Natalia se pone nerviosa. Mira a su
marido en el espejo, y conteniendo una de esas blasfemias a las que tanto
se ha aficionado, le espeta apretando las muelas: Jorge,
empieza ya de una vez. Él sigue vacilando, sin saber muy bien
por dónde acercar la máquina a su cabeza. Tiene esa mueca de niño
atareado que, si Natalia se propusiera escribirla, entraría en la
lista de las veinte razones por las que se enamoró de él hace doce
años: 1. Brazos de estibador. 2. Esa manera pulcrísima de picar las
cebollas. 3. Las arrugas en la esquina del ojo cuando sonríe. 4. Se
inventa la letra de las canciones al cantar en la ducha. 5. No
ronca. 6. Siempre me incita a entrar en las tiendas y me trae prendas al probador sin quejarse. 7. No sabe disimular...
Natalia vuelve a comprobarlo. Él se
disculpa diciendo que hay poca luz. Su mujer achina los ojos. Ahí está de nuevo, la vieja sonrisa mordaz, puesta al
día y perfeccionada en los dos últimos meses. Venga, no me
jodas, que tampoco tienes que hacer una obra de arte. Hay
fastidio, hay rabia, hay cariño en su voz. El pobre Jorge, incapaz
de disimular que ya se está despidiendo. Transparente en su pena,
por más que insista en el dichoso lugar común de mantener la
entereza. Llora ya de una vez, quiere decirle siempre, cuando se
despiertan y se quedan un instante callados, como asegurándose de
que todo sigue en su sitio; cuando tumbada en el sofá le alisa la manta y le
trae zumo de naranja; cuando le aprieta la mano en las salas de
espera. Llora, coño, tambaléate, deja de ser un pilar, deja de
protegerme y de protegerte. Tampoco esta vez se lo dice. No
soportaría verlo morderse los labios, que empezara en silencio, con
aire agraviado.
Al fin y al cabo, ella también ha
querido que este fuera un acto de despedida. Es verdad que en el cuarto de baño hay poca
luz. Uno de los focos se ha fundido y Jorge va
a tener que cambiarlo. Él propuso que salieran a la terraza. Puso su
cojín favorito en uno de los sillones de mimbre; preparó el tubo de
crema solar y la limonada con hierbabuena que su estómago sí
que tolera. Pero Natalia quería mirarse mientras lo hacían: quería
ser testigo de cómo su imagen de siempre se desmoronaba. La idea de
pasar por un espejo y descubrir de golpe que una mujer calva le había
robado la silla le resultaba indignante.
Así que ahí están los dos, sudando
bajo una luz halógena y flaca, Natalia en un taburete tan alto que
no sabe bien si parece un trono o una silla eléctrica; Jorge detrás
de ella, casi escondido pese a su metro noventa, alzando el brazo
derecho como un aprendiz de mago al que la capa le quedara larga de
mangas. Los dedos de la mano izquierda se hunden furtivamente en su
pelo. Su pelo. De repente se le hace raro pensar en esos términos:
su aspecto; un cerco de sudor bajo su axila invadida
por esa mierda. Su pecho subiendo y bajando en el espejo. El
pronombre posesivo delante de partes de un cuerpo del que ha perdido
el control. Su hombre disimulando el dolor de tener que despedirse de
su melena color caramelo, como le dijo una vez un peluquero muy
cursi. Color de ciervo, corrigió Jorge después.
La cortadora de pelo por fin ronronea.
Natalia se da cuenta de que su sonido no es tan ominoso como
esperaba, sino de algún modo reconfortante: una especie de arrullo
tipo sana, sana, culito de rana. Jorge suspira, e
inmediatamente los rizos pesados empiezan a desbocarse hacia el
suelo. ¿Sabes una cosa?, le dice mientras rastrilla con las
púas su cabeza, a los egipcios un cráneo mondo y lirondo les resultaba el colmo del
erotismo. Tanto hombres como
mujeres se lo afeitaban, y quitarse la peluca venía a ser lo
mismo que quitarse el sujetador. Natalia sonríe con los ojos
cerrados (8. Sabe miles de cosas idiotas) Abre los ojos de nuevo: sin
el marco del pelo se ven el doble de grandes. Jorge, los dioses de
los egipcios podrían haber tenido su propio programa en el Disney Channel.
Esas arruguitas que todavía la seducen se despliegan como
la cresta de una abubilla.
(9. Es ciego a las greñas y las legañas,
y recién levantada es como le parezco más guapa) Las manos de él
se pasean por su cabeza, asegurándose de que ningún pelo largo haya
escapado de la masacre. Las manos de su marido, casi tan suyas
como sus propias manos: los pronombres vuelven a ser palabras
vulgares. Todo lo que el veneno iba a arrasar poco a poco ya está en
el suelo, y él sigue acariciando (10. El pulso nunca le tiembla
en los momentos clave) Natalia se mira en el espejo y reconoce
que tampoco ha cambiado tanto.
¡Joder que bueno!
ResponderEliminarSi alguna vez me toca (cruzo los dedos, lagarto, lagarto), reelere este post . Me será de ayuda.
ResponderEliminarUn beso.
Estoy con Buho: ¡qué bueno!
ResponderEliminarLeo esto y me pregunto qué te haría pensar en escribirlo.
ResponderEliminarEstá bien eso de "las 20 razones..." Hay mucho amor revoloteando entre esos dos.
Y como siempre, montones de hallazgos tuyos: "la mueca de niño atareado", "las arruguitas que se despliegan como la cresta de una abubilla"...
Gracias, queriditos.
ResponderEliminar¿Que qué me hizo escribir esto? Nada más que el testimonio de alguien que me dijo que había rapado a su mujer el día anterior, tras una primera sesión de quimioterapia. Se siente una un poco buitre al confesarlo.
Uff!! Muy bueno niña, pero en mi caso se me ha puesto la carne de gallina, con perdón, son recuerdos... digamos... cañeros.
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