domingo, 28 de febrero de 2016

A buen entendedor

 
Imagina que tu padre murió hace dos meses, y que estás enredado en la maraña de operaciones mezquinas que acarrea el desguace de un ser humano. Ya sabes: Registro Civil, seguridad social, impuestos de sucesión, Hacienda. Jamás pensaste que morirse fuera mucho más fácil que ser declarado oficialmente muerto. Imagina tu estado de ánimo mientras esperas a unos cuatro cuerpos del funcionario. Tu dolor de huérfano casi sofocado por la vergüenza. Sobre las rodillas aguarda tu carpeta de documentos. El nombre de tu padre en todos ellos, y tú a punto de borrarlo. Cuando todo esto acabe serás el titular de sus bienes y cuentas corrientes. Abyecto.

Imagina que por fin es tu turno. El funcionario es una persona correcta que esboza una necesaria sonrisa de engrase. Y tú, a la mínima señal de calidez, serías capaz de quebrarte. Podrías abrir los ojos como Candy Candy. Decir mi padre está muerto con la boca blanda. Pero al funcionario le quedan todavía cuatro operaciones del mismo tipo mezquino antes del desayuno. Hunde su promesa de calidez entre los papeles de tu padre. Y empieza a hablarte. Crees que te está pidiendo algún otro documento. Pero no lo entiendes del todo. No es que estés decepcionado. Al fin y al cabo la gente hace su trabajo. Todos los días se muere el padre de alguien.

¿Cómo?, preguntas. El funcionario repite su letanía de manera aún correcta. Y tú sigues sin pillarlo. Pides que te lo repita nuevamente. En vano. Y entonces te das cuenta de que te está hablando en otra lengua. Quizás en otra ocasión habrías comprendido a la primera. Pero hoy... Es la carpeta, el nombre a punto de ser borrado, la parcela que compró tu padre con los ahorros de veintitrés años. En condiciones normales te manejas en la lengua en la que te están hablando de modo más o menos aceptable. Pero esa no es tu lengua materna. Balbucear sólo sabes hacerlo en la lengua que hablabas con tu padre.

Imagina que con un resto de decisión cada vez más sucio de vergüenza, le pides al funcionario que si es tan amable utilice esa otra lengua. En ningún momento ha dejado de ser correcto, así que ahora repite la lista de lo que te falta en perfecto castellano. Jurarías que con acento almeriense. Estás perplejo. No contabas con las tres operaciones mezquinas adicionales que esa lista acarrea, pero no es eso. Has tenido que solicitar expresamente el uso de un idioma que compartís ambos. Te ha costado tres preguntas, tres, enterarte de lo que decía un tipo que se daba perfecta cuenta de tu aturdimiento.

Imagina ahora que tu padre no se ha muerto, sino que estás en el médico porque has perdido la fuerza en los brazos, y que hasta que no le pides al médico que te hable en castellano no te enteras de que te está preguntando si has sufrido desmayos o dolores de cabeza.

¿Te cuesta imaginarlo? Lee entonces esto. Y dime si no te parece una práctica totalitaria que una administración meta sus tentáculos en las bocas y dicte en qué lengua ha de entenderse la gente.

jueves, 25 de febrero de 2016

Mi llave favorita

 
George Orwell quiso mostrar en 1984 que el miedo es el mejor anzuelo para pescar el fondo de la gente. Para sacar a la superficie lo que habitualmente se esconde hasta la quinta o sexta copa, o el segundo o tercer año de noviazgo. Si quieres conocer a alguien, investiga lo que teme de veras. No son las cucarachas, no a que Podemos entre en el gobierno. Es algo mucho más corrosivo, algo que apenas puede ser pronunciado porque el lenguaje es incapaz de hacer de barrera, de absorber el veneno del espanto. Encuentra ese miedo y encontrarás a la persona. Úsalo, y podrás controlarla. Un miedo a que te coman los gusanos. A ser estrangulado. A que una voz te ordene buscar un hacha y hacer un estofado con tu bebé. Eso pensó George Orwell. Lo creo.

Pero yo prefiero entrar en el meollo de la gente a través de lo que ama. Tú también, espero. La gente se conoce y se cuenta sus aficiones de fin de semana. Escalar, tocar la batería, subir montañas. Pero no hablo de eso. Hablo de las formas en que se materializa el paraíso. Aquello a lo que no imaginas siquiera agregarle la palabra basta. Lo que pesa más que el tiempo o el cansancio. Aquello de lo que nunca te cansas. Lo que seguirías haciendo aunque la sirena de los bomberos graznase sospechosamente cerca de tu casa. A pesar del tenemos que hablar de tu novia.

Vibro viendo vibrar a la gente. Es mi forma de calefacción favorita. Por supuesto que yo tengo mis propios fervores, pero cuando estoy inmersa en ellos, no puedo estudiarlos a gusto. Es como si un ojo pretendiera mirarse a sí mismo.

Jose, por ejemplo, ama el baloncesto sobre todas las cosas. Se concentra en el juego ajeno con una intensidad que, más que con el deporte, parece tener que ver con la mística. Apoya los codos en las piernas cuando el partido se aprieta. Se levanta, cruza los brazos y pasea por el salón en los tiempos muertos, como si justo en ese momento el barullo indecible del Universo tuviera que ser resuelto en una sola fórmula matemática. Lo observo cuando la pelota vuelve a convertirse a mis ojos en ese electrón huidizo que a Heisenberg le sirvió para plantear su principio de incertidumbre. La velocidad del juego me supera, pero a él, tan templado por otra parte, tan de su sofá y su mantita, lo enardece.

Es como si hubiera entrado en una dimensión distinta, como si comprendiera el mundo sin necesidad de que los impulsos eléctricos del cerebro se traduzcan de modo cutre en forma de pensamientos. Sé que ve mucho más de lo que yo ni siquiera veo: no sólo lo que está ocurriendo, sino todas sus alternativas, toda la combinatoria del juego. Cinco jugadores de un color, cinco de otro, una pelota y un tiempo. Puede pasar A, B, C o D, pero ¡oh, demonios, pasa Z! Y entonces él aplaude o se exaspera. Lo veo, e imagino a un dios indolente quedándose pasmado con el derrotero de la evolución en un pequeño y febril planeta: cómo todo se llenó de agua en vez de sulfuro de hierro o, yo que sé, tinto con casera. Cómo los pulmones desbancaron en la tierra a otros tipos de órganos respiratorios. Cómo las patas se impusieron a tentáculos, cilios o ruedas. Cómo la banda inmensa de lo posible se fue estrechando hasta acabar en lo que existe. De manera tan fortuita o talentosa. Tan, tan deprisa.

Lo veo y me maravillo de que este hombre calmo y apegado a su hábito esté enamorado hasta las células de un juego que bulle, un hacer y deshacer de movimientos que es puro vuelo y nervio. Y mirándolo me digo: nunca pienses que conoces a alguien hasta que no lo veas entregado a lo que ama.


lunes, 22 de febrero de 2016

Mi tierra rara

 
Al salir del pueblo me gustaba mirar por la luna trasera del coche y ver cómo el mundo en el que acabábamos de pasar las vacaciones iba haciéndose cada vez más pequeño. Antes de desaparecer, hacía algo que ya quisiera yo cuando me toque: la torre de la iglesia, los olivos y las viñas, los postes de madera, todo lo que desafiaba la llanura bailaba en grandes círculos. Hacía una reverencia de Alicia en el país de las maravillas. Como el agua en un desagüe, el espacio se escapaba en un remolino. Cuando el pueblo dejaba de verse, me recolocaba en el asiento y volvía a mirar adelante. El ritmo de los giros se me había quedado adentro para todo lo que quedaba de viaje.

Por aquella época yo aún no sabía responder de dónde era. De donde por azar había nacido, donde las circunstancias nos hubieran puesto entonces. Si la pregunta llegaba después del verano, Navidad, o Semana Santa, yo me veía tentada a decir que era manchega. El pueblo de mi madre, con toda su rotación y su temblor en la distancia, era mi única referencia fija. Allí la casa, la escuela y los lugares de juego no cambiaban cada dos años. Con el tiempo fui sabiendo por instinto o acostumbrándome a la idea congénita de que, a rasgos generales, soy de cualquier coordenada desde la que el Peñón de Gibraltar se divise. Pero el pueblo nunca dejó de ser el Pueblo.

El lugar que podíamos perder de vista a pie o en bicicleta. Donde estaban fichadas las matas buenas de espárragos. Donde el tiempo se paraba a la hora de la siesta. Donde las puestas de sol, en contraste con la humildad del paisaje, eran de un dramatismo insensato. El monte era y es como esos pedacitos de cristal que encuentras en la playa: viejos y sin aristas, suaves a fuerza de castigo. Y la articulación con las distintas tierras de cultivo, un prodigio de concordia. La tierra rojísima todavía se funde con los huesos y las cenizas de mi familia. Si pasara allí un tiempo un poco más largo que un puente, sé que terminaría poniendo nombre a cada encina.


¿Hace falta más?


Con esto quiero decir que no puedo opinar objetivamente sobre el asunto de las tierras raras. Si formara parte de un tribunal, tendría que ser recusada. Los minerales que ahora se codician se confunden bajo el suelo con mis genes, mi corazón y mi infancia. No puedo posicionarme sobre el dilema entre lo que es conveniente o lícito que la tierra aguante, porque en este caso se trata de mi tierra, vieja, roja, y en su simplicidad, rara. Sé que es bastante cínico: tengo ordenador, tengo móvil, creo en la tecnología y en la energía eólica, pero, por favor, las materias primas necesarias para fabricar estas cosas que las saquen donde mi casa no se manche ni mi corazón se resienta.

Y, sin embargo, tal vez si la emoción pesara en las cuentas de riesgo y beneficio, no se cometerían tantos desmanes. Si el daño sentimental fuera calibrado en las evaluaciones de impacto, y puesto al mismo nivel que los su-puestos de trabajo creados. Si se ponderara el valor de la belleza de un paisaje y la valentía de alguna gente joven que se resiste a abandonar el trabajo del campo. Los arrestos de una tierra vieja que, antes de desaparecer, baila. 
 

viernes, 19 de febrero de 2016

Niño corzo

 
Probablemente todos nacemos ya viciados, con una marca indeleble en nuestra sustancia. Nadie podrá culparnos de esa tara, ni nosotros tendremos a quien culparle. No habrá momento de nuestra vida a partir del cual las cosas podrían haber sido de otra forma. Si hubiera dormido en la habitación de mis padres hasta los tres años...Si me hubieran apuntado a baile...La carambola genética no nos dejará echar mano de los condicionales. Todos nacemos ya medio viejos.

Este niño, por ejemplo, lleva en sí la huella de la torpeza. Un desaliño constitucional que, lamentablemente, no llamará tanto la atención gracias a su sexo. La ropa parece girar siempre alrededor de sí mismo. Todo le quedará siempre grande y fuera de sitio, y cuando crezca, algunas mujeres lo encontrarán irresistible justo por eso. Es una criatura hecha para perderse en abrazos. Quizás por eso esté ahora mismo en esta clase de kárate. Porque sus padres también lo han notado.

Lo miro al otro lado del cristal y deseo como él que la hora se acabe. Que pueda salir por fin de esa armadura blanca y lacia con la que lucha más que contra enemigos invisibles. Supongo que para dar golpes al aire hay que tener algún talento. Hay que confiar en que uno es algo más que un revoltijo de miembros haciendo cada uno la guerra por su sitio. Hay que ser de metal o de agua: ser un buen conductor eléctrico. Pero este crío es de peluche. Negado para la línea recta.

Acaba la clase y de ella sale aún más desorientado. Lleva sus zapatillas contra el pecho y parece como si buscara a alguien. Eso le durará también toda la vida. Sus compañeros gorjean y hacen un corrillo en el suelo para calzarse. Él visto de cerca es adorable, con su cabeza esponjosa de rizos y la mirada de corcino. Lo miro y me salta por dentro un fusible. Tengo que andar a tientas para no darme golpes con mi propia ternura.

Y me sorprendo pensando en que me gustaría cuidarlo. Con un par de arrullos y algo dulce, tiene pinta de acudir como un gatito. De frotarse contra tus piernas y darle a su lomo la curvatura exacta de tu caricia. Quizás podríamos ir juntos a la piscina. En el agua creeríamos que somos livianos. Podría enseñarme una coreografía aprendida en la escuela, soy una taza, una tetera, y mostrar una gracia imprevista debajo de la vergüenza. Yo a cambio le pondría vídeos de zumba. Bailaríamos y tiraríamos las sillas y nos reiríamos y nos haríamos cardenales. Luego se lo devolvería a su madre con el flequillo sudado, y a mí me daría pena pensar en las zancadillas que el futuro promete a las cosas pequeñas.

Pero me quedaría tranquila, porque yo también nací con la marca de la torpeza. Una vez me topé en el monte con un corzo y se me quedó mirando como si no se asustara de mi presencia. Luego volvió al entresijo del bosque, una alegría muda en forma de saltos. No he vuelto a ver una criatura tan ágil.

domingo, 14 de febrero de 2016

Barro en los zapatos

 
Salimos del coche, damos dos pasos y medio, y de pronto algo cambia. La normalidad se retuerce un poco, como si se mirara en un espejo de feria. Andar se vuelve un proceso denso y matemático que hay que resolver de algún modo. Asientas el pie derecho en el suelo, levantas el izquierdo y... simplemente confías: con suerte el suelo no se habrá movido; el mundo seguirá en su sitio; no te acechará ninguna sima. Miro hacia abajo y entonces lo entiendo: dos pasos han bastado para llenarme las botas de barro. Una cantidad exorbitante de barro pegajoso y pálido. Barro. Casi me había olvidado de lo que era, después de tantos meses acartonados.

A veces me asalta la sensación de que todo es inédito: cosas que sin duda he vivido se vuelven maravillosamente nuevas. Sospecharía de mi estado mental si Oliver Sacks no me hubiese informado de que esa sensación tiene un nombre. Jamais vu. Sí, lo contrario de la familiaridad repentina. Mi cerebro predispuesto a la migraña me expone a estos numeritos.

¡Barro! Moverse por un olivar encharcado es una experiencia: el suelo parece derretirse, los pasos quedan lastrados, y una oscila entre deslizarse y hundirse. Tengo las perneras manchadas hastas las corvas. El mundo se ha vuelto del color del agua donde se enjuagan los pinceles. Ni rastro de rojos, verdes o azules. Nunca me había topado con una ausencia tan flagrante de brillo. Me parece. Sé que es mentira, que he contemplado este paisaje desamparado mil veces, con el corazón en un puño. Pero hoy me parece otra vez nuevo y la compasión me puede.

Luego charlamos con un guarda de coto que se lamenta de que el campo suda veneno por todos los poros y de que cada vez quedan menos perdices y liebres. Cuando él era chico había cantidad de cigarrones y de águilas, bichos de todo tipo que caían de la alfalfa segada y que él coleccionaba como si fueran colecciones de cromos. Bandadas de calandrias.

Y mientras a mí me parece que la palabra calandria es bella como la primera vez de las cosas, pienso en lo bueno que es no reconocer a veces la propia experiencia. Ser a ratos una especie de aprendiz incorregible. El único lastre, en los zapatos. Convertirte en alguien sin añoranza ni historia.

miércoles, 10 de febrero de 2016

Lake Tahoe. 1934.

Amy Toensing. Me gusta tanto que le mandaría bombones por San Valentín
 
 Me he dado cuenta de que sólo imprimo las fotos en las que tú sales. No es algo premeditado en absoluto, pero tampoco es casual, supongo. Creo que hay algo en ti, o en nosotras dos juntas, que exige un soporte físico para que lo entienda. Necesito tu cuerpo cerca, tocar las cosas de las que te cansas y que siempre me regalas, repasar imágenes tuyas en papel mate. Soy incapaz de pensarte, igual que vivo perfectamente sin hacerme a la idea de cómo funciona mi médula ósea. No sé imaginarte, porque te conozco desde antes de haber aprendido a diferenciar nuestros nombres.

Siempre escribo en el dorso el lugar y el momento en que se tomó cada foto. Con lápiz, como me enseñaste. Como si las circunstancias pudieran borrarse y reescribirse a tu antojo. ¿Te acuerdas de esta? Detrás de ella he escrito Lake Tahoe. Es lo que te hubiera gustado. Yo no sabía que existía antes de que me lo contases. El lago que salía en El Padrino; en la frontera entre California y Nevada. En realidad la foto nos la hicieron en no me acuerdo qué pantano. Abuelos en sandalias, islotes de basura, rumanos nostálgicos furtiveando carpas. Ya sabes. Pero nuestro coche no tenía aire acondicionado y la península parece en agosto malintencionadamente grande.

A mí me daba grima bañarme. Las aguas embalsadas me espantan. Mi piel parece tosca al lado de la tuya. Por mucho que me empeñe, nunca me depilo de manera impecable. No quería que vieras las piernas flacas de mi marido. Pero los dos os conchabasteis. Él, loco por verte en bañador. Tú, derrochando como siempre osadía y estilo. Con ese mohín tan tuyo de oh, vamos. Contigo una se siente ceniza hasta deseando feliz cumpleaños.

Y, míranos ahí, a punto de enfrascarnos de nuevo en otra competición imposible. Instantes antes de zambullirnos. El agua es gentil contigo como Moisés en el Mar Rojo. Yo he aprendido a disimular mis planchazos. No tengo tu clase ni tu elasticidad delfina. Tú eres la campeona olímpica de la fotogenia. Y creo que me has usado toda la vida para entrenarte. Creo que por eso me enseñaste a nadar sólo a medias. Y a fumar, a maquillarme o a inclinar el cuello de modo adorable.

Pero, aunque después se nos olvide, siempre soy yo la que gana. Nado feo pero con rabia. Deseando que te hundas en el fondo pringoso del pantano. He dejado de fumar. Mi marido piensa que convivir contigo debe de ser un coñazo. Te adelanto lo suficiente como para verte llegar como una reina. Eres tan perfecta que me desarmas. Tú me lo has enseñado todo, aunque sólo sea a medias. Yo soy fundamental para ti como un marco.

domingo, 7 de febrero de 2016

Selfie


Algo que me asombra de la fotografía es su espíritu de hechizo: que el clic sea una palabra mágica con la que encantar el mundo y congerlarlo como en los cuentos o los juegos infantiles. Ahí tienes tu foto: un trocito de historia a la orilla del tiempo, puesto a recaudo de los rápidos, las pirañas y los gusanos. Algo levemente inquietante como encontrar tus dientes de leche en una caja de cerillas. Antes o después, siempre termino prestando menos atención al instante salvado que a los que pudo tener por detrás y por delante. Me cuesta no dibujar en torno al beso cristalizado, la mirada de desconcierto que durará para siempre, las manos que se agarran sin fin a algo. Trato de desenganchar el momento quieto de las redes. De deshacer el encanto.

Quizás por eso me apacigua la fotografía del paisaje, sin animales, sin el exhibicionismo del objetivo macro: porque lo duradero viene ya de serie en lo fotografiado; porque el flujo que detienen esas fotos se mide a una escala indetectable por el ojo humano.

Y sin embargo, muchas veces me sorprendo queriendo congelarme. Seguro que a ti también te pasa lo de pensar ojalá tuviera una cámara ahora mismo. Ojalá pudiera atrapar una pompa de jabón en una jaula, meter en una caja de cerillas este instante. Ojalá el acto atolondrado de levantarme al son de ¡las croquetas se enfrían! no disipe para siempre la visión de mis piernas en alto, apoyadas en la puerta abierta de un coche. ¿Puedo guardar también esto? ¿Me dirá algo significativo esta foto de aquí a unos cuantos años?

Adoro refugiarme en mi coche cuando hace sol, pero también demasiado viento como para leer al aire libre. Me hace sentir una niña en un sótano o en su casita del árbol. Por el hueco de la puerta veo centellear el olivo con la luz minuciosa que trae el Poniente. Tréboles en el suelo. El estampado vegetal de mis mallas, no tan rococó como la porción de huerto que se intuye en tercer plano. Me parapeto tras un sombrero de paja porque ando un poco obsesionada con la perfidia de las radiaciones solares. Tengo el libro que se ha adueñado de mi voluntad en el regazo. Llevo todo la mañana leyendo a contrarreloj, porque mi madre lo sacó de la biblioteca, ella me lo ha pasado como un camello, y yo no puedo llevármelo a Granada esta tarde. No he hecho sentadillas ni flexiones, no me he duchado, no la estoy ayudando en la cocina. Leo con apremio porque mi vida me acosa, y yo quiero que se interrumpa un instante para zambullirme en otra historia.

Y a la vez quisiera hacer clic justo ahora para que la dicha de mi propia historia dure.

viernes, 5 de febrero de 2016

Romería de andar por casa

 
En mi memoria el lugar tiene más pinos, y no sé si esos pinos fantasma ardieron con fuego auténtico – algo que podría aplicarse a algunos amores –, o es que en realidad no existieron nunca. Entonces la naturaleza era sólo un telón mal pintado en la obra teatral de la adolescencia, y a lo mejor unos pocos árboles castigados por el viento o incendios recurrentes bastaban para montar un concepto. Tres pinos tristes: el bosque. Cuatro amigas con las muelas picadas de romanticismo: el resto de la vida.

A lo mejor es que el lugar bullía simplemente en la romería de San Isidro, y había demasiados coches y tiendas de campaña, vasos de plástico con culos de sangría caliente, restos de comida y moscas, como para hacerse una idea cabal del paisaje. Si a los dieciséis años eso te interesa de veras es que algo se ha estropeado precozmente en tu alma: o tu madre es una bruja posesiva o con nueve años te toqueteó un primo. A mí no me pasó ni lo uno ni lo otro, así que nunca presté una atención desmedida a los pinos. Sólo me preocupaba encontrar un equilibrio entre el horror de ser mirada y las ganas de eso mismo, un consenso entre mi sensación de estar fuera de lugar y lo que la gente consideraba divertido.

Hoy todo eso está saludablemente superado. Hace uno de esos días de cielo denso que ladra mucho y no muerde. El Levante te da empujones según por donde ataques la falda de la sierra. Curva a la derecha: puñetazo en la barriga; curva a la izquierda: quizás la siguiente racha me lance a volar como una cometa. Es bastante divertido si te apartas de los taludes. Hay tanta piedra rojiza como en Marte, los espartos y palmitos se distribuyen según un patrón de lo más elegante. Hay tres pinos tristes y castigados. El decorado que fue la naturaleza se ha incorporado a mis pulmones, a mis rodillas y a mi sangre.

Quizás hayan pasado veinte años desde la última romería a la que vine creyendo que iba a divertirme. Hoy el lugar sólo bulle de viento y hambre de lluvia. La desnudez de la montaña intimida como la de una supermodelo en las revistas, pero aquí abajo el paisaje tiene una cualidad doméstica. Como no se ve a nadie nos lo apropiamos. Mi padre se prueba cuesta arriba con paso cauto pero sostenido. Jose acaricia a una gata que se nos ha pegado y que probablemente guarde en sus células genes monteses. Veo a mi madre intentando llegar hasta el final de una tirolina para niños, pero no parece haber modo de que la plataforma sobre la que está sentada avance mucho más allá del punto medio. Luce una postura tan estilosa que parece una sirena varada. Mi hermana tiene un par de brazos prodigiosos y otro de ovarios, y acaba de trepar sin apenas creerlo la barra de un castillo de madera, riendo como un bombero borracho. Yo me columpio, y no recordaba que fuera un asunto tan excitante, que el vértigo de salir despedida le diera la mano a la alegría de ser casi pájaro.

Pasa todo esto en este lugar vacío y ventoso en el que por fin presto atención a tres pinos tristes y heroicos, y donde por fin sé divertirme tanto.

lunes, 1 de febrero de 2016

Shake it off

 
Supongo que todos fanfarroneamos a costa de algo. Tú presumes de que eres capaz de masticar una cabeza de ajos sin que un rayo te parta el duodeno. Ese de ahí duerme cada noche cuatro horas y míralo, tan fresco. Mis compañeros de trabajo no se ponen abrigo ni cuando enero viene homicida. Aquel te cuenta toooodo lo que hace antes primer café del día. Cuando estuvo en Vietnam tu cuñado comió rata y perro. A mí los terremotos me gustan.

Algo bastante inconfensable se remueve en mis tripas cada vez que uno de ellos abre las noticias. Ojo, uno de los cordiales, de esos que sólo asustan. Una especie de leve excitación escabrosa. No es una cosa que puedas decir durante la comida. Ves latas de tomate saltando en los supermercados, el vídeo casero con el chachachá de la lámpara, a lo mejor hasta la grietecita en medio de una autopista, y a duras penas reprimes un ay, yo también quiero.

Y no es que no lo haya vivido y que nunca haya pasado ese miedo. La primera vez fue hace unos quince años. Intentaba quedarme dormida en mi cama de estudiante cuando la convulsión geológica hizo su entrada triunfal en mi vida. La puerta de mi habitación estaba abierta y, desde donde estaba, pude ver cómo ondulaba el pasillo. Como si estuviera a punto de aparecer un surfista. Jesús, me quedé petrificada. Si hubiera habido una réplica más fuerte el armario me hubiera planchado. Fue como si el demonio hubiera ligado conmigo usando las palabras más persuasivas.

Desde entonces he estado esperando en secreto. Y ayer, por fin, la cama volvió a moverse, muy suavecita; las puertas correderas y las contraventanas batieron, y primero pensé que era un golpe de aire, y después que no, que la tarde estaba perfectamente en calma, y que sólo podía ser aquello. Al acabar, las cosas se quedaron el triple de quietas. Todo lo posado sobre el suelo contuvo la respiración. Y cuando me puse a hacer palmas, el que compartía siesta conmigo me miró como si me hubiera transformado en mantis. Desde el quicio de la puerta adonde fue a refugiarse.

A lo mejor ahora, cada vez que me acueste, sienta una punta de nostalgia. Al dormirme fantasearé que me vuelvo una yonqui del temblor. Soñaré que voy a buscarlo a Chile, a California o al Tíbet. Querré volver a estar a merced de la tierra. Notar que lo mineral también tiene sus ansias. Ser testigo de la elocuencia sentimental del planeta.