miércoles, 7 de octubre de 2015

Pequeñas lealtades


Salgo del gimnasio, me encajo los auriculares y hago el camino a mi casa escuchando una soberbia lista de Spotify que voy confeccionando a salto de mata con canciones que de repente me incendian la linfa. Y entonces, en medio de mi arrebato, me pregunto si no estaré siendo desleal con I., vaya una tontería.

Porque yo a I. no lo conozco de nada. Ni él me conoce a mí, aunque me diga cosas bonitas. Cosas que me dan ganas de casarme con él para que todo el mundo diga mira, la lagarta, cómo oposita a viuda alegre. Cosas como que me muevo como un junco chino. Cosas como que mi ambigüedad física es la esperanza de un tiempo nuevo. Yo no me lo tomo como algo personal. I. tiene el aspecto de un sacerdote sumerio y de vez en cuando entra en trance. Es poseído por la lírica. Yo lo escucho atentamente, y la historia universal de la poesía me salpica la ropa de sudar. Lo adoro, pero no porque me diga cosas bonitas, sino porque cualquiera en su sano juicio diría que son chifladuras. I. enrosca sus piernas como un pretzel en un rincón del gimnasio que supura vanidad. I. se mueve como un huevo en agua hirviendo en la clase de danza del vientre. I. dice y hace lo que quiere por encima de roles, vergüenza y reglas de urbanidad.

Hace unos días se mostró un poquito orgulloso de mí. Me vio consultando el móvil y, con modales de señor con chistera, me advirtió de sus peligros. Me dijo: fíjate en todos estos muchachos jóvenes y hermosos que no saben ni mirarse a los ojos por culpa de las pantallas. No hagas tú lo mismo. Yo le enseñé mi pantalla: la fotografía de una tabla de ejercicios con fit ball. Su alivio se dibujó en el aire como la sonrisa del gato de Chesire. No me estaba comunicando a tontas y a locas. No había abandonado mi atención a las cosas del mundo. Enhorabuena, me dijo.

Y ahora voy por media ciudad con las orejas llenas de droga. El chirriar de las ruedas se amortigua, la gente deja de importarme. Camino de modo automático, cambiando la realidad por cromos musicales exuberantes. Escucho canciones, y a la vez pienso en I. y en las pequeñas lealtades. Personajes accidentales de tu historia a los que te dolería defraudar aunque fuera en dosis ínfimas. No quisieras que tu panadero habitual te viera pasar por la calle con un tipo de barra que él no vende. Coger un ascensor distinto a aquel que compartes a diario con el mismo perfecto desconocido. Yo no quisiera que I. me viese con mis auriculares, desconectando de la coreografía de la calle.

Y, sin embargo, también creo que si me viera sabría darse cuenta de algo. Reconocería mi arrebato. Olería mi alegría de agallas rojas enganchada al anzuelo de la música. Entendería todo ese amor sin objeto que me invade. Encontraría alguna cosa bonita que decirme. Enhorabuena, creo que diría.

8 comentarios:

  1. Si alguien sabe seguir conectado al mundo eres tú mi querida tita S, si él sabe mirar lo sabrá. Sin duda.
    (la canción me ha encantado)

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    1. Mira como si supieras que en octavo te hiciste una fisura en una costilla al caerte en el recreo. Es un señor mayor de otro tiempo.

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  2. Qué bien cuenta usted (: Enorme mi curiosidad por la soberbia lista de Spotify.

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    1. Cómo me gustaría no ser una semianalfabeta y poner un enlace aquí en los comentarios a esa lista. Si pones "shazameando" en el buscador de Spoti, ¿se encontrará?

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  3. Parece que I. hace lo que siente, lo que el instinto le pide en cada momento, a pesar del resto del mundo. Si tú también lo estabas haciendo, si al escuchar música eres auténtica contigo a pesar de todos (a pesar de I. también) creo que no desmereces la Enhorabuena.

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    1. Yo creo que la música siempre me redobla y me saca de mí misma. Tal vez no a esta calle de aquí, sino a ciento veinte mil calles y lugares distintos a la vez. Algo así.

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  4. El anzuelo de la música, sí señor. Un anzuelo que puede cambiar vidas.

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    1. Y eso sí que es un anzuelo para imaginar alguna historia.

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