- Calor
- Piel desnuda y encantada de conocerse
- Feliz catatonia marina
- Rastreo de territorios verdes
- Jazmines
Es la aritmética simple del verano. Me encantan las
fórmulas comprensibles.
Y luego está el asunto de los aguiluchos. Mi
guardia pretoriana de lectores, exigua pero leal, sabe de qué hablo. Si pasas
por aquí de pasada, puedo resumirlo para ti con parquedad matemática. Estar
pendiente de la odisea vital del Circus pygargus es igual al sumatorio
de
- Tueste albañil
- Horas pegada a los prismáticos = marcas
de oso panda en los ojos + compresión de cervicales + músculo ganado en pectorales y hombros
- Delirium tremens = mosquitos en las orejas + mosquitos en fosas
nasales + picaduras de mosquitos en pescuezo, cuero cabelludo y otras latitudes
tan exóticas que dan ganas de aplaudirles (rabadilla, corvas) + En ocasiones
veo garrapatas
- Briznas de cereal hasta en las bragas
- Desconcierto
Porque la naturaleza nunca se comporta de modo
algebraico. Desconfiad de quien , como Pitágoras, haya dicho que todo está
lleno de números. O a lo mejor es que la percepción humana no ha alcanzando aún
el grado de desarrollo necesario para comprender los códigos de aleatoriedad y
variación sutil propios de las mecánicas vitales. El ojo quiere ver y el
cerebro quiere interpretar que esto es igual a eso más aquello, y que si se ve
A durante un determinado número de veces, entonces está pasando B,
inevitablemente. Y mientras ambos operan de esta forma, los pájaros vuelan en
picados y tirabuzones incomprensibles. Una cabecita temblona y fea asoma de un
huevo fuera de calendario. Un zorro o un jabalí gourmet se ata la
servilleta al cuello y empieza a afilar el cuchillo de sierra. Ese nido que,
tras una exploración del trigal que ni la de las fuentes del Nilo, iba a
recompensar tu dedicación con un espectáculo de suaves y torponas bolitas
blancas, lo encuentras vacío. Abandonado. Depredado. Limpio y mudo como la
huella de un platillo volante. Dramáticamente sucio.
Buscando una sombra y encontrándola sólo en tu
cabeza, escupiendo polvo y paja, espantando mosquitos de modo maníaco,
rascándote, oh, cielos, rascándote como si quisieras que manara sangre para
ponérselo fácil a los bichos, haces cálculos y no te salen las cuentas. ¿Tantas
horas y tanto esfuerzo para esto?
Entonces vuelves a pegarte los prismáticos a la
cara, porque sí, porque se han convertido en una prolongación de tus ojos, y
espiar la vida de lejos, en un gesto innato. Y observas que ese pájaro que
creías una hembra andrajosa y cansada ya de ponerse en celo, incubar huevos y
cebar pollos para dárselos a los zorros, es en realidad un pollo. Se parecen
bastante. Un nuevo pájaro que ha estado creciendo en la intimidad del trigal,
precozmente, escabulléndose travieso de tus fórmulas magistrales.
Y te das cuenta de que la naturaleza habla una matemática
pura con sólo dos cifras enteras: el cero de la muerte, el uno de la vida, y
entre ambas, un espectro de decimales que expresan su bendita varianza.
Claro que
vale la pena.
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