miércoles, 29 de junio de 2016

Vestirse de domingo

 
Aquí debería ir una foto. Pero no es mía, y parece ser que no es del todo legal compartir material creativo ajeno, aunque la intención del que lo hace sea aligerarse el peso del asombro, la conmoción o la belleza. Filtrar el mundo y apuntar: oh, mira eso. Regalar y que en la esquina de un ojo amigo algo cambie, algo crezca.


Me he prendado de ella. Hay miles más hermosas, más subyugantes o mejor compuestas, pero esta tiene esa calidad de fotograma que me sirve para calibrar si una imagen puede llegar a formar parte de mis carnes. Creo que ya lo he dicho antes, pero lo repito: una foto buena es una pista de muchas otras cosas, un fragmento de historia que se ramifica por sus márgenes. No es un suceso autosuficiente que ha sido rescatado de lo mediocre, sino un eslabón que conecta con realidades que no se ven a primera vista pero que están ahí sin duda. Una buena foto tiene más de dos dimensiones. Una foto indiscutible te revela que en el fondo no hay nada vulgar.

Mírala. Una mujer se echa un trago junto a su coche, por cuyo maletero abierto asoman cuatro gansos. U ocas. Todos tan tranquilos. Ella cierra los ojos mientras bebe lo que sospechamos que no es inodoro, transparente o insípido. No me preguntes por qué. A lo mejor hay ahí un placer que parece ir más allá de la necesidad de hidratarse. Se ha cardado el pelo recién teñido, se ha colocado sus alhajas, se ha pintado las uñas de un color nacarado. Es domingo. Día de mercado. Una buena ocasión para ponerse un vestido y ofrecer lo que tiene. No seas malpensado. Ella tiene sus ocas o sus gansos, y estaría bien venderlas o cambiarlas por algo. Pero si al final se vuelve a casa con ellas, el viaje no habrá sido en balde. Algo en ese acicalamiento huele a distancia que desea ser franqueada. A casa sola rodeada de patatales y pastos.

Las aves no dicen pío. Ni parecen haberlo dicho antes. A lo mejor piensas que algo no cuadra. Vamos a ver: ¿cuándo ha metido la mujer en el coche a los gansos, antes o después de arreglarse? ¿A que no te la imaginas correteando detrás de un barullo histérico de plumas y picos, con la laca recién rociada? Es como si los bichos hubieran desfilado solos hacia el maletero, disciplinados como en una cancioncilla de antes de acostarse. Como si fueran expertos en eso de meterse en un coche y esperar con paciencia a que un par de manos suelten unas monedas y los agarren y luego, bueno, ojalá sean manos también expertas que no se queden a medias cuando les retuerzan el pescuezo. Es como si ya hubieran hecho este viaje antes. Exponerse de esa forma para convertirte en el guiso de alguien: no parece tan mal trato. Así son las cosas, y para eso las han criado.

Eso es lo que me cautiva de esta foto: su aire de aceptación y gala. Contemplar en sus márgenes a una mujer que se arregla mientras silba, sacándose de las uñas la mugre de toda una semana. Alguien que tiene algo que quizás otros desean. Que tal vez se vuelva a la casa sola con los bolsillos vacíos y el maletero lleno de mierda, pero qué importa: aunque el resto de días a una le retuerzan el cuello, estar ahí al sol justo en ese momento, con un vestido y un trago, hace que la mugre valga la pena.




domingo, 26 de junio de 2016

Mujer contra rueda


Tengo mi coche encerrado en un garaje a unos 15 kilómetros, con una rueda reventada. Bendita distancia. Si lo tuviera mucho más cerca encontraría la manera de echarme en cara mi desidia. Es así de expresivo. Es mi relación no familiar más larga. He comido dentro de él, he dormido, he escrito, he dado besos largos. Ha sido capaz de llevarme a mis lugares favoritos, a pesar de no estar preparado de nacimiento para el campo. En eso hemos ido a la par a lo largo de estos trece años. Yo me fío de él, y él, milagrosamente, me corresponde. No debería ser tan incauto. Puedo contar con los dedos de una mano las veces que he comprobado el nivel de aceite o el de aire en las ruedas por iniciativa propia. Mi coche es un perrillo faldero, y yo, como conductora, un extraño híbrido entre mujer fatal y puto desastre.

Razón por la cual el asunto de la rueda sigue debajo de la alfombra de la vergüenza. El lugar donde crecen y se reproducen los mentís a la afirmación de que soy una adulta madura. Como siempre, tengo varias excusas. Me falta tiempo. Cuando se produjo el pinchazo yo ni siquiera estaba en Granada. Y si tengo que elegir una sola actividad que mejore ostensiblemente cada una de las facetas que me componen me quedo con la zumba.

Vale.

Pero la verdad desnuda es que la perspectiva de cambiar una rueda me horroriza. Y me horroriza que me horrorice. He ahí una espiral de autorreproches que podría inspirar modelos matemáticos. Tan ineludible, tan elegante. Me veo ontológicamente incapaz de realizar ciertas tareas, y eso ofende al tipo acabado de persona al que oposito de forma constante. Sé que el trabajo de ser nunca se termina. Uno no se construye de cabo a rabo, se pone una banderita y luego descansa. Pero sé también que andar es mucho más fácil cuando se tiene una dirección en mente, y yo voy con mi pasaporte y mi mapa en mano, dando dos pasos y descontando veinte, rumbo a la independencia. Punto para mí por no usar la frase “hoja de ruta”.

Aspiro a ser una mujer soberana y rústica. Me gustaría cortarme cada semana un vestido, dar con la clave de por qué las lámparas halógenas de mi cuarto de baño se suicidan una tras otra, saber cambiar una correa de distribución, conducir tractores, podar los árboles de mi padre, conocer las intimidades caprichosas del tostador, la lavadora y los desagües. Rendirme y acudir a profesionales sólo después de intentarlo.

En lugar de eso, espero medio en broma a que mi coche se regenere solo. O a que un retén contra incendios al completo me caiga del cielo y me salve. No es una fantasía. Ya me ha pasado antes. En otra ocasión pinché un Land Rover del trabajo y mi hada madrina me envió a siete duendecillos que en un chasquear de dedos arreglaron mi calabaza rodante. Yo iba vestida con esa especie de pijama que forma parte del equipo de protección individual, y a pesar de que parecía un peluche pordiosero, me galantearon. Me sentí una Marilyn Monroe parodiada por los Monty Python. Y no me importó mucho. No digo yo que lo planeara, pero sí me beneficié del estereotipo sin recato.

Y por ahí no, chica. Pero parece como si hubiera que gastar dos o tres vidas para que el modelo ideal de uno mismo respire en el mundo al menos un día. Mañana me pensaré lo de arreglar la rueda. Ahora mejor bailo un rato.


jueves, 23 de junio de 2016

Ese nido tuyo


En la casa de mi amigo había barro y blancura, y la cantidad de madera justa como para no arruinarte el alma con evocaciones conventuales. Había un sofá con una mantita que recuerdo siempre arrugada, porque era un mueble que incitaba a repantigarse. Aunque fueras un recién llegado a la vida del que allí vivía; aunque en algún rincón de tu mente sobrevivieran las normas de cortesía que te enseñó tu madre: llegabas de la calle en cuesta, veías ese sofá – abrazo, y te arrojabas a él sin preocuparte de dónde iba a caer cada una de tus partes.

Había esa confianza de partida, como si en vez de alquilarla mi amigo hubiera construido aquella casita a partir de sí mismo, igual que las golondrinas chinas hacen nidos con saliva. Había cepillos de dientes sin estrenar para las visitas que pudieran presentarse. Había un rinconcito para la mesa del ordenador donde la luz natural remoloneaba y dejaba su oficio a un tablero de corcho con postales, dibujitos y notas manuscritas de otros amigos.

Había aquella luz única que parecía brotar de la campiña y que al atardecer a mí me convertía en nada más, y nada menos, que en un canto rodado. Me dejaba suave e imprecisa, y como si acabara siempre de enamorarme. Una luz que era un complot de las vacas y de los árboles. Cuando también yo vivía por allí y regresaba del trabajo a última hora de la tarde, a veces me daba la impresión de ir conduciendo drogada. Me parecía que era una bonita manera de matarse.

El tiempo también se ponía cómodo en casa de mi amigo. Desayunar en la mesa robusta era hacerse parte de un cuadro. En el patio pequeñito crecían plantones y brotaban flores y semillas, y todo junto era como una escuela de ritmo. Un laboratorio de la calma.

Hablo en pasado porque hace años que no pongo un pie en aquella casa en la que el tiempo realmente vivido es mucho más corto que el atesorado. Me dice mi amigo que dentro de poco se verá obligado a dejarla. Sólo he sentido pena al principio. Porque es verdad que hay hogares que respiran como seres vivos, pero mucho más que algunas personas transforman el cemento, la madera y el barro a su paso.

lunes, 20 de junio de 2016

Preferiría contarlo en un bar

 
A mí los bares no me vuelven loca. Porque soy animal de costumbres radicalmente diurnas, porque el amontonamiento de cuerpos me agobia, y porque tengo problemas serios con el ruido. Una vez me dijeron en un reconocimiento médico que escucho mal por exceso: que mi oído es tan sensible a un espectro tan ancho de frecuencias que se satura con los mensajes irrelevantes que conforman el ruido de fondo, y el mensaje principal se me enturbia. Me voy por las ramas de cualquier conversación y pierdo oído del tronco. No receles: presto atención cuando me hablas, una atención desorbitada para que no se me escape nada de lo que dices. Pero es como si tus palabras estuvieran cubiertas de hojarasca. Tengo que rescatarlas debajo de una canción de Coldplay pegajosa, la cisterna del váter de señoras, el golpeteo de los vasos sobre la barra, el rumor de los coches afuera, toda esa cháchara. Mi cerebro suda cuando trata de escucharte en un bar.

Y luego está el fingimiento: gente que en realidad es menos alegre de lo que aparenta. Que expresa interés y oculta apatía. Que se bebe unas cañas como por descarte, porque si no nos juntamos y bebemos y simulamos jovialidad, qué nos queda. Que se engaña a sí misma acerca de las ganas que tiene de estar donde está. No digo que sea la norma, pero la noche en los bares parece un refugio del carnaval.

Digo eso, y digo también que me quedaría un buen rato en El bar de las grandes esperanzas, de J. R. Moehringer. Vale que es un lugar idealizado en el que la sordidez del mal aliento se oculta. Donde cada borracho es un leyenda, y cada anécdota intrascendente una saga, y la sarta de hombres enhebrados mediante un hilo interminable de copas, caballeros de Camelot que personifican la camaradería, la aceptación y la ternura. Pero que levante la mano quien nunca haya mitificado un lugar donde al menos por un instante se sintió acogido. Que lo haga el que en la barra de un bar nunca se haya visto mirando al fondo de los ojos de un conocido reciente, dejando que las rodillas se rocen con las del otro, pensando que quieres explorar esa cercanía, que ahí, en esa vida distinta a la tuya, es donde quieres entrar.

No me ha sobrado ni una página de este libro generoso, pero este pasaje...

Piensa en el miedo, decide ahora mismo cómo vas a enfrentarte al miedo, porque el miedo va a ser la gran cuestión de tu vida, eso te lo aseguro. El miedo será el combustible de todos tus éxitos, y la raíz de todos tus fracasos, y el dilema subyacente de todas las historias que te cuentes a ti mismo sobre ti mismo.

...este pasaje me ha noqueado. No revela ninguna novedad, a estas alturas de mi película, nada que no haya considerado antes mil veces. Pero es justo ahora cuando me interpela. Porque me han propuesto dar una charla en otoño sobre el personaje real en torno al cual iba a girar mi supuesto primer libro. Y eso es un guante arrojado a la cara de uno de mis miedos más longevos: levantar la voz frente a un grupo. Y, dejando de lado la cuestión de si estoy lo bastante enamorada de ese personaje como para defenderlo en público, yo no sé cómo desactivar ese resto duro de timidez que todavía me queda.

Ojalá cada acto de comunicación se pareciera a acodarse en una barra de bar y abandonarse.

viernes, 17 de junio de 2016

El arte de la sutilidad

 
En otra época podrías decir que cae la tarde, pero en las semanas que rodean al solsticio de verano, la tarde simplemente se para. Se queda de pie como cuando eres ofensivamente joven y puedes empalmar una noche en blanco con la jornada de trabajo. Soy una persona pragmática y, sin embargo, me creo ese tipo de magia. Los sonidos propios del día se interrumpen sin querer en el campo. Pájaros e insectos se callan porque toca. Y antes de que te dé tiempo a decir guau, qué silencio, otras criaturas se desbocan. Grillos, hordas de ranas.

También se escuchan unos pasos. Un paseante que se sorprende de vernos ahí plantados. Vadea el arroyo sin mucha gracia, mojándose el tacón de sus zapatillas deportivas y dejándolo clavado en el barro. Antes de que escape de mi campo de visión, lo veo arrancar un junco de la orilla y blandirlo como si fuera una espada. Y al momento la tarde estática se lo ha tragado. Dentro de un rato me iré de este sitio y el paseante será agua pasada. Y sin embargo, si mañana regresase, distinguiría aún los rastros de su paso. Una huella en el barro, un resto de junco desgarrado. Si no hubiera visto lo que hizo, puede que jamás me fijara en las pistas que fue dejando. Nada delataría su presencia en este paisaje. Sus huellas se quedarían ahí, taciturnas, esperando a que alguien más observador las estudiase.

La semana pasada me explicaron que el Principio de Intercambio de Locard es uno de los pilares de la criminalística. La Wikipedia lo cita así: "siempre que dos objetos entran en contacto transfieren parte del material que incorporan al otro objeto”. Todavía hay huellas de las zapatillas del paseante en la orilla del arroyo. A lo mejor todavía hay restos de savia de junco en sus manos y polen de olivo en sus suelas. El último flechazo del que os hablaba en el post anterior bebe directamente de este principio. De repente me apasiona la idea de llegar a leer lo que narran las huellas invisibles que esperan latentes en el campo.

Uno sale del medio humano convencido de que la soledad y la naturaleza son primas hermanas. Busca en la segunda a la primera, o sin quererla se la va encontrando. Ese es uno de tantos prejuicios. La soledad en el campo es una especie de quimera. Allá donde pongas el pie ha pasado previamente algo. Y esos sucesos dejan vestigios. Un jabalí se ha dado un baño y la marca de su pelaje queda impresa en el suelo encharcado como en plastilina. Un corzo ha frotado sus astas contra el tronco de un árbol. Furtivos los han estado acechando a ambos. Alguno quizás apretó el gatillo. Cuando tú llegas ahí, el escenario parece callado. Pero siempre queda una especie de rumor colgado en el aire, un eco de lo sucedido. Reconstruir la historia a partir de dos o tres pistaspuede considerarse un arte. 


Uno de esos lugares que sólo parecen callados

Que en el fondo se parece bastante a la escritura, y al talante necesario para practicarla. Todas son disciplinas de la sutilidad. Se trata de revelar lo que parecía invisible, de rescatar historias del olvido para ponerlas donde se merecen. Cerca del corazón de la gente o en el lugar donde algunas han de juzgarse. Se trata de darle una oportunidad a lo desapercibido, y la vuelta a la idea funesta de que las cosas sólo pasan una vez y luego caen en el olvido. Se trata de demostrar que nunca hay actos aislados. Que tu paso por el mundo, sea inocuo o dañino, siempre deja una huella. Que en el fondo no hay soledad.

martes, 14 de junio de 2016

Más sobre la vocación

 
Lectores de largo recorrido, no puedo evitar volver a hablar de la vocación. Disculpadme. Sé que es un tema viejo y recurrente. Cuento con que tenéis cierta idea de mi postura al respecto. Pero sé también que la memoria es holgazana como la cigarra de la fábula, y que la edad de este chiringuito me concede ciertas prebendas. Ni yo misma sé a estas alturas lo que he dejado escrito: creo que me puedo dar el lujo de repetir batallitas.

Así que la vocación. ¿Verdad que hay palabras que tienen una densidad especial en tu vida, que hace que te resulte complicado tragarlas? Palabras ácidas que causan reflujo. Asuntos que se repiten como el ajo. Piensa en las tuyas. Sintetiza los rings en los que a lo mejor, sin darte cuenta siquiera, la pelea no ha terminado todavía. Egoísmo. Intimidad. Muerte. Entrega... No digo que estas sean las mías. Pero la vocación sí que es una de ellas.

Un derechazo a la mandíbula que no siempre he sabido esquivar. Un hueso que me ha crecido mal. Yo ando un poco raro. Basculo el pie hacia dentro, y camino al borde del huuy porque roto las rodillas más de la cuenta.. Nadie estudió mi pisada de pequeña, a nadie se le ocurrió que debiera ser corregida. Todos los kilómetros que llevo en las piernas los he hecho a pesar de mi huella. Pues con la vocación lo mismo.

Desde muy temprano quedé deslumbrada con su mito. Como cualquiera. La vocación tiene buena prensa. Comparte campo semántico con la pasión, el empuje, el destino. Vivir es un trabajo difícil que se suaviza cuando estás inclinado hacia algo; cuando tienes una brújula interior que no confunde el norte. Creer que estás hecho naturalmente para cantar, escribir, o censar pájaros simplifica mucho las cosas. Basta con escuchar tu vocación y cumplir su mandato.

El problema es cuando naces sin ella. Tienes que emplear un tiempo enorme en dibujar mapas mentales que te lleven a algún sitio. Sientes que te falta algo. Ese músculo que otros tienen. Ese convencimiento. Ese brillo. Y nadie te corrige el prejuicio de que sin vocación definida no hay camino. Tienes que hacer kilómetros a costa de su ausencia.

Resulta que yo no tengo más vocación que la lectura. Y la alegría, supongo. Y escuchar cancioncillas. Podría pasarme la vida tumbada con un libro y canturreando. Pero como también soy un bicho curioso, me levanto y olisqueo el aire. Voy de aquí para allá y hago cosas, y a veces sé íntimamente que ningún mandato propio me obliga a ello y que podría dejar de hacerlas si me lo propusiera. El bosque, el ejecicio físico, la escritura, son amores sobrevenidos.

Y ahí está la clave que he encontrado para digerir mi palabra ácida. No tengo vocación, pero ya no la envidio cuando otros hacen gala de ella. Porque lo que tengo es una facilidad feroz para enamorarme. Vale, es un inconveniente a veces. Es una fuerza inconstante y no siempre recíproca, diga lo que diga la tercera ley de Newton. Pero también es un modo de vertebrar tu vida tan bueno como la más definida vocación innata. No importa que no tengas planos, ni agilidad o fuerza bruta en las piernas. Veletas, despistados, corazones de peso pluma, novatos: que la falta de vocación no os hiera. A veces basta con montarte en el vagón de tus flechazos.

(Y en el próximo post tal vez os cuente el último)

sábado, 11 de junio de 2016

Volver a Cotopaxi


Cuscatlán, pero sobre todo Cotopaxi. Cotopaxi. Hay nombres que te dejan en la mente una huella intrascendente pero imborrable. Cicatrices sin leyenda. Señales que no dicen nada. Tengo un pequeño costurón debajo del labio, de una vez que quise mirarme en un espejo del cuarto de baño sin tener todavía altura, y terminé aterrizando sobre el lavabo. El rastro de una biopsia en un muslo. Vestigios en las rodillas y los codos de cuando pensé que mi torpeza podía ser compatible con unos patines. Todo eso cuenta mi biografía. Pero he olvidado la historia de otras señales. Como si la vida pasase a veces desapercibida.

Cotopaxi” era una de esas huellas mudas. Podía estar cortando cebollas y repitiendo el nombre como un mantra. Vendida ante el ginecólogo o el dentista. Pintándome las uñas. Preparándome para la escritura. Escuchando con atención tu rollo. Apretando los dientes para conseguir – sin éxito – hacer una dominada. Y mientras yo con mi palabra clavada. Que no es un fetiche para sentirme segura. Mi mente tropezaba con ella igual que tu lengua acaricia una llaga.

Una palabra cualquiera, eso es lo que pensaba. Ya no, porque esta semana he vuelto allí, a Cuscatlán y a Cotopaxi. Cuscatlán es una región salvadoreña donde se cultiva caña de azúcar. Cotopaxi, un volcán de Ecuador en activo. También son los nombres de dos pabellones de dormitorios de un centro de estudios que está en Mollina, Málaga. Una especie de campo de concentración amable. Ahí es adonde he vuelto, no a Latinoamérica. Después de unos trece años. Trece. Jesucristobendito.

Martes. Tres de la madrugada. Pabellón Cuscatlán. Habitación setecientos y pico. Doy vueltas en la cama. Agujetas en la mente, en los abdominales y en la espalda, porque en los escasos ratos libres hago planchas y flexiones. La posición sedente me mata. Pienso en cómo me recuerdan estos días a los de hace trece años, cuando empecé a trabajar y me mandaron aquí mismo a hacer otro curso. Se parecen en lo de insertarme de pronto en un grupo. Dar mis coordenadas básicas a unos desconocidos en el desayuno. Defender mi personaje. Saber qué hacer con mi cuerpo en los dencansos entre clase y clase. Ser consciente de que, a diferencia de lo que pasó en otras aulas, lo que me están contando tiene potencial suficiente como para fabricar otro modelo de Silvia.

Y al mismo tiempo, qué poco me parezco yo a la de antes. Es como si a lo largo de estos años, además de sumar experiencias, descascarillarme de creencias erróneas y enamorarme para siempre unas cuantas veces, hubiera cambiado de estado. Ya no soy más gaseosa. Como si la nube que era entonces se hubiera ido condensando. Con el mismo alivio de un chaparrón de septiembre. Después de trece años, huelo a campo.

Y quizás por eso no podía dormirme en mi cama del pabellón Cuscatlán, vecino del Cotopaxi. Estaba excitada: en el mismo punto de partida de hace trece años, pero con cartas nuevas. Menos huidiza, mucho mejor armada. Sobre todo más atenta. La vida ya no me pasa desapercibida. Ahora todas mis cicatrices tienen historia. Sé perfectamente lo que me va a dejar huella.


sábado, 4 de junio de 2016

Otro gato, otra confianza

 
Han puesto un cartel naranja en la ventana donde veíamos a Canelita. Se Alquila. Apartamento con baño. Patio con jardín. Se ocupará pronto, seguro. Pese a los coches que asfixian la hiedra ofrecida como reclamo. Pese a estar en un bajo. El edificio ocupa una esquina de la ciudad ambigua. Lo he dicho otras veces porque vivo justo encima. Es un trozo discreto de centro. Una forma de periferia astuta. Como si la ciudad se plegase sobre sí misma y dejara huecos en medio. Yo misma lo alquilaría, si no fuera un disparate. Dos pisos de una habitación, uno sobre otro. Molestarme a mí misma si entreno en casa. Mojarme mis propios cristales al regar las plantas. Espiarme. Vestirme a medias con lo de un armario y terminar con el de abajo. Refugiarme de las apreturas domésticas bajando sólo once escalones. Huidas transitorias a un paisaje ligeramente distinto.

¿Y ella, a qué paisaje se la han llevado? ¿Qué nuevo espacio andará ahora conquistando? No le va a costar adaptarse. El apartamento que se alquila se le quedaba chico. Conservaba en su cerebro pretensiones territoriales. Entraba y salía cuando le daba la gana. Cuesta abajo, cuesta arriba, por los tejados del molino, por el parque. Canelita esquivando coches. Canelita repantigada regiamente en la tapia. Daba entre susto y orgullo verla. Tú la llamabas traviesa, gata mala. Yo le chocaba los cinco en la distancia. Parecía que fuera algo nuestro. Y en cierto modo lo era.

Al menos lo fue toda una tarde. La escuchamos maullar en los entresijos del edificio, desesperada por no poder entrar en su casa. Un gato puede abandonar su hogar cuando le apetezca, pero odia encontrarse la puerta cerrada. Puede que eso lo humille. Cómo se quedó tirada, no me lo explico. Si era una especie de duende, un corzo urbanita, una pequeña silueta recortada del libro de la selva. Le abrimos nuestra puerta para que el espacio no se le hiciera tan estrecho. Y al poco terminó entrando. Como si fuera lo más natural del mundo. Animal optimista y confiado. Una puerta se cierra, otra se abre. Y por qué no, qué demonios, si en nuestro lugar había jamón y superficies mullidas. Se metió en la bañera y en el armario. Se plantó en el sofá y sobre mi almohada. Su pelaje hacía juego con el color de los muebles. Ella parecía saberlo. Esa tarde tuvimos algo.

Y ya no volveremos a verla. Nadie volverá a llamarla Canelita, porque ese es el nombre facilón que le inventamos. Y a nosotros ¿nos habrá dado alguien otro nombre? ¿Seremos parte de alguien inesperado? Cada vez que suba o baje la cuesta echaré una ojeada a su ventana. Mantendré ese hábito. Sin sentimentalismo ni nostalgia. Como si saludara al espíritu del barrio. Como se lustra con los ojos el escenario de un romance. Seguirá siendo nuestra, más allá de la posesión o la presencia. Tal vez nos acordemos de ella cada vez que nos creamos tirados. Seguiremos teniendo algo.

miércoles, 1 de junio de 2016

¿Cómo entrar?

 
Hace unos años me apunté a danza del vientre. Dos clases semanales. Otras cuatro o cinco chicas. Ninguna de ellas se incorporó de ninguna manera a mi vida. Con ninguna compartí algo más que saludos de cortesía y el gorjeo propio de una actividad física divertida. Los violines y la darbuka cesaban y cada una recogía sus cosas, su velo, su pañuelo de moneditas, y salía disparada, incorporándose a su surco propio en la calle. Cada una acarreando su prisa. Mucho más tarde, cuando quise asimilar de una vez que la gracia no se aprende y me aburrí un poco de la danza, descubrí que una de esas chicas escribía de una manera admirable. Aguda, vibrante, sorprendentemente madura. Una especie de traducción ordenada del idioma que usaría contigo esa mejor amiga a la que consentirías todo consejo y toda puya.

Fue una sacudida. Esa chica con la que coincidí apenas, con todo ese bosque íntimo de escritura. Fue un forma suave de ofensa a mi necesidad de conexión directa. Una pequeña burla a mi supuesta capacidad perceptiva. Una pena: no haber sabido en su momento que compartíamos más de lo que parecía. Desde entonces me resulta complicado entender la presencia de figurantes en mi película. Me cuesta seguir viendo a la gente como bultos. Mi mirada individualiza e interroga a cada figura en la calle, en el gimnasio, en las diversas salas de espera del día a día, y cuando vives en una ciudad eso es simplemente demasiado. Tanta particularidad, tanta oferta, tanta promesa prácticamente inaccesible. El Corte Inglés humano cerrándote la puerta en las narices.

Está todo esa opulencia ajena, oculta tras el aspecto exterior de personas que, pese a mí, se empeñan en seguir siendo gente. Vedada. Infranqueable. Continentes vírgenes que no llegas a explorar porque no se encuentran en tu ruta. Ves a lo lejos tierra, pero la corriente al final te aparta, aunque ya hubieras puesto un pie en la orilla.

Y luego está la realidad inversa de los libros: una riqueza sin continente ni forma que la incluya. Hace poco he devorado Sapiens. De animales a dioses. Y no me ha bastado leer en la cubierta el insólito nombre de su autor, Yuval Noah Harari. Hubiera necesitado tener delante su mano para estrecharla, mejillas que besar, hombros huesudos para abrazarlos, cuerpo que invitar a cenar. Su breve historia de la humanidad ha saltado de su mente a la mía como un parásito que completa su ciclo. Sin contacto físico. Sin que se me permita contemplar qué expresa con los ojos un historiador que plantea si la acumulación de poder de nuestra especie ha derivado o no en felicidad. Qué luz esconde o exhibe alguien capaz de narrar la totalidad de manera neutral y compasiva.

Sin opción a la amistad. Que es de lo que se trata.