domingo, 29 de octubre de 2017

Un cuento de nunca acabar


Seguirán allí, supongo. Los árboles que no logro sacar de mi maleta. Los teatrales y los modosos. Cardenales y monaguillos. Grandes e intrincados como catedrales, humildes como chozos. Los robustos y aquellos que, perdidas las hojas, de lejos se parecían a la niebla. Los que alzaban ramas como si tuvieran algo contra el cielo. Los que suben y suben sólo para entenderlo. Nueve partes del cuerpo muertas; el valor y la porfía de la décima ya los quisiera para mí misma.

Me han lanzado raíces. Me han emborrachado con oxígeno nuevo. Se me han metido adentro. Mi sensatez da por sentado que siguen allí de pie, tan lejos. La noche se va filtrando entre sus troncos igual que cae sobre mi calle. Unos murmullos sustituyen a otros. Ojos que no son humanos recalculan su esquema del mundo. Las hojas se mecen al viento y es solo un efecto físico: ahí no queda ya nadie que quiera escuchar en ello un idioma más franco y más limpio. Los árboles respiran y a lo mejor hasta duermen; los búhos cazan, los zorros salen de juerga, el hambre manda. El bosque es una máquina bien engrasada que no necesita de mi conciencia. Pero un trocito de mi mente no ha crecido desde que leía cuentos y le cuesta concebirlo. Los bosques de noche, los árboles solos: es algo que me transtorna. Cuando me cuesta dormir pienso en ellos. Creo que ya lo dicho unas mil veces. Trato de imaginar ese reino emancipado que se ha tragado cualquier memoria de mis botas.

Y no soy capaz del todo, porque una esperanza medio loca me dice que nunca me he marchado de allí realmente. No hemos sido un suceso efímero en el seno del bosque. No he dejado ni un momento de pisar ahora y detenerme después a admirar el suelo, asombrada con el espectáculo de hojas multicolores. Sigo respondiendo al cencerro de los caballos fuertes y rubios, sintiéndome incluida de forma discreta en la recua. Sigo arrastrando mi peso bajo el resplandor todavía verde de las hayas, un poco asfixiada por los mil cuatrocientos metros de altura, la garganta devastada y unas veinticinco horas de sueño pendientes; metro a metro sigo soltando el lastre de mi parloteo mental, mis expectativas y mis deseos.




El ciervo que se metió en los prismáticos sigue apostado en la línea de cumbres, ajeno todavía al rifle y a la soledad del invierno. Seguimos ceñidos por un corsé de montañas, sin indicios a la vista de la historia de los últimos siglos. Seguimos sin ver una sola frontera. España, Francia, Cataluña: nombres ininteligibles. Seguimos bajando hacia el pueblo y ya es de noche, yo sigo a punto de tropezarme; entre los árboles negros asoma una primera luz eléctrica, como la de mi casa, pero mucho más valiosa porque le devuelve a los faros el orgullo. Seguimos escuchándonos un poco distintos entre muros de piedra, soñando chimeneas y vinos. Seguimos dejándonos guiar y perder por los gatos. Y al otro lado de aquella ventana abierta, a mil curvas del mundo y el ruido, una pareja se sigue abrazando. Nunca sabrán que los vi ni lo que me regalaron.

Sigo allí. Seguimos. Lo dicen en muchos cuentos. El bosque no te deja escapar tan rápido.


1 comentario:

  1. Primica, un rezo al bosque es lo que has escrito.
    Una preciosidad. Y yo también he estado allí contigo.
    Besos mil!

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