Quiero saber muchas cosas.
Quiero saber qué tienen los pájaros en
sus ridículos cerebros para cruzar océanos y continentes con el
automatismo con que tú te agarras a la barra del metro. Quiero saber
qué apareamientos exactos se producen dentro de mi horno entre las
moléculas del agua, la levadura y la harina. Cómo encuentra mi dedo
índice las teclas de la n, la j y la k, sin confundirse ni hacerme
escribir chorradas como aviok, nardín o jilogramo. Quiero saber por
qué siempre que escucho una canción emocionante bostezo, o cómo
distingue un gato los pasos de su dueño de los del resto de vecinos
del bloque, al salir aquel del ascensor y avanzar por el descansillo.
Quiero saber tantas cosas que
probablemente tendría que borrar otras de mi cerebro para hacer algo
de hueco. Fuera el mecanismo de pintarme los labios. Fuera
Sarandonga/nos vamo a come/un arroz con bacalao, y ¿está
el enemigo?, que se ponga. Fuera por mi culpa, por mi culpa,
por mi gran culpa y la fecha de cumpleaños de a quien nunca le
interesó el mío. Fuera las caras de Bélmez y Liberia, capital
Monrovia. Cuando seas padre, comerás carne. Los seres vivos
nacen, crecen , se reproducen y mueren.
Y tendría que descartar hasta el
recuerdo de libros favoritos para colmar mis ganas de saber cómo se
traduce la realidad en fotos. Cómo puedo atrapar y guardar en mi
bolsillo desde una peca tuya al Mulhacén y el Veleta. Cómo pueden
compincharse mi cámara y mi móvil con ese tipo de coleccionismo
algo patológico. Qué diabluras hace la luz en las tripas de los
aparatos para darle de comer a mi feroz memoria. Por qué lo que ven
mis ojos no coincide exactamente con lo que ve el objetivo. Por qué
lo ve el objetivo coincide a veces, milagrosamente, con lo que ve mi
corazón.
Saco el móvil; retozo con él un poco
cuando ya no me quedan ganas de seguir leyendo ni de atender a mis
cuatro dedos gordos; encuentro esta foto. Recuerdo cuándo la tomé,
pero no haber visto exactamente eso de arriba: un cielo así de azul, una
hierba tan verde, la sombra tan esbelta, una luz hecha casi religión.
Mis retinas no estaban tan saturadas, o quizás la cercanía de los
otros sentidos – un ramalazo frío de brisa en la mejilla, el olor
de un charco enfangado, un pájaro desquiciado por tanto espacio –
contaminaba la pureza de la visión. Como si la imagen del móvil y
la que guardo en la memoria no fueran un mismo par de zapatos. Del
mismo modelo tal vez, pero de números distintos.
Lo curioso es que así son precisamente,
idealizadas y falaces, las copias de algunos paisajes que guarda mi
emoción. Y así es como siento los lugares con árboles: sentados en
el trono de un silencio regio que en el original no existía.
Apropiándose de la luz y derramándola a su alrededor como si
naciera de ellos mismos. Dándome a entender que no necesitan mi
mirada en absoluto.
Infinitas son las cosas que querríamos saber. Me divierte que algunas de las cuestiones más ¿sencillas? que te planteas me hayan puesto la interrogación a mí en estos dos o tres últimos días: los malditos apareamientos exactos entre las moléculas del agua, la levadura y la harina; todavía me río al imaginar la cara de boba que se me quedó, ante la puerta del horno, cuando creí que estaba asistiendo al espectuacular resultado de unos minibizcochos y empecé a verlos venirse abajo...
ResponderEliminarY esta mañana, cuando iba a echar un ratillo con los gatos de una amiga que ha salido de viaje y una gatita que vive en los alrededores de su casa y que enreda por las terrazas de la hermosa plaza de San Miguel Bajo ¡me ha reconocido! y se ha pegado a mí y me ha acompañado hasta entrar conmigo en la casa...Hacía meses que no la veía y siempre han sido sólo unos instantes para darle algo de comer ¿cómo entender eso?
Son sólo dos pequeñas interrogaciones coincidentes.
Si almacenáramos en la memoria las cosas de la misma manera en que lo almacenan las máquinas... seríamos máquinas. Es mejor olvidar cosas de cuando en cuando y... además, para almacenar las cosas, ya tenemos a las máquinas, que para eso las hemos inventado...
ResponderEliminarSaludos.