sábado, 24 de diciembre de 2016

Querido prójimo

 
Has empezado a preparar la desmesurada cena de Nochebuena. Acabo de beberme el último sorbo de un té verde casi tan amargo como... No, ni siquiera en un alarde de mal gusto me permito comparar un té con Siria.

Miras el reloj de la cocina confiando en que este año tu cuñada y sus dos hijos sin padre no se adelanten para variar un par de horas. Escribo para no pensar en la quietud casi clandestina de la casa de mi padre, del piso de mi madre donde a lo mejor hasta una gata vieja espera que algo suceda; la casi-cueva donde mi novio vigila el pie roto y recompuesto de su madre; el sitio inglés de mi hermana, que no quiero llamar hogar porque espero que sólo sea una estación de paso; mi invernadero, mi madriguera.

Empiezas a curvar una sonrisa postiza mientras trituras la salsa de frutos rojos, pelas cuatro kilos de gambones, vigilas que el rollo de carne no se quede muy seco, mezclas las claras montadas con el mascarpone. Me dan ganas de escribirme ALEGRÍA con boli en el dorso de la mano, para celebrar que voy aprendiendo a no hacer nada de nada.

Te empieza a dar asco la comida. Yo llevo un rato jugando a hacer combinaciones mentales con un yogur griego, una lata de atún, un cogollo de lechuga y un boniato.

Recuerdas a los que han dejado un hueco libre en tu mesa. Recuerdo las mesas de las que me he ausentado. Observas la dentadura postiza de tu suegro, que traga jamón como si fuera la cura del Alzheimer, y te preguntas por qué se te obliga a querer a algunas personas. Observo mi sofa vacío y me pregunto por qué a veces ser libre es una pequeña china en el zapato.

Finges que te apetece juntar en tu salón a toda esa gente. Finjo que a mí por nada del mundo. Envidias que me pase por el forro las fechas rituales. Por un momento envidio hasta los abrazos falsos.

Y así transcurrirá la noche, tú escapándote a la cocina con la excusa de adelantar el fregado de platos; yo venciendo la tentación de responder mordazmente a los christmas virtuales.

Tú anhelando que llegue de una vez el insulso febrero. Yo, condescendiente, diciéndome que es preferible desear el bien al prójimo una vez al año que absolutamente nunca.

Tú asombrándote de que a tu sobrino le esté saliendo bigote, si parece que fue el mes pasado cuando colgaste uno de sus espantosos dibujos de palotes en tu despacho. Yo repitiendo otra vez mis gestos de antes de acostarme y dándome a mí misma las gracias por no sentir que echo mi lote de mi vida por la borda.

Tú soltando por fin los músculos de la cara y admitiendo que en realidad no has tenido que fingir tanto. Yo metabolizando mis ganas de familia. Tú esbozando una sonrisa de veras, yo verdaderamente alegre como el resto de días.

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