Betty lo siente en la piel de la espalda
y se estremece. Tiene una especie de rádar. Cuando cada vocación
incipiente en tu vida ha sido ridiculizada por una madre demasiado
exquisita; cuando la gente se ha cambiado de acera a tu paso por
miedo a que la contagies, aprendes a detectar los focos de calidez
ajena. El cliente nuevo la sigue hasta la que será su habitación.
No parlotea; no se opone al silencio irrespirable de un hotel que ha
sido abierto sólo para su estancia. Las chimeneas están ciegas. En
el bar el licor se condensa venenosamente al fondo de las botellas.
La madera que reviste las paredes parece guardar entre sus vetas el
eco de los deportistas huidos, los aventureros, los recién casados,
los amantes furtivos, los que buscan calmar los nervios agotados en
la nieve, los que han leído demasiadas veces La montaña mágica.
Betty se está preguntando en cuál de esas categorías podrá
encuadrarse a este hombre. No parece un furtivo, no tiene pinta de
necesitar que lo apacigüen. Más bien... Pero ya ha alargado el
trayecto todo lo que la planta del hotel permite. Lo siguiente es dar
en vueltas en círculo, recorrer una y otra vez los mismos pasillos,
envuelta en el calor amable del extraño, mecida por sus pasos
sincopados. Espero que le guste su habitación, señor Holloway. No
le dice que ha escogido para él su favorita, a la que ella le
gustaría entrar seguida de un marido flamante. A qué hora prefiere
que le sirva el desayuno.
A las siete y media Betty lo tiene ya
todo listo. Ha preparado una tetera no con el té insulso que se
almacena en la despensa del hotel, sino con el que la tía Gwen le
envía desde Londres, y que ella atesora como si fuera una promesa de
vida recia. En la bandeja, junto a los bollos de especias que la han
hecho madrugar y la ración de mantequilla por la que la harán
rendir cuentas, las flores que recogió en el paseo de ayer. Manuka,
cinco especies de genciana con cinco tonos de blanco ligeramente
distintos. Hijas de la nieve. Estaba nerviosa mientras batía los
huevos, encendía el horno, sacaba brillo otra vez a los cubiertos.
Temía el momento de llevar la bandeja de la cocina a la galería
acristalada donde anoche decidió que atendería a su cliente. Su
cliente. El posesivo modesto la hace sentir dichosa. Temía armarla
de nuevo. Pero la taza ha dejado de bailar contra el platillo en el
momento en que lo ha visto. Ese hombre tiene algo: una suavidad
infalible que se derrama sobre todas las cosas y las vuelve
igualmente suaves, desprovistas de filos, espinas y trampas.
Por encima de los bollos recién
horneados, el té fuerte y la vista sedante de los prados alpinos, él
ha admirado las flores. Y así es cómo por fin se ha enterado de la
categoría que le corresponde. El cliente y ella son de la misma
especie. ¿Puedes creerlo, Betty? ¡La botánica te ha seguido el
rastro hasta la cima de las montañas! Antes de que el té se quede
inevitablemente frío, Betty ya sabe que además de catedrático es
reverendo, y él, que Betty ha trabajado con Lucy Cranwell, una
señorita estupenda, aunque tal vez un tanto vehemente, ¿no es
cierto? Se siguen contando sus cosas: las sendas descubiertas por el
deshielo que él no debería perderse; cómo anda ahora mismo
enfrascado en el ciclo reproductor de un género arcaico de helechos,
un asunto tan endemoniadamente esquivo que necesitaba estas
vacaciones, salir del laboratorio y del despacho, solazarse la vista
con las flores y su sexualidad tan obvia, tan simple. Disculpe,
querida.
Pocas semanas después Betty comprobará
con sus propios ojos que el laboratorio y el despacho de Holloway son
una misma cosa: una habitación de dimensiones humildes, acorde con
la asignación económica que la Universidad de Otago concede a su
cátedra. Ha bajado de sus montañas y ha seguido al profesor hasta
Dunedin. Trabaja como arreglista floral y recepcionista en un hotel
donde él conocía a alguien. Los días libres acude de oyente a sus
clases, y esta vez todo parece distinto: los espacios cerrados ya no
la agobian tanto, y no sabe si lo que ha cambiado es el espacio, que
es más distinguido, más británico, o es ella la que ha cambiado.
El aire libre y el esfuerzo montañero la han endurecido, han calmado
su claustrofobia. Holloway la sigue envolviendo en calidez, la sigue
estremeciendo, vuelve la vida un deslizarse. Los domingos es invitada
a comer a su casa, donde su esposa Margaret, tan dulce como él, tan
difícil de detestar, recibe a los mejores estudiantes del profesor
como a sobrinos muy queridos. Él le da la comunión en la catedral,
y es voluptuoso, es más que un consuelo sentir que por fin forma
parte de una familia.
Luego, en el laboratorio ridículamente
austero donde las bombillas se cubren con latas de cacao para
facilitar la visión al microscopio, él la introduce en las
intimidades de los helechos. Mira, Betty, Psilotum, uno de los
dos géneros vivientes de la psilotáceas. ¿Entiendes por qué no
había manera de saber cómo se reproduce esta condenada familia?
Porque el gametófito, el órgano sexual, es subterráneo y se asocia
con un hongo. O sea, que no hace la fotosíntesis. El ser que genera
una planta apenas si es una planta. Qué te parece.
Misterioso, eso es lo que le parece.
Sarcástico, un erotismo tan secreto. Inolvidable. Betty jamás
podrá dejar de sentir una especie estremecedora de calidez cada vez
que su vida se cruce con el Psilotum.
Los botánicos...necesitan salir más con gente cariñosa |
Los botánicos necesitan salir con gente cariñosa. A los botánicos les conviene ser cariñosos y compartir su cariño con la gente cariñosa que ellos necesitan como compañía. Amiga mía. Yo creo que ahí reside el secreto de la botánica: tiene que ser compartida. Yo jamás contaría helechos sin el amor de mis amigos contadores de helechos.
ResponderEliminarCiertas experiencias sólo se disfrutan una única ves (o unas pocas veces), luego ya nada es lo mismo.
ResponderEliminarDicen que a eso hay que llamarle vida, no lo sé.
Saludos,
J.
Ojiplático me he quedao con lo del ciclo subterráneo y la asociación con el hongo!!!
ResponderEliminarVivir para ver! (o No ver, en este caso...)