domingo, 8 de octubre de 2017

Tantas distracciones


Escuché en la radio esta noticia: hospital H; niños a punto de ser operados dirigiéndose al quirófano en coches teledirigidos; reducción de la ansiedad paterna; olvido del miedo a lo desconocido. Los imaginé pelones, desconcertantemente intrépidos, lanzándose contra  los carritos de medicinas de las enfermeras, pisando pies que ya no saben donde meterse, atropellando la aprensión pululante, el tedio, las pequeñas rutinas montadas en la misma cara del dolor y el deterioro, la arrogancia de los médicos. Y aunque empiezo a convertirme en una vieja inglesa gruñona; aunque a veces me veo batiendo las calles a la caza de niños vociferantes a los que meter en una furgoneta con barrotes, en mi cara asomó una sonrisa.

en mi mente un pensamiento estricto. Qué demonios, me dije. De qué me informa esta amable noticia. Cuál es el subtexto. No hace falta rascar mucho. La anécdota es una más de entre las muchas manifestaciones de un síndrome: la alergia de la sociedad actual a lo serio. Ese empeño de darle la espalda a los miedos.

Vale, es una iniciativa destinada a niños pequeños. De tres a ocho años, puede leerse. Tampoco hace falta ponerse tremenda. Si pueden evitarse malos ratos, nervios, llanto, desasosiego, con una dosis de jolgorio, qué de malo puede haber en ello. Nada en absoluto. Pocas cosas hay más cautivantes que un niño que bucea en el juego. Pero estas huidas hacia la distracción cada vez más comunes, cada vez más duraderas, me parecen ligeramente enfermizas. 

¿A qué edad conviene empezar a saber que, a grandes rasgos, la vida no es un asunto tan alegre? Que el tiempo daña, la fiesta dura lo que dura o agota y los apegos encadenan. ¿Cuál es el margen sensato para dejar de evitar lo inevitable? Si tu cerebro de Homo sapiens funciona normalmente, o aún no has alcanzado la iluminación budista, el miedo es prácticamente forzoso. El dolor ante lo que dejas y te deja. Esas pequeñas o grandes molestias que acorralan a los placeres. La vida se empeña en sabotear una y otra vez tu deseo de seguridad o juerga. Con sublevaciones físicas, con soledad, con decadencia, con abandono. Mejor para ti cuanto antes lo aprendas. Un niño que teme ante situaciones no  demasiado escabrosas no es lo opuesto de un niño alegre. Un niño que sabe es un niño al que se le permite ser valeroso. 

A mí me quitaron las vegetaciones con cinco o seis años. En el quirófano me pusieron unos patucos verdes y, bien despierta, me abrieron la boca. Vi cómo arrojaban a un cubo una medusa roja. De vuelta a la habitación, con fuego detrás de la cara, algo que no sé de dónde salía me obligó a no llorar ni un poquito. La niña que habían operado justo antes que a mí berreaba. El helado de vainilla que vino poco después no fue un premio, porque se lo daban a todos, pero yo ya no puedo probarlo sin que me sepa a valentía sutilmenteGracias a la fortuna, después no he tenido muchos momentos parecidos. No me he visto obligada a mostrarme aguerrida a menudo. Agradezco que no me distrajeran entonces. Que no pretendieran extirparme el miedo antes que las vegetaciones. 

Y agradezco ser consciente de que la vida es una gran hijaeputa. Una belleza traidora que tarde o temprano se va con otros. Conozco y reconozco la frustración, conozco el dolor, conozco el aburrimiento y el miedo. Gracias a eso mi alegría no es una tapadera, sino roca firme

2 comentarios:

  1. Cierto, la vida nunca es 100% alegría.
    Más bien, es un 99% insatisfacción mal digerida.

    Saludos,

    J.

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  2. Mi primera operación fue con siete años. ¡Fue la hostia! Todo el mundo pendiente de mi, enfermeras, familia, amigos... Con siete años aquello era maravilloso.

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