jueves, 25 de agosto de 2016

Arañada, pero contenta

 
No he dejado de sentir cómo me palpitaba la piel en toda la siesta. Por un momento me he asustado: creí que la insurreción atópica volvía. Pero no había nada por lo que preocuparse. Sólo dos brazos y dos piernas surcados de arañazos. Excitados tras la ducha. Los vuelvo a mirar ahora y me gustan. Son honestos y rudimentarios. Sé exactamente de dónde vienen y cuál es su futuro. Este zarpazo de tigre entre codo y hombro es el resultado de intentar hacerme hueco entre una alambrada y una mata de encina. De los del antebrazo tiene la culpa una aulaga con nombre y apellidos. El que me cruza la vena de los suicidios me lo he buscado yo solita, por arrastrarme debajo de una malla. Pura ley de acción y efecto. Qué hermosura. Sufrí tanto cuando la piel entera se me volvió loca de un día para otro y sin explicarse a sí misma, que ahora la simpleza física de los accidentes me provoca ternura.

Mis arañazos tienen relieve, como las escarificaciones de una tribu africana. Con ellos se me identifica: soy gente de monte. Ya lo sabes.

Es algo que el Bombero no supo. Ni yo tampoco, al principio. Que las primeras caricias feroces que me dio el bosque iban a convertirse en amor y familia. Empecé a trabajar y me vi de repente en la espesura; me caí cien veces y llegué a mi casa otras mil hecha un cristo. Me miraba de cuerpo entero en el espejo, con la impotencia de una víctima civil de guerra. Hasta que dejé de sentir que la convivencia con el matorral era un asunto dañino. Desde entonces he aprendido a andar el monte de manera preconsciente, y el monte, pese a sus modales discutibles, me tolera. Me dejo piel entre las espinas igual que las bestias.

Pero qué blanda era yo en esos primeros tiempos, o qué blanda se me veía. El día después de la noche que pasamos juntos, el Bombero y yo desayunamos en la cafetería del camping. Ensaladilla y tarta de queso. Eran las cinco de la tarde. No había parado de llover en una semana, dentro la chimenea estaba encendida, y la esquina de un montón de ojos merodeaba por nuestra mesa. No me acuerdo de lo que hablábamos. Alguna conversación hecha con pespuntes, algún chiste blanco: tapaderas. Yo empezaba a intuir que él era hombre de un rato. Estábamos tan cerca del fuego que a pesar del otoño y la tristeza incipiente, me subí las mangas. Él vio los arañazos que tenía en el dorso de las manos. Pero niña, me dijo, pasando un dedo por encima como si leyera braille. Me miró adentro y juro que entonces también se puso algo triste. Como si mi fragilidad de cachorro lo superase. Le di pena, o a lo mejor se dio pena a sí mismo. Tal vez lamentó quedarse otra vez a las puertas. Estar a punto de alcanzar la intimidad y darse la vuelta al instante. Asomarse al borde de otra persona. Arañazos en una piel que no volverás a tocar nunca. Huellas de una vida de la que no has sido ni serás testigo. Las tardes de lluvia, ya se sabe.

Pero se ve que el braille no era lo suyo. Mis arañazos no querían decir blandura, sino pertenencia e intercambio.

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