Empieza con un tipo de admiración de la
que aprendes rápido a no fiarte, porque se mezcla más de la cuenta
con emociones dudosas. Ahí está esa persona, con sus mitocondrias
perfectas, quemando su combustible celular con eficiencia meteórica.
Ahí estás tú, al ralentí y con las manos frías, a la espera
siempre de algo a lo que ni siquiera sabes poner nombre. Él o ella,
porque aquí no manda la entrepierna, su cerebro como la visión
nocturna de Los Ángeles. Tú, manojito de conexiones mediocres. El
sexo no tiene nada que ver, pero tú quieres estar cerca de esa
persona, quieres que le dé acuse de recibo a tu existencia. Tu
respeto inocuo se va volviendo embarazoso. Ojalá la persona
magnífica te quiera. Ojalá caiga de su pedestal. Ojalá todo el
mundo descubra que es una impostora. Empiezas admirando y terminas
conjugando formas posesivas. En ti, el deseo y la envidia que tú
misma debes de despertar en tu propia sombra.
Y mientras tanto imitas a quien te
encandila, igual que la sombra pegada a tus pies te imita. No te das
cuenta, o sí, y eso es peor todavía. Humilla un poco tu amor
propio, pero qué otra opción te queda. Si la suerte no te ha dotado
de talentos o abundancias naturales el plagio no es tan mala idea. ¿Y
si fuera una germinación en vez de un robo? El don de la persona
admirada estaba ya en ti en forma de semilla. El radiante ejemplo de
las dos Lucies regó un núcleo de vitalidad en nuestra Betty que
hasta entonces había estado oculto.
Y aunque el daño previo no se esfuma, al
menos empieza a rectificarse. Como un árbol que va abrazando con su
corteza la alambrada que lo ciñe. Betty empieza a conocer a mujeres
recias que le recuerdan que no siempre fue tan delicada. Se acuerda
otra vez de los caballos. De nadar en el lago Rotoiti, veloz como los
marrajos. Tumbarse entre las flores, adivinar en las nubes formas de
países exóticos que ha aprendido a nombrar girando el globo
terráqueo. Humedad en la espalda todavía tierna, naranja inundando
la conciencia tras los párpados. El apasionado Big Bang de
saberte vivo.
No fue un cambio radical. No quemó
todavía sus naves para evitar la tentación de volver a los tiempos
postrados. Betty seguía siendo rehén periódica del
desfallecimiento. Pero intentó zafarse de él, recomponer piedra
sobre piedra el plan de vida cabal que había concebido antes de caer
enferma. Tal vez Cambridge quedaba un poco lejos. Pero había otros
púlpitos, otras aulas. Cuando ya llevaba un par de años encargada
de organizar el herbario en el Museo de Auckland, empapándose de
relaciones de parentesco entre las especies, imaginando aún que el
bosque era poco más que la suma de sus partes, las dos Lucies
emprendieron juntas el gran viaje. Ellas: un club privado de dos
miembros y entrada infranqueable. Australia, Ceilán, el mar Rojo, El
Cairo, Gibraltar, Gran Bretaña. Alguien tenía que quedarse. Y la
más capaz resultó ser Betty.
Nombrada primera botánica suplente,
sintió de nuevo su vergüenza de sombra. Le faltaba tanto bagaje
académico. ¿Y si le hacían preguntas comprometidas, enjundiosas?
Asistió a algunas clases en la universidad local, lo intentó, lo
intentó de veras, pero fue incapaz de seguir el ritmo. Betty
pretendía reconstruir su plan sobre cimientos arrasados por la
convalecencia. Trató de hacer una buena Lucy careciendo de su
historia. Preparó exposiciones florales, siguió clasificando
material, dispuso, trabajó como una funcionaria. Y cuando Lucy
regresó a su puesto, aún más rica en experiencia, tan luminosa que
hacía daño, Betty frágil, Betty endeble, Betty criatura, se
replegó y empezó a romper sus planos antiguos. Nunca podría hacer
carrera. Nunca sería una estudiosa.
Pero la semilla seguía ahí, los
caballos, el lago, las nubes, los rumores de aquel primer Big
Bang. Y ahí seguía el ejemplo de Lucy, regándola. En alguna de
las salidas botánicas amparadas por el museo alguien habló de
escalada, alguien daba unas clases. Alguien, no importa quién ahora,
fue más insistente que cualquier reparo. La cubierta de la semilla
empezó a resquebrajarse. De niña Betty quiso ser jinete, quiso ser
pianista, quiso escribir vidas. Se saturó de paisaje. Con cada
propósito, a cada nuevo ensueño, su madre y la enfermedad se
encargaron de frenarla. Pero a escondidas de ambas, decidió acudir a
aquellas clases. Y esta vez, sorprendentemente, sí fue capaz de
seguir el ritmo: en las aulas sin techo de la montaña.
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