martes, 19 de abril de 2016

Ángeles creíbles

 
No, nunca creí en la posibilidad de un cielo. Puede que para tener fe en la resurrección sea necesario nacer con el gen correcto. O que mi catequista no se esmerase tanto en la narrativa de la salvación como en la del infierno. Tenía un gran talento dramático y la mente envenenada de Barroco. Describir las llamas eternas la excitaba tanto como a un bombero de baja médica. Pero del cielo pasaba olímpicamente. Supongo que, para ella, un católico recto no merecía recompensa. Quizás le parecía cutre, como una discoteca de verano o una sala de fiestas para puretas: toda esa gente conocida reuniéndose tarde o temprano, mirándose de arriba abajo en busca de algo criticable, los viejos enseñando el cotarro a los nuevos y presentando entre sí a sus relaciones: “mira, Carmen, por fin está aquí Rosa, me casé con ella después de que el cáncer te llevase, o te trajese”.

Creo que el primer muerto del que tuve consciencia fue mi abuela paterna. Confieso que en clase le eché cuento y exageré un poco mi tristeza. Que fuese una niña patológicamente tímida no significa que no se me diera bien el teatro. Puse una cara compungida tan verosímil que la catequista dio su brazo a torcer y me consoló prometiéndome que, si conseguía escapar del infierno, volvería a verla. Y ya entonces esa hipótesis me pareció muy improbable. No sólo porque fingir no me pareciera el mejor de los billetes al paraíso. Es que no le veía más que pegas. Si yo me muriese con su misma edad, ¿cómo iba a reconocerme mi abuela?. ¿Y por qué iba a querer pasarme la eternidad a su lado, si lo poco que la traté en vida bastó para asustarme? ¿Qué edad tenía la gente allí arriba? ¿Estaba lleno de viejos lastimeros?

En realidad no me diferenciaba tanto de mi catequista: ella creía en el fuego, y yo, en las historietas de Simbad el marino. El cielo era para otros: para gente con genes candorosos.

Y, sin embargo, mientras me desembarazaba de la siesta esta tarde, me he dado cuenta de que no me cuesta tanto imaginar un cielo para animales. Quizás sea porque una vez que crecen y adoptan su personalidad definitiva, nuestros gatos y nuestros perros parecen volverse inmutables. Tú cumples años y vas dejando desvíos por el camino, y ellos, bueno... Zara siempre andará en busca de piedras y las dejará a tus pies para que se las tires. Bola se tumbará cual gorda es en el peldaño en ángulo de la escalera, no importa la edad que tenga. En una vida obligada al cambio, los animales de casa nos sirven de referencia. Son la forma blanda y calentita de la confianza.

Así que ahora miro por la ventana y casi espero que las nubes adopten la forma de Vito. El gato estoico que parecía entender mejor que nadie que vivir es estar solo, y que a pesar de ello se pirraba por el jamón cocido. O la de Leo, que te miraba como queriendo decirte que en realidad era una persona encerrada en un cuerpo jaspeado. O la de Suki: nubecita recortada y mandona que nunca dejará ya de vigilar su casa albaicinera.

6 comentarios:

  1. Los animales, cuando encuentran a la persona adecuada, han encontrado su cielo particular.

    ResponderEliminar
  2. Cuánto trauma crearon a costa de amenazar con las llamas de un infierno eterno.¡Malditos!

    ResponderEliminar
  3. Anónimo entre comillas19 abril, 2016 23:29

    Ojalá hubiéramos nacido con ese gen, si existiera, aunque yo seguiría teniéndolo difícil, porque sólo querría ir a un cielo pequeño, habitado por los pocos ángeles creibles que he conocido.
    La "nubecita recortada y mandona" ahora tendrá mucho más fácil practicar la magia que la hacía saber cuándo iba a llegar a la casa albaicinera, que sin ella es otra.

    ResponderEliminar
  4. Yo siempre digo que prefiero el infierno por lo menos más calentita voy a estar y me parece hasta más divertido , que tanta gente buena junta no se no se ....

    ResponderEliminar
  5. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

    ResponderEliminar
  6. Y sigue vigilando la casa y a sus moradores. Y mandando.
    (Manolo)

    ResponderEliminar