Era grandote, un poco cargado de hombros,
y a mi amiga le daba morbo su ojo díscolo.
Cada vez que entraba en clase ella chupaba el boli, y yo ponía una
cara como si la estuviera viendo masticar caracoles crudos. Nuestra
costumbre de ser adolescente nos impedía reconocer que a mí también
pudiera gustarme un poquito. Ella se caldeaba con hombres que podían
ser sus padrinos. A mí, que era carnosa, de risa fácil y palabra
corta, me gustaban mis contrarios: nocturnos, antipáticos y
huesudos.
Pero aunque siguiera el juego de no darle
la razón a mi amiga, lo cierto era que aquel profesor me gustaba.
Estaba ahí enfrente, hablaba de manera inteligible y sugestiva, y
con eso tan simple bastaba. Su acento granadino era delicado, casi
aristocrático, como si en la lengua tuviera un carmen. Abría
ventanas en asuntos que a primera vista parecían obtusos. Desbrozaba
campos enrevesados. Hacía comprensible lo oscuro e interesante lo
acartonado. Era como la savia circulando por madera muerta: al paso
de sus palabras, el Derecho revivía.
No me dejó más huella que la confianza
de que incluso allí, en la Universidad adulterada y prosaica, el
lenguaje era todavía importante. Que aún había posibilidad de
aprender algo. Entre tanto vómito de conocimiento especulativo,
fórmulas intangibles, discursos enlatados; a pesar de la mediocridad
y el sopor sistematizados, había un atisbo de esperanza, un salvador
zarandeo en una siesta de la que casi nunca terminabas de
despertarte.
Pero no recuerdo ni una de sus
enseñanzas. Me gustaría poder declarar de vez en cuando “como
decía el profesor Serrano...” Corroborar de esa forma la certeza
de que, entre tanto docente perfectamente olvidable y hasta digno de
denuncia, él sí que fue importante. Yo entonces era casi
impermeable. Estaba patológicamente atenta a mi corazón y a la
busca de nichos vitales. Mi cháchara interna me volvía medio sorda
al mundo. Vivía en una dimensión epidérmica: lo que no era yo me
resbalaba o me deslumbraba. Pero pocas cosas reales conseguían
penetrar en mí y alimentarme. Era dócil y tímida como los
animales.
Y ahora que mi profesor ha muerto, pienso
que cada vez que desaparece alguien a quien conociste de soslayo se
forma una arruga en tu vida, un repliegue en la alfombra que pisas
adonde van a enterrarse para siempre algunas de tus existencias
alternativas. Lo vi paseando una vez por mi barrio con un niño de la
mano, mirando los dos la copa de los árboles, y me dije: “ahí va
un hombre brillante”. Y también “ojalá hubiera estado yo
entonces más despierta como para interactuar con esa luz y no
deslumbrarme”. Ya no hay manera de que sus palabras, como al
Derecho, me revivan.
"Al paso de sus palabras, el Derecho revivía". Me gusta.
ResponderEliminarMe hubiera gustado el profesor Serrano.
No existio en mi vida maestro que dejara su huella
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