jueves, 8 de diciembre de 2016

Realmente alguien (5)

Dijeron en sus corrillos que era una doña nadie. Una de esas inglesas, como si el gentilicio solo bastara para acusarla. Ya no tenía edad para pavonearse en biquini por las playas, como tantas otras extranjeras. Y encontró esa forma particular de alarde. Los guiris empezaban a propagarse desde la costa hacia el interior de un país que decía no ser ya el que había sido, pero que seguía murmurando, expresándose, catequizando y sospechando como si aún lo fuera. Venían, los ingleses, con sus pensiones, su benévolo cambio de divisas, sus aires coloniales. Compraban sólidas casas de campo que rápidamente perdían su pátina de trabajo, como si en ellas el reloj marcara siempre la hora del vermú o de la ginebra ritual entre la del té y la de la cena. Y entre un trago y el siguiente husmeaban, se hacían los exploradores, rastreaban nidos y cuevas, se creían que sabían más que nadie de ese país encantadoramente rústico que habían elegido por elemental, por fogoso y por barato. Publicaban sus presuntos hallazgos en revistas de fuera. Olvidaban que aquí también había universidades. Que no todo el mundo desayunaba cebollas. Que algunos hombres doctos dedicaban su vida a la ciencia. Si la soberbia estuviera sometida a aranceles aduaneros, tal vez alguno se lo hubiera pensado un poco mejor antes de afincarse.

Dijeron que no era fiable. Que tenía que haberse confundido necesariamente. Que, ávida de notoriedad, había magnificado el descubrimiento y se había apresurado a pregonarlo antes de contrastar el asunto con expertos locales. Llegaron a insinuar que ella misma, emigrada un par de años antes desde Malasia, había plantado el Psilotum en la grieta donde dijo haberlo encontrado. Que los jardines de los extranjeros quizás se estaban convirtiendo en focos de irradiación de especies invasoras. La nombraron en artículos científicos como la distinguida dama inglesa, con una cortesía tan envarada que rayaba en el desdén y la suficiencia.

Por encima de todo, dijeron que era una aficionada. Una diletante. Mujer. Forastera. Sin carrera profesional ni estudios oficiales. Y ahí es donde hicieron sangre. Porque es verdad que Betty Molesworth carecía de un título académico que legitimara a ojos de los burócratas su experiencia de campo. Es verdad que nunca pasó un examen y que ningún sistema ortodoxo de estudios la marcó con su marchamo. Es verdad que nunca formó parte de la casta universitaria. Tenía conocimientos profundos y amor, tenía seis partes de clorofila en su sangre, pero no tenía currículum. Y eso, a algunos que han perdido color y pelo a la luz de un flexo, a los que han gastado miles de horas jóvenes en aulas y bibliotecas, les cuesta aceptarlo como un bagaje tan perfectamente idóneo y justo como cualquier otro a la hora de comprender íntimamente el mundo.

Difícilmente Betty podría haberlos culpado. También ella, en su fuero interno, alimentaba el prejuicio de que uno no es realmente alguien hasta que una sólida institución con iniciales en mayúscula refrenda lo que sabe. En cierto modo, Betty nunca consideró que tuviera derecho a enorgullecerse públicamente de su erudición botánica. Cuando terminó convirtiéndose en una especie de faro en el paisaje que iluminaba para estudiantes y profesores este helecho, ese narciso, aquel risco o aquel canuto, no pareció dispuesta a reconocer la luz que emitía. Dudaba, reconocía una ignorancia concreta, preguntaba el nombre de lo que desconocía a quien fuera que en ese momento la siguiese, con la lengua a rastras y francamente pasmado de que esa anciana que lo sabía todo se dignara a consultarle.

Betty no se daba importancia y ese era uno de sus hábitos más arraigados. Juzgarse no del todo apta. Disculparse prácticamente por aquello que había aprendido fuera de las aulas. Lamentar cada oportunidad de seguir una trayectoria corriente y de convertirse públicamente en alguien que la enfermedad le había escamoteado. Su modestia era la de las víctimas. Su dedicación a las plantas, un refugio. Su cuerpo frágil, el principal pero no único culpable de lo que fue y lo que no le dejaron ser nunca.

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