jueves, 25 de febrero de 2016

Mi llave favorita

 
George Orwell quiso mostrar en 1984 que el miedo es el mejor anzuelo para pescar el fondo de la gente. Para sacar a la superficie lo que habitualmente se esconde hasta la quinta o sexta copa, o el segundo o tercer año de noviazgo. Si quieres conocer a alguien, investiga lo que teme de veras. No son las cucarachas, no a que Podemos entre en el gobierno. Es algo mucho más corrosivo, algo que apenas puede ser pronunciado porque el lenguaje es incapaz de hacer de barrera, de absorber el veneno del espanto. Encuentra ese miedo y encontrarás a la persona. Úsalo, y podrás controlarla. Un miedo a que te coman los gusanos. A ser estrangulado. A que una voz te ordene buscar un hacha y hacer un estofado con tu bebé. Eso pensó George Orwell. Lo creo.

Pero yo prefiero entrar en el meollo de la gente a través de lo que ama. Tú también, espero. La gente se conoce y se cuenta sus aficiones de fin de semana. Escalar, tocar la batería, subir montañas. Pero no hablo de eso. Hablo de las formas en que se materializa el paraíso. Aquello a lo que no imaginas siquiera agregarle la palabra basta. Lo que pesa más que el tiempo o el cansancio. Aquello de lo que nunca te cansas. Lo que seguirías haciendo aunque la sirena de los bomberos graznase sospechosamente cerca de tu casa. A pesar del tenemos que hablar de tu novia.

Vibro viendo vibrar a la gente. Es mi forma de calefacción favorita. Por supuesto que yo tengo mis propios fervores, pero cuando estoy inmersa en ellos, no puedo estudiarlos a gusto. Es como si un ojo pretendiera mirarse a sí mismo.

Jose, por ejemplo, ama el baloncesto sobre todas las cosas. Se concentra en el juego ajeno con una intensidad que, más que con el deporte, parece tener que ver con la mística. Apoya los codos en las piernas cuando el partido se aprieta. Se levanta, cruza los brazos y pasea por el salón en los tiempos muertos, como si justo en ese momento el barullo indecible del Universo tuviera que ser resuelto en una sola fórmula matemática. Lo observo cuando la pelota vuelve a convertirse a mis ojos en ese electrón huidizo que a Heisenberg le sirvió para plantear su principio de incertidumbre. La velocidad del juego me supera, pero a él, tan templado por otra parte, tan de su sofá y su mantita, lo enardece.

Es como si hubiera entrado en una dimensión distinta, como si comprendiera el mundo sin necesidad de que los impulsos eléctricos del cerebro se traduzcan de modo cutre en forma de pensamientos. Sé que ve mucho más de lo que yo ni siquiera veo: no sólo lo que está ocurriendo, sino todas sus alternativas, toda la combinatoria del juego. Cinco jugadores de un color, cinco de otro, una pelota y un tiempo. Puede pasar A, B, C o D, pero ¡oh, demonios, pasa Z! Y entonces él aplaude o se exaspera. Lo veo, e imagino a un dios indolente quedándose pasmado con el derrotero de la evolución en un pequeño y febril planeta: cómo todo se llenó de agua en vez de sulfuro de hierro o, yo que sé, tinto con casera. Cómo los pulmones desbancaron en la tierra a otros tipos de órganos respiratorios. Cómo las patas se impusieron a tentáculos, cilios o ruedas. Cómo la banda inmensa de lo posible se fue estrechando hasta acabar en lo que existe. De manera tan fortuita o talentosa. Tan, tan deprisa.

Lo veo y me maravillo de que este hombre calmo y apegado a su hábito esté enamorado hasta las células de un juego que bulle, un hacer y deshacer de movimientos que es puro vuelo y nervio. Y mirándolo me digo: nunca pienses que conoces a alguien hasta que no lo veas entregado a lo que ama.


2 comentarios:


  1. Maravillosa recreación de un sentimiento común y canto magistral de amor a la naturaleza. Este que te escribe, din dudarlo, se opone a todo lo que desequilibre el orden natural de las cosas. Pero a la vez, y con ello hago mia una reflexión que expones, tengo móvil,ordenador y cantidad de cosas que seguramente acogen en sus entrañas componentes de esos que se obtienen de las tierras rsras. Y me siento en la contradicción hipócrita de no querer que este asunto afecte a mi tierra sabiendo que al final serán los negritos del Gabón, por poner un ejemplo, los que acogerán tan " preciado" manantial de oro. En fin, que vivo en en la creencia de no querer para los demás lo para mi no quiero. Y entonces, me pregunto, que hacemos?. Un placer leerte.




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    1. ¡Creo que has puesto tu cálido comentario en el post que no era, Mauro! No sé si merezco la primera frase, pero por si acaso, mil gracias.
      ¿Qué hacemos, entonces? Permanecer atentos a la posición que ocupamos en el ecosistema, y a las repercusiones globales de nuestro modo de alimentarnos, vestirnos, nuestros hábitos. Meter un poco de remordimiento en esta manera de consumir despreocupada y, a partir de ahí, redimirnos de alguna manera, decidiendo de modo consciente, teniendo menos o pagando a cambio de ética.

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