lunes, 7 de noviembre de 2016

Deshoras

Por un instante Concha siente que todo vuelve a derrumbarse, no como en un desprendimiento, cuando una sola piedra insignificante se escapa y al poco rueda la montaña entera, sino como cuando estalla una bomba en un barrio de protección oficial de una ciudad de provincias. Es la misma perplejidad, la misma sordera repentina, la misma ausencia de lugares donde agarrarse. Y otra vez es la misma estridencia de una llamada telefónica.

¿Di-diiga?, titubea. Algo que en otro tiempo debió de ser el corazón retumba brutalmente en sus sienes. Pero al otro lado una voz dulzona consigue abrirle las orejas. Hoola, buenass tardess, mi nombre es Estela, ¿sería posible hablar con el titular de esta línea? La normalidad flagrante de estas palabras pone a Concha en su tiempo y su sitio. Llamadas comerciales a la hora de la siesta. La Tierra sigue girando de forma obtusa. Las bombas estallan sólo en países de Oriente Medio cuyas fronteras siempre confunde. Le parece increíble que el teléfono haya podido despertarla: pensó que jamás podría volver a quedarse dormida así, en el sofá y a salto de mata, después de comer, como siempre, sin media pastilla siquiera. A lo mejor es un síntoma de que algo avanza.

Eeh, no, responde como puede. La voz de azúcar contraataca: ¿Acaso el titular de esta línea no es Don Luís Pacheco de la Hermosa? Concha se defiende: Sí, es mi marido. Pero ahora mismo no puede ponerse. Está.. en el trabajo. Ni ella misma ha podido darse cuenta de la pausa mínima que ha hecho en medio de esa frase. La amabilidad por contrato la desarma: ¿Entonces cuándo vendría bien que lo llamase?

Concha cuelga el teléfono como si alguien la estuviera teledirigiendo. ¿Reaccionarán los drones de alguna forma ante los lugares que sobrevuelan? A veces a ella le cuesta un buen rato poder interpretar sus actos. Mira, escucha, anda, responde. Todo en modo automático. No entiende cómo ha podido decir que sí, que vuelva a llamar sobre las ocho de la tarde. Habrán sido el sopor y la sorpresa. La violencia de que la hayan vuelto a sacar de la siesta y el alivio de que una tal Estela quiera venderles algo. La vida es todavía ese espacio en el que pueden negociarse algunas cosas. Salpicada de llamadas fastidiosas pero triviales.

Desde luego que Luís hubiera montado su número. Inmune a las vocales largas y a las voces dulces, habría colgado a la pobre chica. Pero es que él estaba acostumbrado a una vida fácil. Se indignaba por faltas de cortesía tan pasables como que te asalten con publicidad en tu propia casa y en horas de descanso. Nunca lo sacaron de la siesta para informarle de que su marido, lo siento mucho, señora, hemos hecho todo lo posible, se había matado en un accidente. Si Luís volviera esta tarde del trabajo, si hubiera conocido antes esa sordera repentina y absoluta, esa ausencia de asideros, la vida derrumbándose como cuando una bomba explota, tal vez entonces hubiera estado dispuesto a escuchar mansamente cualquier oferta que quisieran plantearle.


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