Por un instante Concha siente que todo
vuelve a derrumbarse, no como en un desprendimiento, cuando una sola
piedra insignificante se escapa y al poco rueda la montaña entera,
sino como cuando estalla una bomba en un barrio de protección
oficial de una ciudad de provincias. Es la misma perplejidad, la
misma sordera repentina, la misma ausencia de lugares donde
agarrarse. Y otra vez es la misma estridencia de una llamada
telefónica.
¿Di-diiga?, titubea. Algo que en
otro tiempo debió de ser el corazón retumba brutalmente en sus
sienes. Pero al otro lado una voz dulzona consigue abrirle las
orejas. Hoola, buenass tardess, mi nombre es Estela, ¿sería
posible hablar con el titular de esta línea? La normalidad
flagrante de estas palabras pone a Concha en su tiempo y su sitio.
Llamadas comerciales a la hora de la siesta. La Tierra sigue girando
de forma obtusa. Las bombas estallan sólo en países de Oriente
Medio cuyas fronteras siempre confunde. Le parece increíble que el
teléfono haya podido despertarla: pensó que jamás podría volver a
quedarse dormida así, en el sofá y a salto de mata, después de
comer, como siempre, sin media pastilla siquiera. A lo mejor es un
síntoma de que algo avanza.
Eeh, no, responde como puede. La
voz de azúcar contraataca: ¿Acaso el titular de esta línea no
es Don Luís Pacheco de la Hermosa? Concha se defiende: Sí,
es mi marido. Pero ahora mismo no puede ponerse. Está.. en el
trabajo. Ni ella misma ha podido darse cuenta de la pausa mínima
que ha hecho en medio de esa frase. La amabilidad por contrato la
desarma: ¿Entonces cuándo vendría bien que lo llamase?
Concha cuelga el teléfono como si
alguien la estuviera teledirigiendo. ¿Reaccionarán los drones de
alguna forma ante los lugares que sobrevuelan? A veces a ella le
cuesta un buen rato poder interpretar sus actos. Mira, escucha, anda,
responde. Todo en modo automático. No entiende cómo ha podido decir
que sí, que vuelva a llamar sobre las ocho de la tarde. Habrán sido
el sopor y la sorpresa. La violencia de que la hayan vuelto a sacar
de la siesta y el alivio de que una tal Estela quiera venderles algo.
La vida es todavía ese espacio en el que pueden negociarse algunas
cosas. Salpicada de llamadas fastidiosas pero triviales.
Desde luego que Luís hubiera montado su
número. Inmune a las vocales largas y a las voces dulces, habría
colgado a la pobre chica. Pero es que él estaba acostumbrado a una
vida fácil. Se indignaba por faltas de cortesía tan pasables como
que te asalten con publicidad en tu propia casa y en horas de
descanso. Nunca lo sacaron de la siesta para informarle de que su
marido, lo siento mucho, señora, hemos hecho todo lo posible, se
había matado en un accidente. Si Luís volviera esta tarde del
trabajo, si hubiera conocido antes esa sordera repentina y absoluta,
esa ausencia de asideros, la vida derrumbándose como cuando una
bomba explota, tal vez entonces hubiera estado dispuesto a escuchar
mansamente cualquier oferta que quisieran plantearle.
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