Si les preguntas si les gusta su trabajo,
probablemente te miren como un filósofo estoico a un veinteañero
americano. No todos son hombres viejos, pero su brega sí que es de
otra época. También su modo de entenderla. Piensa en lo que te
hubiera respondido tu abuelo, el arriero, el que abría pozos, el
hortelano: niña, la faena es la faena. Ellos tenían pocos más
recursos que su fuerza muscular y su maña. Bajo el sol totalitario
de julio, sobre el suelo helado. Cuando la puerilidad se hizo norma
social, ellos ya tenían las manos llenas de callos. El trabajo está
para comprarse la vida, no para realizarnos.
Tampoco los corcheros tienen mucho más
que eso: una pericia antigua, herramientas sin más motor que el
corazón dentro del pecho. Hacha, mulo, escalera: para arrancarle el
corcho a los árboles sólo hacen falta máquinas de sangre. Es un
diálogo de tú a tú entre el cuerpo vegetal y el del humano, una
cita fogosa entre sudor y savia. Pregúntales y te mirarán con ojos
tolerantes. Probablemente te respondan que prefieren esto a estar
encerrados en un banco.
Con ellos no hablaría de belleza, por
supuesto, por respeto a su cansancio. Pero si has sentido alguna vez
el paso de los corcheros por el monte, su huella estética no se
borra. Del oído, de la vista, de la piel, del olfato. Su presencia
se propaga más allá del árbol sobre el que se encaraman. Suenan
las hachas desde lejos, el idioma privado de un arriero al que
todavía no distingues, pero que ya te está rozando con su mano de
otro siglo. Vestida con ropa bien estudiada, oliendo a coche todavía,
de pronto se te permite ser testigo de una antigua ceremonia. Luego
te acercas: chispas de luz entre la hojarasca, el calor brutal como
un bautismo, la desnudez palpitante y salmón de los troncos, el
maravilloso olor íntimo de los árboles. Todo eso te impregna y te
traspasa. No vas a olvidarte nunca de la verdad que, al menos esta
vez, has contemplado.
Me precio con infinito orgullo de que este fotógrafo sea mi amigo |
Porque el descorche es la verdad de los
alcornocales. Y como toda verdad que se precie, no es exactamente
benévola. El hacha es la madre del paisaje, la responsable de su
fuerza y sus debilidades. Dicen que si no se le hubiera encontrado un
rendimiento económico al corcho, estos bosques serían ya carbón o
astillas. Dicen que el hombre señaló al alcornoque con su mejor
dedo y convirtió un monte diverso en un monocultivo. Dicen que
escamotear a los árboles su capa protectora los vuelve vulnerables
como individuos, y que primar una sola especie sobre el resto vulnera
las sociedades naturales. Conclusión: el descorche es un sí y es un
no, creador y agente de exterminio.
Una verdad como la del oxígeno: lo
necesitas para vivir, pero a la larga acaba contigo. Una verdad bella
y cruel, igual que la que te mantiene en pie, todavía. Guardo la
verdad del corcho en mi corazón, a la espera de que una nueva la
sustituya.
"El tiempo pasa... Nos vamos poniendo viejos..."
ResponderEliminarDice la canción.
Lo que no dice es que el mundo cambia junto con nosotros.
Saludos,
J.
Este oficio requiere mucha destreza; para no dañar al árbol, para que pueda donar otra piel dentro de ocho años.
ResponderEliminarQue el corcho sintético -por el momento-, ya nos advierte de la calidad de un vino....
¿Ocho años? No sabía que fuese tanto tiempo.
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