleta, acurrucados junto a otros patos. Algunos abren sus alas y las ponen a secar como sábanas en un balcón de extrarradio. Mis ojos humanos quieren ver placidez: un aire viejo de paseo y plaza.

Lamentablemente, la prisa es antónima del encanto. Aunque a algunos les pueda dar envidia, estos arrullos, esta comunión, ocurre en horas de trabajo. Apenas puedo dedicar quince minutos a cada punto de observación, a cada lámina de agua. Le doy un último repaso a las orillas, me despido una vez más en lo mejor del idilio. He hecho lo que tenía que hacer y lo que mi corazón demanda. De la película de la charca sólo recordaré este fotograma. Esto es una píldora de amor novelero, más que naturalismo. Si no se me racionara el tiempo, seguro que vería además trampas, competitividad, rencillas. El forzoso, indispensable conflicto.

Pero como esta vez no me he topado con la ferocidad legítima de la naturaleza, antes de marcharme le mando un mensaje a un amigo que adora a las rapaces, pero que apenas conoce más aire que el que hay entre su casa y su lugar de trabajo. Deja de admirar el cielo un instante, le digo entre líneas, y baja al agua. Trae a tu hija. Venid a ser acunados. Necesitamos todos empaparnos de esta lección de facilidad, de tolerancia. Necesitamos que los niños oigan cómo nadan, mezclados entre sí, los simples, los vulgares patos.


No soy yo, no era el sitio. Puede valer.


2 comentarios:

  1. Bueno uno es mas como su amigo, de rapaces. Pero no voy a dejar pasar mucho tiempo sin volver a ver al Malvasía. Que lo tengo al lado, pasando cada dos por tres y siempre le voy echando de lado.

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    1. Yo también soy más rapaz, conste. ¡Y todavía no he visto uno de esos patos payasitos!

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