lunes, 1 de junio de 2015

Abono


Mis balcones dan a una cuesta que es una barricada para coches y un cuello de botella para el peatón. Una especie de molleja que tritura tipos humanos y los sirve de alimento a mi mirada. Veo un documental cada vez que me asomo: rituales de apareamiento, la tormenta química de la pubertad, la socialización de niños fuera del campo de visión de sus padres, las formas y edades del caminar. Chicos y maduritos ahumados dándose el lote, ciclistas kamikazes lanzándose cuesta abajo a todo trapo, madres primerizas que intentan domar las ruedas bravías del carrito en sentido contrario. El turista que baja encandilado a primera hora de la mañana sube a las nueve de la noche con unos cuantos años más. El trío de jubilados con pantalones de chándal y camisa te desafían a que adivines su edad. Una mujer que juró hace décadas no volver a usar tacón alto se pasea con los brazos enlazados a la espalda. Gente con monos de trabajo y gente endomingada.

Veo trastornados de varios tipos: el que brama andanadas contra Franco y Carrillo. El que baja un escalón de izquierda a derecha y el siguiente de derecha a izquierda. El que anda a saltitos como un gorrión. El que se para contra la tapia del parque, arranca una mala hierba que brota entre las mellas del empedrado y se marcha con la frente bien alta. Si no fuera tímida le pediría que por favor no lo hiciera más.

Las malas hierbas me chiflan. Son la resistencia francesa en ciudades y campos. Una isla de inutilidad en un mundo ordenado. Eso es lo que parece a simple vista. A lo mejor son el barrio de un tipo muy concreto de bicho. Para mí son un rastro. Las miro desde mi balcón, sólo un poco más agrestes que estos cactus míos con complejo de liana. Matas todavía verdes que en un par de meses serán puro fotograma del verano. Están ahí porque queda un vestigio de tierra olvidada por el urbanismo.

Una tierra que es un libro de historia. Quisiera coger un poco de ella en una cucharilla y ser capaz de analizarla. Por aquí arena de aluvión del río. Minerales de esquisto arrastrados desde las faldas de Sierra Nevada por la Acequia Gorda. Polen de ciprés. Un fragmento de grano de trigo. Una esquirla de hueso. Un trocito mínimo de perdigón.

Veo esa tierra en mi microscopio imaginario y trato de calcular los espesores que hay aquí debajo. Lo que sin saberlo vamos pisando a diario. Documentales subterráneos. Escribo sobre mi cama que está sobre otro piso, y sobre un par de niveles de garaje, y sobre unas tierras que fueron vecinas de un cuartel, de un molino harinero, de unos campos. Y trato de visualizar esos otros paisajes y cuadros. Cuesta más tirar tabiques en la mente que en el mundo. Deshacer el hechizo del ahora mismo.

Siempre me pregunto si la vida que pasa por la cuesta se incorporará de alguna forma a la tierra. Si la hierba crecerá sobre nosotros. A nuestro pesar o gracias a nuestro abono.

1 comentario:

  1. Deberíamos pagar peaje por pasar por aquí.
    Me admira tu capacidad de observación y cómo lo describes después.
    Gracias.Un beso.

    ResponderEliminar