martes, 20 de junio de 2017

Luz calcinada

 
Conozco carreteras como esa. Rodé por ellas unas cuantas veces, rectas sin fin ni ambigüedades, como el futuro ante los ojos de un niño. Obviamente siempre llevaban a algún sitio; ensartaban pequeñas ciudades somnolientas, sin humos históricos o industriales, pobladas por una extraña raza de humanos que hablaban sólo lo justo. A veces hacíamos un alto para comprar un pastel asombrosamente rico, mear en alguna parte, asistir a un curso acelerado de luz y silencio. La luz: ese truco del aire imposible de olvidar, inexplicable. No había manera de adivinar la receta, la dosificación exacta de transparencia y densidad. ¿Era el mar sentido como una corazonada, al final de cada aldea? ¿Eran los vientos barriendo las células muertas de la tierra? ¿Era todo aquel silencio? Fuera lo que fuera, no podías comprenderlo: cómo cada color se presentaba en su forma saturada, sin que el resultado fuera estridente; por qué esa claridad como del otro lado del túnel que, sin embargo, no hería ni deslumbraba. Una luz que era puro alimento.

Y que lograba imponerse a la ruina del paisaje. A ambos lados de la carretera te acosaban eucaliptos lúgubres, una pantalla de pinos altos y apretados de aspecto tan mortecino que apenas si resultaban amenazantes. Desde luego la maniobra de encubrimiento no funcionaba. La calamidad ecológica era patente: el corazón te daba un diplomático brinco de susto e inmediatamente se recuperaba. Era la luz, más resistente que el desastre, o era el mismo corazón, que entonces se reventaba a hacer horas extra por las que nunca exigía un pago.

Rodábamos, nos comíamos los kilómetros, meciéndonos en la amistad como en una hamaca colgante, hablando si nos apetecía. Estábamos siempre cerca de algo. O conducía yo sola, cada vez más lejos de un espejismo amoroso que se terminó revelando desierto; distanciándome metro a metro de quien había sido yo hasta entonces, intuyendo que la decepción a veces es un fuego que arrasa para que luego prosperen otras especies. La carretera sin fin era una forma de esperanza. Aquella luz, expresión electromagnética de la serenidad, lograba sobrevivir al desastre.

Ese era mi recuerdo y confié en que sería así para siempre. Lo guardaba como un souvenir precioso. Pero la luz era como un epílogo. Algo puesto al final de un continente y de una larga historia de crímenes. La muerte estaba ya ahí, a un paso de los arcenes, antes de que el fuego los devorase. Árbol tras árbol, el paisaje portugués fue asesinado sin remedio y sustituido por una masa forestal zombi. Estaba ahí latente, esperaba, loca por rematar la calamidad con un final de órdago. Acordarse de Dante es un recurso tan sobado.

¿Y ahora? ¿Qué queda cuando la misma luz se quema? ¿Resistirá en el suelo alguna semilla de cordura? ¿Es posible que alguna especie prospere tras el infierno definitivo? 
 

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