sábado, 31 de enero de 2015

Raíz y semillas


Mi madre tiene de siempre un talento especial para crear ambientes que atrapan. Fue ella la que colocó esta hamaca fabricada para el verano delante de la ventana de mi cuarto. Hasta entonces, este cuadradito con techo inclinado era poco más que una casilla de paso: de la playa a la paella; de la ropa de ciudad a los excesos de la sudadera; del monte a la siesta y del sueño a la vigilia. De poco servían el escritorio con su ordenador encima, ambos mercancías sobrantes de otras vidas, otras épocas de mi vida. De menos aún el armario de obra, lleno de trastos y apuntes inútiles que no me decido a tirar por pura y lamentable pereza. Esta habitación era casa más que hogar, pared más que abrigo. Sentada ahora en la hamaca, miro el hueco verde y azul que llena mi ventana, y me pregunto cómo he podido tardar tanto tiempo en tomar posesión de este espacio. O en dejar que me cazara.

No se ve lo que hay tras la ventana porque el vendaval lo emborronaba

He empleado en esta habitación los agujeros que han dejado en la mañana las tareas domésticas. Me siento, leo, escribo ahora, y sobre todo miro. Me figuro que soy un personaje de La montaña mágica. Alguien que observa un mundo al que no tiene acceso desde la terraza de un sanatorio alpino. Observo las nubes desquiciadas corriendo por el cielo como si fueran a perder el metro; las vinagreras tan pegadas a la tierra que parece que una mano mojada en saliva las haya estado repeinando; los árboles moviéndose como bacantes borrachas. El eucalipto es una diva: una soprano que sobreactúa más aún de lo que su profesión le permite. Podría pasarme las horas muertas admirando cómo se mueve cada una de sus ramas de forma independiente, exactamente como los flecos del vestido de una flapper. Y ya me estoy colando con los símiles.

Pero a veces tengo que recordarme que estoy mosqueada. Yo no debería estar aquí, si en algún lugar no tan imaginario existiera la justicia. Y por eso estudio los métodos de este viento que me ha reventado los planes, como un entrenador el juego de sus rivales. Otro símil. Es lo que tiene quedarse varada cuando cada músculo, cada neurona, cada gota de fluido empujaban por salir al campo. Cada vez que tirité de frío la semana pasada, que me aparté los prismáticos de los ojos irritados, que hice las cuentas de los kilómetros recorridos, me di ánimos pensando que pronto estaría usando por fin las piernas, medio de locomoción favorito. Iba a volver a un lugar que no he pisado en más de diez años, tiempo de sobra como para quedar a la altura de cualquier reino mítico. Pero es lo que tienen también las vocaciones agudas: que te obligan a manejar la frustración como puedas .

Y me doy cuenta de que puedo; claro que puedo. Ha salido el sol después de una mañana en la que parecía que una compañía aficionada de teatro estuviera tirando cubos de agua sin mesura ninguna al escenario. El eucalipto sigue con su película: hay momentos en que se queda parado y el cielo que lo rodea parece una del Oeste. Y al instante vuelve otra vez a desmelenarse, y yo veo en él cualquier drama: un abandono, una pareja que se despide para siempre en un andén en blanco y negro, Marlon Brando haciendo de romano intenso. En el libro que acabo de abrir al azar en el e-book leo esto:


He meditado sobre la evidente obsesión de todo vegetal clavado en el suelo por naturaleza. ¿Cómo asegurar la dispersión de las semillas? La explosión, las alas, el fruto suculento que transporta el estómago humano, las simientes con garfios que se agarran al pelo de las ovejas, a la ropa de los pastores, todos esos procedimientos fueron inventados para desafiar la maldición del arraigo (Celebraciones. Michel Tournier)


Y me consuelo pensando que yo también tengo mis métodos.

miércoles, 28 de enero de 2015

El color de la carne abierta

 
No parecía haber nada que no estuviera teñido de rojo. Las fachadas de las casas que había entregado el Director con una sonrisa demasiado ancha y un apretón de manos flojo desistieron rápidamente de quedarse blancas. Los postes del cableado eran rojos como si quisieran llegar a eucaliptos. Las mismas hojas de los árboles. Las calles inventadas sobre un plano eran rojas como las arterias. El polvo que se posaba con delicadeza perversa en los cristales recién limpios. El hueco de las cerraduras y los lavabos. Las sábanas se teñían impúdicamente de rojo. Las camisetas de lana de los bebés y de los hombres. El ajuar guardado en baúles antes de que la novia cambiara de casa. Los gatos y los gorriones. El agua tan pura de la Sierra se coloreaba de rojo en los vasos. Las fichas de dominó y los naipes, las cartillas de caligrafía y la biblia del cura, la mascarilla del practicante. En la casa del ingeniero un poso rojo manchaba la porcelana de un modo que causaba bochorno.

Dientes y ojos parecían moldeados en arcilla si su dueño se paraba en la sombra. El fondo de la nariz se volvía rojo. El moco y el sudor, las lágrimas corriendo como una rambla del desierto por las mejillas. La vida que allí se vivía era roja, y ese era el color del polvo y del hierro, no el de las pasiones.

En invierno uno casi creía que el viento rojo iba a calentarle los huesos. Los niños amaban enero, pese a los sabañones y la pelusa áspera de la bufanda. Cuando nevaba no ponían peros para salir a la escuela corriendo: todavía quedaban retales de blanco que las botas de los mineros no habían ensuciado. Mucho más temprano, sus padres atravesaban el umbral de la casa estremecidos por la pureza. Por un instante el mundo dejaba de ser del color de las vísceras, y ellos se iban silbando al tajo como si la posibilidad de una vida algo menos cruenta los estuviese esperando. Era una especie de primavera a destiempo. Todo se veía intacto y tranquilo, antes de que despertaran los taladros, los cartuchos de dinamita y las vagonetas. Pero la nieve no tenía otra vocación que la de ensuciarse. A media mañana parecía como si un tísico hubiera inundado las calles de escupitajos.

El verano era un país marciano. Los días demasiado largos, un polvo que abrasaba la garganta, la atmósfera irrespirable. El sol quemaba doblemente y los sobacos criaban barro. El médico calculaba los meses que le quedaban aún antes de poder abrir consulta en otro sitio con lo ahorrado. El perito recordaba una y otra vez a su esposa lo generoso que era su sueldo.

¿Y qué podían pensar los mineros? Algunos habían nacido y crecido allí, y para ellos las cosas no se teñían con el polvo férrico. No se volvían rojas como una forma de condena, como si en un mundo ideal pudieran ser de otra forma. En el poblado había una escuela, un economato y un casino, una iglesia y un centro médico. La novia, las entrañas de la tierra donde se dejaban los días, el cementerio. Rojo era como habían conocido el mundo y en rojo es como siempre vivieron.

Poblado minero de Alquife
Me hubiera gustado capturar yo misma el rojo, pero esta buena gente me ha echado un cablecito.


domingo, 25 de enero de 2015

Tu versión del paraíso

 
Por amor y por lealtad me salté el juramento de que jamás volvería a tragarme una misa. Y en la iglesia, paseando la mirada por todas las redondeces sospechosas del retablo, por los dorados un poco libertinos de más, un poco ávidos, me acordé de lo que escribía la amiga Laura sobre su incapacidad para entender el discurso de un cura. Me vi terca como ella, empeñada en permanecer atenta a unos textos tan presumidos que parecían al margen del deber de ser persuasivos. Vi casi a cámara lenta como la escucha amable a la que me había obligado pegaba un patinazo y se quedaba ahí tirada, en el suelo frío, abandonada bajo uno de esos bancos en los que de manera escalofriante aún se arrodilla gente vieja.

Reboté, como Laura, como tantos otros, contra el pellejo impermeable de los textos sagrados. Me volvió a noquear el autismo de la Biblia. Y así habría seguido, arrugada y furiosa, jurando que jamás, J-A-M-Á-S, volvería a poner los pies en una iglesia, convencida de que el único templo que respeto es el suelo en el que brotan hierbas y setas, si la palabra paraíso no hubiera venido a rescatarme.

Confieso que me chocó escuchar una palabra que creía marginada al ámbito de los clubes de carretera, escrita en letras de neón tristes. A bocadillerías en lugares de veraneo que se quedan vacíos en invierno. Pensé que ya no se llevaba mucho en la retórica de la Iglesia. No me preguntéis por qué, si los trending topic de la doctrina no son mi fuerte. Pero de pronto el Paraíso me pareció una cosa muy naíf, una representación cándida y tosca como los muñequitos de grandes ojos almendrados y piernecitas cortas de los capiteles románicos. Una promesa de plastilina. Seguid esperando el Paraíso. Y de fondo, una musiquilla de anuncio cutre de radio. Me pareció que al mismo cura le dio un poquito de vergüenza anunciarlo.

Y ya que estaba allí y que de alguna manera había que pasar el rato, me dio por pensar que un Paraíso pregonado en abstracto es un timo muy grande, una torpe maniobra del marketing religioso. Quién quiere pasarse la eternidad en el regazo de Dios, apiñado como una camada de perritos con infinitos entes etéreos perfectamente desconocidos. Pensé que hasta la agencia de publicistas más modestita podría ofertar una estrategia basada en la premisa de un edén íntimo. Automontable como un armario de Ikea. Personalizado hasta el delirio. Imaginé a los funcionarios del Cielo adjudicando a cada difunto una parcelita, dejándole manejarse como un concursante de MasterChef a la caza de ingredientes en los Grandes Almacenes Infinitos.

Pensé que el hombre que acababa de morir andaría atareado en ese momento levantando su conmovedor y modesto Paraíso, mientras los vivos nos quedábamos tristes y perdidos: él circulando sin ahogo en una bicicleta eterna por caminos sin escarcha. Él en bañador con su bebé tan blanco haciéndole claqué sobre la barriga. Silbando al pintar las paredes de su casa sin dejar caer ni una gota. Limpiando un montón de alcachofas recién cosechadas de un huerto que nunca volverá a saber del invierno. Chapurreando holandés con ángeles veraneantes y preparando los cafés más fastuosos del Cielo.

Mientras el cura seguía leyendo sin que una convicción bárbara lo inflamara, yo imaginé otras versiones particulares de paraíso. Este y sus padres siempre fuertes y sanos. Aquel con sus infinitos campeonatos del Barça. Aquella, la semana que pasó en un balneario, expandida por todos los recovecos de lo eterno. Yo con un maravilloso libro que nunca se acaba, iluminada por una luz verde de árboles, sin humo de coches ni ruido. Siempre riéndome con alguien, siempre llegando a pie a todas las historias y a todos los paisajes.

Si me vendieran así el paraíso, quizás podría revisar el juramento de no volver a escuchar una misa.

jueves, 22 de enero de 2015

Prefiero los ventanales

 
Es verdad que el edificio tiene una noción macabra del confort térmico, y que en una hora puedes pasar de abstenerte de hacer pipí por miedo a bajarte los pantalones, a cocerte en tu propio jugo. Es verdad que se construyó en la época en que los hombres llevaban bigote; las mujeres, combinación; las policías, uniformes grises, y la arquitectura bioclimática no se llevaba en absoluto.

Es verdad que rozar un armario, el picaporte de una ventana o el hombro de un compañero es arriesgarte a recibir un chispazo, y que ese panorama exacerbado de electricidad estática te convierte en una criatura temblorosa.

Es verdad que los fantasmas del amianto están por todos partes.

Es verdad que la escalera de incendios tiene la pinta de crujir como un puente colgante sobre el río Urubamba, y que por alguna razón perversa que se me escapa, acaba con cierto humor negro en la segunda planta .

Es verdad que el garaje es una ratonera, y que uno aparca conteniendo el coche como una damisela sus faldas, vaya a ser que las quince plantas que tiene sobre su cabeza se sostengan en ese pilar que parece un mondadientes mordisqueado.

Es verdad que hay catacumbas. Verdad, verdadera. Yo las he visto. Quiero armar una expedición en busca de las criaturas antediluvianas que han logrado adaptarse a ese ecosistema.

Y también es verdad que el edificio poco inteligente en el que últimamente trabajo tiene unos ventanales que no tenía el lugar desde el que nos mudaron. Puedo levantar la vista del ordenador, el culo de la silla, y encontrarme con el cielo y la calle, en vez de con el aislado reino de la burocracia. Puedo convertirme en el gato que mira desde el alféizar las trayectorias de todos los vecinos del barrio. Ser una especie de entomóloga especializada en el bicho humano. 

Me asomo a la ventana para que un aire de nevera me consuele el ardor de la cara, y contemplo las idas y venidas de la gente, todo ese despliegue de energía que sabe dios en qué se transforma.

Veo el espectáculo que nunca se agota del cielo cambiando de colores. 


Ya está la tonta de los cielos.
  
Una mujer en bata que antes de que amanezca ya sacude calcetines, y que se queda parada un instante como si se le hubiera ocurrido un poema.

Futuros médicos charlando de lo que charlan los veinteañeros en la puerta de una facultad cualquiera, muy jóvenes todavía para juntar todas las piezas del puzzle que están estudiando y adivinar que la vida es una cosa breve y seria.

Una niña con zapatillas fucsia que por la avenida saturada de coches anda sola y brava al colegio.

Antenas de televisión ensartando el cielo como si fueran brochetas.

El frutero que en su escaparate compone cuadros puntillistas con mangos, naranjas y peras.

La columna barroca de humo de la fábrica de cervezas, subiendo, desmayándose, adelgazando, engordando como una sanguijuela. Me quedo embobada con su danza. Es como si hablara, como si estuviera revelando un credo.

Todas esas menudencias de la vida ensimismada que añoraré cuando sea un fantasma. 
 
Cuando no esté yo para apuntarlas en este improvisado cuaderno de campo.


martes, 20 de enero de 2015

Pegar unas cosas con otras es bonito


Y entonces paré un instante, y me pregunté qué carajo estaba haciendo.

Podría colocar esta frase delante de la narración de muchos momentos de mi vida. Cuando una fuerza más poderosa que la de la voluntad me puso a hacer cosas que de repente pillaron en falso a mi raciocinio. Pudo ser la inercia, claro, pero también otros impulsos que no por maquinales tuvieron que ser necesariamente malos.

Ayer volvió a pasarme eso mismo. Tenía la mesa del salón salpicada de piececitas de cartón ondulado y los dedos pringados de pegamento. El ordenador vertía con dulzura toda la congoja un poco distópica de esta canción * que podría escuchar ciento veinte veces seguidas si no me mutilara por dentro. Y esa combinación, el escenario de guardería, la tristeza machacona de la batería y los acordes de piano cadenciosos como una campana tocando a muerto, me pareció de repente de lo más extraña. Un maridaje complicado.

Pero consiguió que saliera de mi concentración automáta yque mirara desde fuera lo que llevaba haciendo un buen rato. Ni más ni menos que montar un soldadito de cartón que compré en forma de kit en una tienda de monerías. Miré a mi alrededor como esperando encontrar algún niño que me sirviera de excusa. Hubiera sido sólo un poco más raro dar con él que entender a qué estaba dedicando las últimas horas potables de un domingo.

Porque yo no hago manualidades. Nunca. Salvo que se consideren como tales la cocina y mis asuntillos en torno al teclado. No tengo arte ni tiempo ni espacio para llenar mi casa de chismes autofabricados. Pero ahí estaba yo, viéndomelas con mi proverbial torpeza, ensimismada en algo que no forma parte de mi esfera de intereses y que no tiene nada que ver conmigo. Del ramillete de opciones en las que emplear amablemente mi tiempo, ésa era el farolillo rojo. Pero el caso es que mientras ejecutaba esa acción tan gratuita, no miré el reloj, no me dispersé con el móvil, no deseé estar haciendo ninguna otra cosa.

Los botones de su casaca no querían desprenderse de las yemas pegajosas de mis dedos. Tenía restos de cola en la frente. Mi tergiversación visual de la simetría daba mucho miedo. Y durante un cuarto de segundo se reeditaron todos mis complejos escolares. Mira que eres negada, Silvia, mira que tienes poca maña. Pero me olvidé inmediatamente de ellos, y si hubiera tenido material, habría seguido pegando malamente un millón más de piezas, sacando de mis manazas una bailarina, un hipopótamo, un cuerpo de bomberos. Una ciudad de cartón y una jungla .

Luego llegó Jose, y después de expresar de cien maneras distintas su extrañeza y su sorna, se me quedó mirando mientras yo seguía dándole al tubo de cola. Qué, le espeté a punto de pegar en mi propia cara el bigote de mi soldadito. Nada, estoy fijando este momento, me dijo. Quiero recordarte así dentro de mucho tiempo.

Y así fue como el acto de entregarme a algo que no tenía nada que ver conmigo ya no me pareció tan gratuito. Por fin entendía lo que había estado haciendo sin que mi voluntad o mi consciencia intervinieran: estaba jugando, y para ello no necesitaba definir un propósito o un sentido. Estaba poniéndome de nuevo en la casilla de inicio. 

Me llamo Román, y pienso a ligarme a la pava que está a mi vera.
 
* Lo sé, amiguitos del Feisbu: me repito más que el choto al ajillo.


sábado, 17 de enero de 2015

Echar una mano

 
Llevaba los zapatos de puntera larga de las bodas, y una chaqueta de cuero tipo aviador que podría haberle dado en otro contexto un aire enrollado. Quería vestirse bien para su primer trabajo. Aunque en realidad no tenía ni contrato. Tan sólo le echaba una mano a su primo, y quién sabe cómo era recompensado: pasta, algún porro, experiencias un poco más serias que el botellón de los sábados. Pero el trato debía de ser generoso. Nadie echa una mano en cosas así el primer día del año.

Tampoco es que tuviera que hacer mucho. Cuando tocaba, abría la puerta trasera del coche; ayudaba a cargar con el peso; se encargaba de las flores. Sobre todo estrechaba manos, y permanecía cerca de su primo en los momentos más escabrosos del curro. No se lo había dicho con palabras, pero sabía que él lo necesitaba a su lado. Que se sentía muchas veces como un médico dando una mierda de diagnóstico. Y ya que no hacía mucho más, procuraba hacerlo con esmero. Daba la mano como si a la otra persona fuera a servirle de algo. Poco a poco iba depurando la técnica: apretaba demostrando consuelo, más que un vigor inapropiado; miraba obligándose a creer que el que tenía enfrente podría ser su hermano. Lo hacía tan bien que a veces le afectaba. El puto método Stanislavski.

Y a veces le parecía que se estaba excediendo, y que si su primo lo pillaba con esa cara tan compungida, tal vez no volviera a llamarlo. Él procuraba ser más flemático. Compasivo sin aspavientos. Lo más neutro posible, aunque las mangas del traje le quedaran largas, y tuviera el aspecto de un niño que se pinta un bigote y se prueba la ropa de su padre. Podía escapársele un gallo, pero su rictus era profesional y educadamente empático. En esos momentos de emociones frágiles,decía, no era raro que un gesto se malinterpretara. Alguien podía pensar que poniendo esa cara de pena te estabas burlando. Alguien que se había mantenido sólido hasta entonces a lo mejor se derrumbaba. Y había que protegerse contra eso si querías conservar el trabajo.

Pero él todavía andaba en prácticas, y no había echado el cuero necesario. Claro: ese que lloraba al otro lado del cristal podía ser su amigo. Y este cuyo rostro nadie vería nunca más podría ser su padre. Sin duda de aquí a unos años le tocaría a él ver cómo un tío con cara de palo accionaba el horno crematorio. Quizás lo que le pagaba su primo no compensara tanto.

miércoles, 14 de enero de 2015

35´7 º


Despierto de madrugada en mi cuarto de una sola cama. No hace exactamente frío, sino esa humedad que se arrastra desde el mar tan cercano y que no respeta los refugios. Si me volviera del costado derecho, mi nariz podría tocar la pared, y casi creería que el rocío la ha puesto blanda. Dentro hay pocos muebles que sirvan de parapeto contra la meteorología. Fuera, tampoco edificios. Esta casa es semipermeable, y por esa y otras razones es por lo que me encanta. Hace de bisagra entre el hogar y la naturaleza.

Pero por más mantas que me eche encima, no se me va el escalofrío. Mi padre se espanta de que pueda soportar tanto peso. Yo a veces también, un poquito. Adoro las cosas ligeras: los edredones de plumas, los vestidos de verano con flores, el diente de león, las canciones de Devendra Banhart y los sorbetes de lima. Pero hay algo en este peso que me avasalla. Y que me cautiva. Me hace sentir acompañada. Aunque suene increíblemente idiota, a veces imagino que bajo las mantas me estoy convirtiendo en perla. Meto la cabeza en ellas y alrededor de mí creo una concha rugosa y áspera. Un abrigo de pastor. Un iglú.

Dentro de mi guarida, mi propio aliento es la calefacción. Sus paredes se humedecen igual que las de afuera. También aquí hay rocío. Soy una fuerza de la naturaleza. No sé por qué, pero el calor que libero bajo las mantas me afecta especialmente esta noche. No estoy despierta del todo, no tengo el metrónomo de la respiración de otro, no ladran los perros ni dan por saco los grillos. Estar muerta podría parecerse a esto y, sin embargo, quieta en mi cama, hundida bajo el peso de las mantas, me observo radicalmente viva. Mi respiración es un portento. El calor liberado por cada una de las fábricas diminutas que operan en mis células. El aguacate con atún de la cena, el yogur de oveja con miel, convertidos en esto: algo que ocurre también bajo los volcanes, en el mismo meollo del planeta.

Siento mi propio calor que me reconforta y me aplaca. Puedo confiar en él, pase lo que pase. Tenga suerte o no en el futuro, mis esperanzas se cumplan o no. Si los días se copian unos a otros, si cada uno viene con un guión distinto, poco importa: el portento se seguirá ejecutando.

Y todo lo demás es decoración.

domingo, 11 de enero de 2015

Un nuevo paisaje

 
Mi habitación de hotel daba a uno de esos espacios perdidos que son como cicatrices de acné en una cara de cuarenta años: huellas de una exuberancia mala, restos de la fiebre urbanizadora que hace unos años estuvo a punto de asolarnos el alma. He visto esas cicatrices en muchos otros lugares: una calle sin casas, farolas que no iluminan a nadie, conducciones y arquetas esperando patéticamente a que la vida se quiera arrimar hasta ellas. Pero donde yo me encontraba un erial es un apunte de selva; la hierba es un alarde y crece casi con ansia, y lo suburbano no hace tanto daño.

Desde mi habitación veía el revés de los paisajes que amo y un par de caballos rústicos, completamente ajenos al jaleo de las tres de la tarde de un viernes. Hasta en el filo de lo rural me perseguía el ruido del tráfico. Ellos iban a lo suyo, pastando en ese sitio tan bueno como cualquiera. Se veían medio raros en medio de aquella urbanización abortada, creando una burbuja de silencio en torno a ellos. Era como si el mundo a su alrededor fuera mucho más puro y más nuevo.

Veía también los montes desdibujados por las nubes del Levante, y estaban tan planos y traslúcidos, que parecían fotos reveladas sólo a medias. Ahí era donde cuando puedo ando bajo los árboles, y sueño que le pongo nombre a cada piedra, y me enamoro de cada helecho. No podía ver nada de eso desde la terraza de mi hotel vacío de historia. No podía concebir que esos montes que parecían recortables hayan sostenido mis pasos. Eso también era raro: contemplar desde la distancia lugares que están tan cerca de mí como mis pulmones. 
 
   
Fotogenia del amanecer en los hoteles


Y más raro que todo, más que la hierba reconquistando su espacio, y que los caballos tranquilos y los montes acartonados, era yo ahí en medio, en aquella habitación de hotel sin encanto, a punto de entrevistarme con personas de quien no conocía ni el rostro, en pos de las huellas de una mujer que murió hace más de diez años. Si me lo hubieran dicho allá por octubre no me lo hubiera creído. Yo tan timidota y tan comodona, convertida de pronto en periodista.

Pero es que a veces el año nuevo opera de formas extrañas, y a veces no hace ni falta hacer una lista de propósitos para que el cambio al que aspiras maquine casi a tu espalda. A veces una se descubre encarnando a personajes que no imaginaba que llevara dentro, y sintiéndose en casa habitando la piel más extraña. Como si cualquier parcela del extrarradio fuera buena para ir pastando. Como si no echaras de menos reconocer tu paisaje porque llevas dentro de ti su huella imborrable. Como si el mundo se hiciera adolescente a tu paso.

martes, 6 de enero de 2015

La vuelta al 2014 en doce post

El día 31 quería:

    -Comprar un solomillazo de ternera retinta para despedirme de la carne, al menos hasta lo que durase el impulso del nuevo año.

     -Meterme en el mar hasta las rodillas y jurar que en el 2015 no habrá agua fría que me impida darme otro baño.

     -Pintarme las uñas de los pies de azul turquesa. Cada cual tiene sus propios ritos de paso.

     -Publicar un resumen de lo que a lo largo del año moribundo fui perpetrando. Doce meses, doce post. Una bonita manera de tirar piedras sobre mi propio tejado.

Porque, ¿quién en su sano juicio iba a dejar de untar canapés o deshuesar uvas para meterse semejante ración de este blog? ¿Quién iba a tener cuerpo al día siguiente? Mi idea venía a ser a la escritura lo que la competición de saltos de esquí a la programación televisiva. Pero se me metió entre ceja y ceja. Porque nunca releo lo que escribo. Me da mucho pudor. Y antes de que se acabara el año quería desprenderme también de ese prejuicio. Era mi manera de interpretar lo de las bragas rojas.

Pero pasó lo que pasó, y ya no hubo solomillo, ni mar, ni pedicura ni recapitulación.

El 2014 ya es historia y se ha llevado consigo mucho más de lo que cabe en ninguna agenda, calendario o blog. Pero ahora que nos toca enfrentarnos a un tablero con posiciones inciertas, echarle un vistazo a lo que vi, sentí o manipulé a lo largo del año pasado me parece todavía más pertinente que en Nochevieja. Aunque el ejercicio sepa ya al turrón que sobra al final de las fiestas.


Ahí dejo el enlace a mis claves del año pasado. Entregaré un carnet de lector VIP al que complete los doce post antes de la Nochevieja venidera.

  • Enero: Durmiendo en los coches en estado puro. Un tipo de post celebratorio que me sale tan fácil que debería poner una fábrica y vivir del merchandasing.
  • Febrero:  mi eje de coordenadas es una casa con huerto desde la que se ve un trozo de mar. Una manera sencilla e inocua de construirse una identidad.
  • Marzo: leo esto y busco a mi vez un espejo para averiguar si de verdad  fui yo la que lo escribió. Debería arrimarle más ascuas a la ficción.
  • Abril:  o cómo ir aprendiendo a que el tiempo no duela.
  • Mayo:  el clímax del año. Lo tengo tan claro que todos los demás meses tienen envidia.
  • Junio:  o la inutilidad de la nostalgia. 
  • Julio: estar en la playa es dominar el arte de estar presente y, a la vez, desaparecer. A mí me sale bien. Y me encanta.
  • Agosto:  todo eso me sigue importando un carajo. 
  • Septiembre:  un compromiso: escribir al menos un post portugués cada año.
  • Octubre:  el que pueda que lo lea. Yo no. Demasiado dolor.
  • Noviembre: mi debilidad al lado de mi fuerza.
  • Diciembre:  cuando escribí el último post del 2014 no sabía que lo peor estaba aún por llegar. Y que íbamos acabar el año mucho más solos y maduros de como lo empezamos.

domingo, 4 de enero de 2015

Todos juntos otro año

 
Este cambio de año no se pareció a ninguno de los que haya vivido desde 1978.

Vi rosetas de fuegos artificiales abriéndose tímidamente en el cielo, como palomitas de maíz que se han puesto rancias. Escuché petardos y cohetes, y el contraste con el murmullo que me rodeaba me hizo pensar que acababa de despertar de un mal sueño. Por mucho que me restregara los ojos, la realidad que conozco no regresaba.

Vi mucha gente y nadie deseó feliz 2015. Muchos abrazos, pero ninguna copa de cava. Ni siquiera de sidra El Gaitero. Sólo algún botellín de agua, y vasitos sucios de un café incongruentemente dulce. No había manera de que el nudo bajara por la garganta.

Vi a un muerto. No podía creerlo. No me parecía verosímil. Me acordé de lo del Levántate y anda, y pensé que quien lo dijo andaba igual de perplejo como yo estaba en ese momento. Sólo los que iban con él creyeron que estaba obrando un milagro. Pensé también que mi muerto iba a levantarse. Que sólo estaba echándose la siestecita de antes de las uvas. Descruzaría las manos puestas sobre el regazo. Tan pálidas, tan quietecitas. Tampoco ese efecto sirvió para convencerme. En vida las tenía igual de blancas.

Estuve mucho rato a su lado. Mucho. Era mi primer muerto. Cuando hace tres años acudí al piso donde mi tía acababa de matarse, atravesé velozmente el pasillo hasta la habitación donde esperaba mi otra tía. La jueza y los hombres de la funeraria me hicieron de parapeto amable. Esta vez no quise mirar nada con el rabillo del ojo. Tampoco es que hiciera falta. Los muertos no dan ningún miedo. Ninguna aprensión por mi parte. Todo el mundo alrededor hablaba, hablaba, decía cosas horribles, cosas horriblemente vanas, y a mí empezó a asquearme el lenguaje. Aprendí un silencio muy hermoso cerca del hombre al que parecía darle apuro levantarse.

Tanta gente, tantas palabras inútiles, que deseé que mi fin sea el de un animalito silvestre. Me esconderé en una madriguera y esperaré hasta que en otoño salgan setas de mis cuencas. Pero también escuché muchas palabras sinceras. Bocas que decían qué hombre tan bueno con una convicción y una sorpresa como si esa fuera una cualidad de otro planeta. Deseé entonces esta otra versión de la muerte. Alguien que resuma mis días creyendo: qué persona tan buena. Volví a mirar su cara tranquila y sentí que me instaba a dejar de envidiar su silencio, a que me preocupara por aquellos que seguían hablando. Era un hombre tan dulce. Era tan, pero tan cariñoso y tan bueno.

Y luego, el primer día del año, vi un horno desmesurado, pero no vi nada de fuego. Supongo que por eso no sentí miedo. Agarraba el brazo de su hijo con una mano, tenía la mano de mi padre en la otra. Estábamos los tres tan juntos como puede estarse en la tierra. Había una tristeza infinita, pero también una especie de belleza. Los tres solos en un crematorio vacío, y una cantidad de amor que ninguna llama podrá reducir a cenizas.