lunes, 14 de noviembre de 2016

Así es cómo empieza (1)


Llueve bíblicamente, y por primera vez reparo en que el hombre que me está hablando es peculiarmente guapo. Tiene el arco superciliar un poco demasiado macizo, y los ojos pequeños y tan oscuros que parecen carecer de profundidad. Pero un rizo húmedo se le ha pegado a la mejilla, entrecomillando su sonrisa. Es así cómo pasa. Ese latigazo en los órganos vitales; el viaje fulminante del cero al todo. Puede que mi compañero me siga esperando dentro del coche. Puede que las mujeres del pueblo sigan haciendo malabarismos con las bolsas de la compra y el paraguas. Puede que mis botas de trabajo no sean tan impermeables. El bombero de pelo largo me habla y en la lluvia se abre un hueco que sólo incluye su cara, su cuello de ciervo y sus hombros. Todo lo demás se empaña. Una gran ola de oxitocina aniquila mi capacidad de entender el lenguaje. Muevo la cabeza de arriba abajo. De alguna forma consigo mover también la boca. Él sonríe y estira la última sílaba de cada palabra que dice. Como un niño que siempre está preguntando.
  
Cuando entro en el coche mi compañero me mira como si yo siguiera siendo la misma. "Vas a empapar la tapicería", creo que dice. En el hueco en la lluvia caben ya la espalda del bombero, las piernas no tan largas como para resultar intimidantes, su cintura. El tío no lleva puesto ni abrigo: acabo de descubrir que es mi hombre y ya me mata. "¿Cómo que qué de qué?", sigue mi compañero. Un gran mérito por mi parte, conseguir exasperar a una criatura mansa como un ternerito. "Que qué te han dicho". Eso, qué carajo me han dicho. Por suerte, una especie de sistema de alerta ha permanecido activo mientras mi inteligencia quedaba anulada. "Me ha dicho que... Que sí, que ahí es donde escalan, que se van a estar quietos, y que le diera mi teléfono para quedar con nosotros y que les enseñemos el Psilotum. Por si lo ven en algún otro sitio".

Es así cómo pasa. Cómo tu fragilidad se alía con la química erótica y te desarma y te vuelve a la vez poderosa. Cómo de repente tienes la corona de la belleza en tus manos y la pones en la cabeza equivocada. Cómo tu fantasía se escapa de tu cuerpo y te desdobla en personajes que, a diferencia de ti, sí que son perseguidos, descubiertos, besados y vueltos especiales. Y así es cómo una plantita ridícula se enreda con tu historia. Mi teléfono sonó un día. Era el bombero y la Botánica se la traía al pairo. Se preguntaba, con esa última sílaba suya aniñada y nociva, si querría ir con él al cine. Y fuimos. Me subió a su autocaravana. Oh, sí, también eso: justo lo que mi enajenación romántica necesitaba. Mi héroe de piel nobuk que callaba los aspectos más truculentos de su trabajo y vivía en una casa rodante. Otro día bebimos vino y me besó mientras nos refugiábamos de la lluvia. Necesité ocho meses para recuperarme. 

Y nunca lo llevé al cortado rocoso donde su grupo hacía prácticas de escalada, poniendo en peligro una población aislada y minúscula de uno de los helechos más singulares de la flora de Europa. Nunca me miró con ojos de carnívoro mientras yo le explicaba cómo distinguir el Psilotum nudum y por qué era tan importante. No fui capaz de provocarle ni ese ni ningún otro tipo de embeleso. Y lo que no pudo interesar a mi amor dejó por tanto de interesarme. Lo que no llegamos a compartir volvió a esfumarse tras la lluvia. Y es una pena, porque si hubiera podido contarle lo que ahora sé del Psilotum, si hubiera tenido la oportunidad de maravillarle en voz alta, pero sobre todo de maravillarme, aquella plantita ridícula y todas las demás plantas y todos aquellos paisajes hubieran seguido enredados en mi historia. 

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