viernes, 5 de febrero de 2016

Romería de andar por casa

 
En mi memoria el lugar tiene más pinos, y no sé si esos pinos fantasma ardieron con fuego auténtico – algo que podría aplicarse a algunos amores –, o es que en realidad no existieron nunca. Entonces la naturaleza era sólo un telón mal pintado en la obra teatral de la adolescencia, y a lo mejor unos pocos árboles castigados por el viento o incendios recurrentes bastaban para montar un concepto. Tres pinos tristes: el bosque. Cuatro amigas con las muelas picadas de romanticismo: el resto de la vida.

A lo mejor es que el lugar bullía simplemente en la romería de San Isidro, y había demasiados coches y tiendas de campaña, vasos de plástico con culos de sangría caliente, restos de comida y moscas, como para hacerse una idea cabal del paisaje. Si a los dieciséis años eso te interesa de veras es que algo se ha estropeado precozmente en tu alma: o tu madre es una bruja posesiva o con nueve años te toqueteó un primo. A mí no me pasó ni lo uno ni lo otro, así que nunca presté una atención desmedida a los pinos. Sólo me preocupaba encontrar un equilibrio entre el horror de ser mirada y las ganas de eso mismo, un consenso entre mi sensación de estar fuera de lugar y lo que la gente consideraba divertido.

Hoy todo eso está saludablemente superado. Hace uno de esos días de cielo denso que ladra mucho y no muerde. El Levante te da empujones según por donde ataques la falda de la sierra. Curva a la derecha: puñetazo en la barriga; curva a la izquierda: quizás la siguiente racha me lance a volar como una cometa. Es bastante divertido si te apartas de los taludes. Hay tanta piedra rojiza como en Marte, los espartos y palmitos se distribuyen según un patrón de lo más elegante. Hay tres pinos tristes y castigados. El decorado que fue la naturaleza se ha incorporado a mis pulmones, a mis rodillas y a mi sangre.

Quizás hayan pasado veinte años desde la última romería a la que vine creyendo que iba a divertirme. Hoy el lugar sólo bulle de viento y hambre de lluvia. La desnudez de la montaña intimida como la de una supermodelo en las revistas, pero aquí abajo el paisaje tiene una cualidad doméstica. Como no se ve a nadie nos lo apropiamos. Mi padre se prueba cuesta arriba con paso cauto pero sostenido. Jose acaricia a una gata que se nos ha pegado y que probablemente guarde en sus células genes monteses. Veo a mi madre intentando llegar hasta el final de una tirolina para niños, pero no parece haber modo de que la plataforma sobre la que está sentada avance mucho más allá del punto medio. Luce una postura tan estilosa que parece una sirena varada. Mi hermana tiene un par de brazos prodigiosos y otro de ovarios, y acaba de trepar sin apenas creerlo la barra de un castillo de madera, riendo como un bombero borracho. Yo me columpio, y no recordaba que fuera un asunto tan excitante, que el vértigo de salir despedida le diera la mano a la alegría de ser casi pájaro.

Pasa todo esto en este lugar vacío y ventoso en el que por fin presto atención a tres pinos tristes y heroicos, y donde por fin sé divertirme tanto.

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