Él se mueve lento y conmovido. Yo voy a
ráfagas por la habitación, furiosa. Él revisa y hojea, pidiendo
permiso con la mirada para meter la nariz en mis cosas. Yo simplemente arraso. No hay necesidad de licencia: toda esa cantidad inmunda
de papel dejó hace mucho tiempo de ser mía. Si es que alguna vez lo fue.
¿Y no te da pena tirar todo esto
lleno de tu letra inocente?, me dice. Pasa folios como si
llevara puestos suaves guantes blancos. Se para en fórmulas que en
absoluto van a expresar la realidad de un pasado mío que él no ha
conocido. El papel reciclado es naturalmente opaco, carente del
brillo satinado de la esperanza. Yo no tenía de eso en el tiempo en
que los inflaba de parloteo y matemática. Yo no me daba cuenta de
nada. No era consciente de que día tras día de clase, folio sobre
folio, se estaba consumando una monstruosidad de papel inútil. No
había inocencia en mi letra. Yo era cómplice con mi apatía.
Así que no, no me da pena para nada.
Haría una pira con cinco años de apuntes en una esquina de la
parcela si no fuera porque los ojos del Infoca me vigilan. Algunos
papeles se deslizan fuera de sus carpetas como tripas de un vientre
abierto. Un charco de tinta de colores. Me ensaño con el
cadáver: le doy una patada a un montón que me llega hasta la
rodilla. Eres muy bruta y muy anormal, me dice, iba a
bajarlos al coche ahora mismo. Pero no soy anormal. Soy
vengativa.
Y esta es mi venganza: repudiar con una
alegría salvaje lo poco que ha quedado de una época. Tirarlo por la
borda sin una oración ni un cordial gesto de despedida. Si llego a
saber el placer que iba a procurarme, lo hubiera hecho antes. Una
pasión rencorosa es mejor que este monumento a la indolencia, a la
entraña vacía. Meses y meses rellenando folios con palabras
anónimas. Discursos que circulaban de un cuerpo humano a otro sin
ningún tipo de metabolismo: de un libro a la boca de un profesor, a
mi oído, a mi mano, a mi memoria a corto plazo, y de ahí de nuevo a
mi mano, excretando en cada examen un zurullo de conocimiento
intacto.
No incorporé nada a mi carne. No pensé
nada de aquello. No me planteé si lo que hacía era de
provecho. Me limité a seguir la inercia estudiosa de mis días. Y
ahora no es el tiempo pasado lo que provoca mi ira, sino el tiempo
mal empleado. Una fortuna de vida joven dilapidada en bagatelas que
no nutrieron mi conciencia mejor de lo que habría hecho la
contemplación de las nubes. Ninguna fórmula contenida en ese
despropósito de folios resume mejor lo que yo era que el conjunto
completo, tres cargas de papel sucio metidas en el maletero.
Andad con viesto fresco a convertiros en bolsas de Zara. |
Siempre me pareció que rellenabas demasiados folios, con esa letra pulcra y menuda que tenías (la reconocería entre cien). De ahí en callo en tu dedo corazón.
ResponderEliminarYo no rellenaba folios. No había voluntad ninguna de por medio. Transcripciones literales, simplemente. Demasiado, por supuesto.
Eliminar¡Qué clarividencia, chica! No había hecho yo un resumen tan racional de mi tiempo perdido en el paseo universitario hasta que he leído el post y eso que no me pesa, porque de alguna forma fue como saldar una deuda que tenía conmigo misma.
ResponderEliminarA mí sí me pesa, porque no consideré nunca que pudiera haber otro modo u otro camino, que tuviera por ahí escondida alguna otra deuda más urgente.
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