Me pregunto cómo se me verá desde
fuera. Tranquilidad. No se trata ahora de esa cuestión
escabrosa. De la incertidumbre que arrastramos desde que se nos
obliga a identificarnos con un nombre. ¿Me ves del mismo modo que yo
me veo? ¿Acaso me entiendes tú mejor de lo que yo me entiendo?
¿Puedo confiar en mi propio criterio, o soy la principal víctima de
mi miopía?
No he venido a hablar de eso. No estoy
para reflexiones hondas. Tan solo sentía curiosidad por saber si
había algo reconocible de mí en ese bulto azul sobre la cama. Si
asomaba uno de mis calcetines de colores. Si mi forma podía
adivinarse como esos regalos que burlan su envoltorio. Si se me podía
confundir con cualquier cosa. Me he hecho un ovillo y me he tapado la
cabeza con la manta. La nieve lame casi los flecos de mi colcha. Se
cuela por la rendija insalvable de mi armario de puertas correderas,
como una vieja herida de amor que no cicatriza. Vuelve antipáticos
los vaqueros. Cambia el olor de mi diminuta casa. Ya no es bizcocho a
medio subir, desayuno perenne, aire que ha visitado una y otra vez
los mismos pulmones. Mi casa ha empezado a oler a montaña. Está
callada y severa y casta como una alta cumbre.
Me aferro a mi propio calor todavía. Sé
que dentro de unos minutos tendré que hacer el esfuerzo de ponerme
en pie y seguir actuando como si la vida fueran sólo las cosas que
hago. Pero por la tibieza que he conseguido acumular en mi cueva, mi
útero de ropa, sería capaz de batirme ahora mismo en duelo. Estoy
mucho más sola que un feto. Yo no puedo escuchar el eco hipnótico y
poderoso del corazón de una madre. Por eso mi calor es frágil y
tengo que defenderlo.
Tibieza es una de esas hermosas palabras
que casi. Casi se hacen materia. Casi se convierten en lo que
nombran. Esa es la desgracia del lenguaje: que como mucho es un casi.
Antes de dormirme he empezado un libro de Desmond Morris llamado
Comportamiento íntimo. Una clave de su prólogo: “Con
frecuencia hablamos de cómo hablamos, y a menudo tratamos de ver
cómo vemos; pero, por alguna rara razón, raras veces tocamos el
tema de cómo tocamos”. Si una frase así casi no te
toca, es que de bebé sufriste terribles malos tratos. Si tu
desarrollo fue normal, puedes intuirla: la añoranza profunda de
tocar y de que el calor de otro te envuelva.
Según lo poco que llevo leído, conforme
la niñez avanza la experiencia de estar íntimamente ligado al
cuerpo materno a través del tacto se va diluyendo poco a poco y se
ve reemplazada por contactos que primero son visuales y más tarde
verbales. El contacto físico se veta. Las manos se quedan frías.
Aprendemos a entender intuitivamente los gestos del otro, cambiamos
abrazos por pucheros y sonrisas, y al final, al cabo de unos cuantos
balbuceos que a lo mejor sólo expresan desamparo, hablamos. Las
caras que se leen y las palabras que se dicen son sucedáneos de
aquella primera tibieza perdida.
Por eso me acurruco bajo la manta y
encapsulo mi propio calor entre mis rodillas y mis brazos, con una
nostalgia mucho más vieja que toda lectura. Me acuerdo entonces de
mi tía. A veces lo único que parecía atarla a la vida eran los
instantes fugaces en que se conectaba a algún enchufe de calor
humano, según las palabras que usaba. Cuando nos echábamos a la
siesta juntas, se me agarraba por la espalda y ya no me soltaba. A mí
me empezaba a hormiguear todo el cuerpo. En esos momentos le cogía
tirria por tenerme así de atrapada. La juventud es inclemente en su
propio egoísmo. Daría lo que fuera por que volviera a enchufárseme.
Y daría lo que fuera por que aquel
proceso de maduración pudiera invertirse. Que las palabras que
escribo y digo se volvieran calientes e íntimas. Que el lenguaje
dejase de ser como mucho un casi. Que la tibieza no se disipara.
Sí... Hemos dejado de tocarnos. Yo no recuerdo cómo era. Pero siento la carencia del mismo modo. Cómo se va a echar de menos lo que nunca sucedió, pero sí. Y luego soy un bicho palo cuando alguien se acerca. Pero ay... si decide aceptar mi incomodidad, mi rigidez, si no tiene prisa y deja que pase ese nanosegundo entre la piedra y el bálsamo de aceite, estoy. Tan deseosa de ser tocada como de tocar.
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