Algo tan trivial como subir una persiana.
Una de casa vieja, no de esas de piso que disimulan el mecanismo en
un tambor encima de la ventana. Una persiana de listones de madera
que el sol ha suavizado. Algunas te recuerdan levemente a una barca.
Otras están tan barnizadas que si le dieras un corte a uno de los
listones, podrías contar años igual que se cuentan anillos en un
árbol. Persianas que se relacionan con el paso del tiempo a su
manera. Unas lo toleran con indiferencia y otras lo disfrazan. En las
casas viejas los años suman capas: barniz en las persianas, cal en
las fachadas. Crecen y se redondean como las caderas de tu abuela.
Los pisos, en cambio, se consumen hacia adentro. Ese tipo de mugre
triste de los pisos que recuerda a los pulmones de un fumador.
Nunca se me ha dado muy bien ese tipo de
persianas que se enrollan mediante una cuerda. En realidad nunca se
me han dado muy bien los engranajes manuales. A veces no hay manera
de dar con el cabo y para rescatarlo hace falta aguantar el peso de
la madera en los brazos como si la persiana fuera un cervatillo. A
veces la cuerda está húmeda de rocío y rechina y entonces es como
si una grada de discos te pasara por encima de la dentadura.
Son tan rudimentarias que sus fallos se
convierten en ventajas: no son herméticas a la luz y, si eres
sensible, no impiden que la salida del sol te despierte. No le
ofrecen mucha resistencia al viento, y no hace falta un vendaval para
que se pongan a meter bulla. Pero si no te has prendado alguna vez
del modo en que una persiana corta la luz en lonchas a la hora de la
siesta es que tu corazón es un páramo. Y otras veces parece que una
casa en silencio te habla a través del golpeteo de las persianas.
Eso en los pisos no pasa. En los pisos pequeños donde has vivido
sola murmura nada más que la nevera. Un monólogo bastante sombrío.
En un piso, rodeada por los cuatro costados de vecinos, el
aislamiento te ahoga. Una casa con persianas se sincroniza con la luz
y el aire y te conecta con los procesos naturales.
Hace unas noches bajaba la persiana de mi
habitación en la casa de mi padre. Deshice el nudo y la madera cayó
a la vez ligera y solemne como algo en una antigua noche de bodas: un
camisón, una virginidad, los pudores. Los grillos quedaron sólo un
poco amortiguados. El olor del jazmín del porche siguió penetrando.
Me quedé junto a la ventana todavía un instante. Sorprendida. Como
en esas ocasiones en las que el cristal de la cotidianidad se astilla
y todo parece raro. Bajar una persiana, por la mañana subirla: un
gesto repetido un millón de veces por cuántos millones de seres
humanos. Un gesto tan banal que resulta invisible. Para que yo lo
ejecute de forma inconsciente, ha tenido que hacerlo antes un montón
de gente. Han tenido que inventarse muchas cosas: el mecanismo de
polea, la disposición de listones que recuerda a la de las
vértebras. Y yo he recibido ese conocimiento que sólo porque es tan
común no me parece refinado. Menuda herencia.
Fíjate tú qué tontuna: bajé una
persiana y me conecté agradecida al linaje humano. Sólo prestando
una atención ligera a una sencilla cosa. Es como en esas leyendas en
las que un dios se disfraza de mendigo para poner a prueba a los
mortales. Miro ahora a mi alrededor. Mis ojos pasan de puntillas por
encima de los aparatos tecnológicos, porque hasta la capacidad de
sorpresa más delirante puede llegar a saturarse. Un sofá con una
sábana estampada y cojines, fotografías enmarcadas, libros y gafas.
Cosas banales que cuentan historias humanas interminables.
Me gustan las persianas de madera, sí. Siempre me han desagradado las otras, su manejo, su limpieza, hasta su color sin color.
ResponderEliminarNo siempre consigo adaptar el paso de la luz, del sol o del aire fresco a la rapidez con que cambian, porque resultan pesadas, para qué negarlo, pero qué gran invento. Menuda herencia, sí.