lunes, 31 de marzo de 2014

On the road

 
No tengo más música que aquella con la que me topo al girar el dial. Es una radio así de arcaica, así de inmediata: para que en ella se muevan cosas, tú tienes que mover cosas. Un levísimo giro de muñeca, y el mundo sonoro cambia. No tengo más música que la de unos anuncios que parecen recrearse en su memez, pero la sensación de libertad es la misma de antes.

Entonces el trauma de aprender a conducir era cosa ya del pasado, tan reciente y tan viejo a la vez como la distancia que separa al adolescente del niño que fue a los diez años. Era como si hubieran crecido cerebros autosuficientes en mis pies y en mis manos, como si me hubiera vuelto repentina y obscenamente rica en conexiones neuronales. Y esa sensación de dominio sobre la máquina y el movimiento parecía propagarse al resto de la realidad. Abría la guantera, sacaba al azar cualquiera de los discos que acabara de comprarme, y al momento, esa canción, cualquiera que fuese, era completamente mía. Contaba mi historia recién comenzada, recogía las voces de unos paisajes de los que me iba adueñando también. Yo cantaba a voces y me movía adonde me daba la gana, o al menos eso creía. Por primera vez sin ser arrastrada por la corriente de lo que se esperaba de mí.

Y hoy ¿cuánto tiempo llevaba sin salir sola al campo, sin agarrar yo el volante de un coche en el que sólo se oye mi voz? Mucho tiempo. Suficiente como para que el momento me parezca nuevo, o muy bien restaurado. Llego casi hasta el límite oeste de la provincia para comprobar si han vuelto ya de África aquellas hermosas criaturas sobre las que escribí hace uno y dos años. Excitada por el reencuentro con un pájaro gris azulado que podría ser fácilmente aquel recuerdo que guardo de mí misma. Voy alegre, parloteando con los contertulios de Pepa Bueno, saludando a la señorita que le hace publicidad al Corte Inglés. Enamorada del desplazamiento, y al rato, casada con él. Empiezan los bostezos. El madrugón ensucia poco a poco el hechizo. ¿Paro y me tomo un café? Sigo. Vuelve la rigidez en el cuello, y ese miedo apenas pensado a perder el dominio que en mis primeros tiempos de conductora nunca sentí. El miedo de estar haciendo maquinalmente algo que puede acabar contigo y que, si lo piensas bien, no es diferente del miedo a estar vivo.

Comprendo entonces con claridad por qué las road movies son tan atractivas. Porque a lo mejor son un calco no muy lejano de ti, sentado como estás en tu sofá o en tu butaca del cine, empequeñecido por cielos señoriales que tienen que ver poco con el zurcido sucio que a veces se deja ver entre los edificios. Tú también sales cada día a la carretera, te confundes en ella, te pones a merced del tráfico. Respetas las normas impuestas. Todo pasa demasiado rápido como para que puedas hacer un retrato fiable de ello en tu cabeza. Se suceden las señales con nombres que no es probable que vuelvas a leer, los pueblos en los que apenas puedes imaginar que viva gente que se te parezca, tu punto de destino cifrado en números decrecientes. A veces no se te ocurre abandonar la autopista. Sigues parloteando, dándole vueltas al dial con la esperanza de que en alguna emisora pongan una vieja canción de la que te sepas la letra.

Y a veces te decides por fin a coger una de esas carreteras comarcales que no tienen línea central. No sabes bien adónde te diriges, pero da un poco igual. Reduces la velocidad. A lo mejor bajas la ventanilla, y el olor del mar y los árboles, del trigo amarillo, de todo lo que todavía crece y se encoge, se hace parte de ti. Tú te haces parte del paisaje. Creces también, cambias como siempre les pasa a los protagonistas de las road movies. Cada cactus, cada guijarro tras la cuneta tiene su propia elocuencia. A veces pierdes la confianza de estar controlando realmente los mandos, a veces te asustas, y a pesar de ello, sigues perseverando, haciendo kilómetros lentos con la misma constancia con que cada mañana te levantas. A veces llegas hasta a entender que, moviéndote, estás siempre llegando a algún lado. 

Y a veces el pájaro gris azulado, que ha vuelto, bate las alas delante de ti y hace piruetas en el cielo. Como si te reconociera.


sábado, 29 de marzo de 2014

Track 3: Sin esperar que algo pase

 

Al final casi del día podemos agradecer que la primavera haya sido tan desertora.

La mano que sujetaba el paraguas anda todavía un poco asustada, la cara humillada por el maltrato del aire. Los pies no olvidarán fácilmente el instante en que entraron en combustión: mala idea, la de ponerme unos calcetines de lana sin habérmelos secado antes; una torpeza, perderle el respeto a los tiempos del calor corporal. El frío como una puñalada trapera traumatiza a la sangre igual que a las hojas recién brotadas de los árboles, o a los escaparates repletos de blusas pastel. Había un bullir secreto ahí adentro, una estampida de fluidos que se ve obligada a detenerse en seco. Pero damos todo eso por bueno. O al menos lo toleramos.

Llegamos a casa con la piel desvalida y el estómago en rebelión, y rápidamente nos ponemos a fabricar una primavera de emergencia.

Llegamos a casa y otra vez resucitamos a Ulises. 
 
Llegamos a casa, y ya no me importa haber escrito esto antes. Igual que el post anterior. Hay certezas a las que sólo se llega, como en las letanías, por repetición.

Llegamos a casa y nos reconciliamos con la madriguera. Las paredes que hace un par de días se me caían encima hoy son blandas como un abrazo. El decorado de la que consideraba como una sola entre todas mis vidas posibles se hace reivindicación.

Seguimos en casa: mi colchón – Casanova. Mi manta. Las albóndigas de restaurante que al final consiguen quedarse ahí quietecitas, apaciguadas, resignadas a la idea aterradora de la digestión. Mi calor que también poco a poco se va reajustando. Soy una de nuevo, y no un revoltillo de pies encendidos, huesos crujientes, mejillas y dedos de muerto.

En casa: despertamos con rigidez en las muñecas por habernos cogido de la mano sin darnos cuenta.

En casa: me aferro como un naúfrago a mi taza de té mientras tú corres las cortinas. Una vez dije que cuando una canción me emociona, bostezo. Así son a veces de marcianos los diálogos entre lo de afuera y lo de adentro. Durante la película que has elegido no paro de bostezar. Largos, indecorosos bostezos de gato. Trato de contenerlos para que no te ofendas. Una vez dije que no lloro durante las películas. Mentía sin darme cuenta; ¿vale eso como mentira? Porque hay al menos cien formas de llorar. Esta vez, sin embargo, no hay duda: mi cara empapada debe de verse iridiscente a la luz de la pantalla .

Todavía en esta casa en lo alto de un árbol, esta casita de azúcar que Hansel y Gretel se comen sin miedo a la bruja. Este castillo de palabras que se desmorona al poco de ser levantado igual que si fuera de naipes.


(Blue Valentine es la película, y no voy a poner el enlace porque probablemente sea delito. Buscadla para conjurar un domingo que se espera perro también. Para moriros de pena y empacharos de verdad. Cada una de sus escenas resuena aún en mí, de un modo u otro me apela)

miércoles, 26 de marzo de 2014

Seamos honestos


Sólo pretendía ponerme una vacuna de música. Curar el rumor sucio de ahí adentro con una sucesión de sonidos moderadamente estructurada e inocua. Tenía inflamada la mente, roja de urticaria. A veces me pasa cuando me secuestra la siesta, y yo manifiesto mi síndrome de Estocolmo mediante una almohada babeada. Debe de ser una especie de aversión orgánica: mi cuerpo sabe de sobra que interrumpir un sueño profundo dos veces al día acorta la vida. 

Estaba haciendo pucheros. Remonoleando para no acercarme al ordenador a juntar palabras como quien suda integrales y derivadas. El recreo era encender el e-reader y saltar de libro en libro como un monito enamorado de sus brazos canijos y de su rabo. O embadurnarme de cuello a tobillos con una pasta exfoliante que huele a jengibre y a vicio, envolverme en una toalla y hacer de la bañera un diván algo feroz, alzar ahí las piernas y maravillarme otra vez por tener unos pies fuertes que me llevan adonde quiero.

Buscaba excusas por cada rincón de la casa para no empezar la tarea. Ponía ojitos de necesitada. Un engrudo en la panificadora que se resiste a convertirse en tostadas. Las botas del uniforme necesitando una mano de crema que tendría que salir a la calle a buscar, y entonces, qué plan de evasión perfecto, qué libertad. Necesitaba energía mental para generar todas las combinaciones posibles entre los elementos corvina - mango - polenta, y así improvisar una receta que a mi comensal consorte no le provocara ganas de vomitar. O de emigrar. Necesitaba depilarme las piernas.

Todo antes que enfrentarme al hecho flagrante de que, como Sandra Bullok en Gravity, había perdido completamente el contacto con el estado de ánimo musculoso y ligero que el tema sobre el que pensaba escribir hoy requería. Arrancármelo a golpe de pico y barrena de la roca dura de la aversión me parecía poco honesto. Quería que mi corazón resonara con el corazón de lo escrito. Quería supurar nervio hablando de un viaje en coche, y lo más vital que encontré en mis primeras frases de prueba fue una nostalgia que le habría resultado cargante hasta a un Pessoa intoxicado de ginjinha.

Pero encendí el ordenador como una heroína. Ruido de coches. Ruido de vecinos. El ruido de una casa que está viva y tiene carrasperas y borborigmos. Mi propio ruido mental. Se me ocurrió ponerme los auriculares para aislarme de todo ello. Busqué música sin esqueleto ni sangre, apta para meditaciones, en el Spotify. Pura linfa, puro aire. Escuché corrientes de agua que me obligaron a levantarme a mear, acordes de piano bradicárquicos, el Claro de Luna de Debussy. Y entonces empecé a transformarme. Me fui deshaciendo también. Olvidé mis obligaciones y mi propósito. Me dije total, pa qué.

Y luego entró Jose en el dormitorio, vio un resto de acordeón en mi ceño y preguntó de forma ladina si estaba enferma. No, claro que no. Pues claro que no. Hace ya un tiempo tuve que admitir que no soy del tipo de persona que sufre el mal de las letras. No estoy naturalmente dotada para entregarme a la seriedad ciega del arrebato, y aún así, todavía lucho contra el prejuicio de que esto sea un pasatiempo más que un destino o una herida. Mi código interno ha mutado hacia el juego. Así de simple. Si se me va la alegría no escribo.

lunes, 24 de marzo de 2014

La prueba del espejo

Natalia se pone nerviosa. Mira a su marido en el espejo, y conteniendo una de esas blasfemias a las que tanto se ha aficionado, le espeta apretando las muelas: Jorge, empieza ya de una vez. Él sigue vacilando, sin saber muy bien por dónde acercar la máquina a su cabeza. Tiene esa mueca de niño atareado que, si Natalia se propusiera escribirla, entraría en la lista de las veinte razones por las que se enamoró de él hace doce años: 1. Brazos de estibador. 2. Esa manera pulcrísima de picar las cebollas. 3. Las arrugas en la esquina del ojo cuando sonríe. 4. Se inventa la letra de las canciones al cantar en la ducha. 5. No ronca. 6. Siempre me incita a entrar en las tiendas y me trae prendas al probador sin quejarse. 7. No sabe disimular...

Natalia vuelve a comprobarlo. Él se disculpa diciendo que hay poca luz. Su mujer achina los ojos. Ahí está de nuevo, la vieja sonrisa mordaz, puesta al día y perfeccionada en los dos últimos meses. Venga, no me jodas, que tampoco tienes que hacer una obra de arte. Hay fastidio, hay rabia, hay cariño en su voz. El pobre Jorge, incapaz de disimular que ya se está despidiendo. Transparente en su pena, por más que insista en el dichoso lugar común de mantener la entereza. Llora ya de una vez, quiere decirle siempre, cuando se despiertan y se quedan un instante callados, como asegurándose de que todo sigue en su sitio; cuando tumbada en el sofá le alisa la manta y le trae zumo de naranja; cuando le aprieta la mano en las salas de espera. Llora, coño, tambaléate, deja de ser un pilar, deja de protegerme y de protegerte. Tampoco esta vez se lo dice. No soportaría verlo morderse los labios, que empezara en silencio, con aire agraviado.

Al fin y al cabo, ella también ha querido que este fuera un acto de despedida. Es verdad que en el cuarto de baño hay poca luz. Uno de los focos se ha fundido y Jorge va a tener que cambiarlo. Él propuso que salieran a la terraza. Puso su cojín favorito en uno de los sillones de mimbre; preparó el tubo de crema solar y la limonada con hierbabuena que su estómago sí que tolera. Pero Natalia quería mirarse mientras lo hacían: quería ser testigo de cómo su imagen de siempre se desmoronaba. La idea de pasar por un espejo y descubrir de golpe que una mujer calva le había robado la silla le resultaba indignante.

Así que ahí están los dos, sudando bajo una luz halógena y flaca, Natalia en un taburete tan alto que no sabe bien si parece un trono o una silla eléctrica; Jorge detrás de ella, casi escondido pese a su metro noventa, alzando el brazo derecho como un aprendiz de mago al que la capa le quedara larga de mangas. Los dedos de la mano izquierda se hunden furtivamente en su pelo. Su pelo. De repente se le hace raro pensar en esos términos: su aspecto; un cerco de sudor bajo su axila invadida por esa mierda. Su pecho subiendo y bajando en el espejo. El pronombre posesivo delante de partes de un cuerpo del que ha perdido el control. Su hombre disimulando el dolor de tener que despedirse de su melena color caramelo, como le dijo una vez un peluquero muy cursi. Color de ciervo, corrigió Jorge después.

La cortadora de pelo por fin ronronea. Natalia se da cuenta de que su sonido no es tan ominoso como esperaba, sino de algún modo reconfortante: una especie de arrullo tipo sana, sana, culito de rana. Jorge suspira, e inmediatamente los rizos pesados empiezan a desbocarse hacia el suelo. ¿Sabes una cosa?, le dice mientras rastrilla con las púas su cabeza, a los egipcios un cráneo mondo y lirondo les resultaba el colmo del erotismo. Tanto hombres como mujeres se lo afeitaban, y quitarse la peluca venía a ser lo mismo que quitarse el sujetador. Natalia sonríe con los ojos cerrados (8. Sabe miles de cosas idiotas) Abre los ojos de nuevo: sin el marco del pelo se ven el doble de grandes. Jorge, los dioses de los egipcios podrían haber tenido su propio programa en el Disney Channel. Esas arruguitas que todavía la seducen se despliegan como la cresta de una abubilla.

(9. Es ciego a las greñas y las legañas, y recién levantada es como le parezco más guapa) Las manos de él se pasean por su cabeza, asegurándose de que ningún pelo largo haya escapado de la masacre. Las manos de su marido, casi tan suyas como sus propias manos: los pronombres vuelven a ser palabras vulgares. Todo lo que el veneno iba a arrasar poco a poco ya está en el suelo, y él sigue acariciando (10. El pulso nunca le tiembla en los momentos clave) Natalia se mira en el espejo y reconoce que tampoco ha cambiado tanto.

sábado, 22 de marzo de 2014

Heart of gold

 
Normalmente uno enciende el ordenador con un plantoncito de idea que sólo a fuerza de voluntad consigue arraigar. Con suerte basta con eso: una primera frase que al principio parece demasiado tierna, y algo parecido a la resignación del agricultor. Hay que ponerse a labrar la tierra de lo que quiere ser dicho, igual que hay que plantar los tomates cuando despunta la primavera, vaya a ser que el mecanismo del cielo, con sus lluvias y sus calores y su luz que se alarga como el chicle tarde tras tarde, se atasque si uno no se dobla por la mitad. Hay esa mansedumbre, esa necesidad de las cosas que se llevan haciendo mucho tiempo y que, si lo piensas friamente, tampoco son tan necesarias. La verdadera motivación del asunto se queda en el fondo, alejada del primer plano de la consciencia, donde sólo importan los gerundios y la acción inmediata: estoy escribiendo, escribiendo, me estoy meando, reniego, no quiero seguir, pero sigo escribiendo aún, escribiendo.

A veces, a poco que la idea se marchite, uno se pregunta qué sentido tiene su entrega. Y entonces se pone a escarbar en ese fondo un poco cenagoso donde los motivos esperan a que llegue la hora de que los descifren. Vale que lo ideal sería no hacerlos esperar: vivir siempre con la certeza de saber por qué se hacen las cosas, ahorrarse uno así tanta vacilación, tantas ganas frustradas de dejarse tostar por el sol, o de tumbarse en algún sitio para ir devorando el manjar de estar vivo: zambullirse en un libro, echarle a alguien risueño las piernas encima, darse al tiempo sin remordimiento ni pena. Pero hay casas sólidas que se han construido sin planos, y a veces basta con empezar a poner ladrillos, aunque los cimientos no estén muy claros.

Yo ya he ido soltando por aquí mis motivos. He hablado del afán de traducir, para mí y para quien se apunte, lo que significa el hecho asombroso de poder decir yo ahora mismo, y no saber nunca hasta cuándo. De fijar, crear memoria, coagular gotas de vida fugitiva. De iluminar y de dar calor. De sacar conejos de la chistera. De crear.

No se me había ocurrido formalmente que, escribiendo, también puedo ser un enlace. Un agente infeccioso para que a ti también te contagie la vitalidad y la belleza. Ahora que a lo mejor tengo un granito de tu atención, quiero hacerme todavía más prescindible y pequeña. Cedo mi silla. Te dejo un recado. Mañana es domingo. Para mí, todavía día de fiesta; para otros, el día oficial del hastío. Si puedes, haz en él un huequito de calma. Ábrele una ventana a esto que te dejo. Sí, ya sé que la alarma del depertador apremia. Pero a mí esta historia de pasión y recuerdo me ha conmovido. Y puedo usar toda la verborrea del mundo pero, al final, escribiendo persigo lo mismo que canta Neil Young en el vídeo: un corazón de oro. Punto.





jueves, 20 de marzo de 2014

Ayer te vi


Apareces de pronto en una de esas calles de la ciudad que sabes que existen pero no eres capaz de ubicar. Donde cada esquina huele a meado de perro y siempre hay una bombilla encendida a las dos de la tarde. ¿Tenía que ser precisamente ahí donde, después de estos años, volviera a encontrarte? ¿En ese tipo de escenario que nuestro itinerario cotidiano aprendió bien a obviar? No, no había necesidad de que la realidad se pusiera alegórica: la época en la que todo lo que te rodeaba podía, tenía, que ser una señal quedó muy atrás. Fue allí, como podría haber sido bajo una marquesina cualquiera, o en una de esas cafeterías modernas que recuerdan a charcuterías. Qué más da. A mí ya se me pasó la manía de encontrar ecos tuyos en cada aspecto del mundo.

Me saludas con ese punto de efusividad que termina poniendo más sal de la cuenta en el guiso social; te saludo con un aplomo que ya me hubiera gustado tener cuando te quería. Veo plátanos en la bolsa que llevas en la mano. Entonces te hubieran servido para improvisar una broma que de tan verde parecería casi blanca, y a mí, para imaginar algún diálogo en el que las bromas, a fuerza de doble sentido, se envenenan de seriedad. Pero yo llego tarde a mi clase de body balance, y probablemente en tu casa haya una papilla esperando a que llegues con toda esa fruta.

Sigues siendo guapo. Tienes aún esos pómulos rusos que me enloquecían, y quizás la misma hondura en los ojos donde yo me empeñaba en leer frases que ninguno de los dos pronunciamos. Estaría bien que las cosas del deseo pasaran así: hago click, y me gustas; hago click otra vez, y cielos, cómo pude ser tan idiota. Encontrarte en esta calle deprimente que no sabe de fotosíntesis, y compadecerme de lo que hizo el tiempo contigo. Una cazadorita moderna camuflando la fuga de tu cintura, la cara casi azul de tal mal rasurada, los párpados como dos filetes de grasa. Pero a ti nada de eso te tocó. Tu sonrisa y tu aspecto siguen siendo un alarde. El tiempo sólo ha hecho estragos sobre mis ganas de devorarte.

¿Y sabes? No pasó de repente. La indiferencia no me llegó como la conversión a San Pablo. Sólo que al letrero luminoso que era tu nombre se le fueron fundiendo sus bombillas una por una. La criatura que tenía tu voz y tu cuerpo y que sólo existía dentro de mí fue perdiendo prestigio. Se achicó. Se fue quedando cada vez más enjuta. Fueron demasiados días de hambre. Desearte se había convertido ya en otra rutina. Un día, otro día, otro día. Y sin darme cuenta, al cuarto, o al que hacía cuatrocientos, se me olvidó.

Pero si te soy completamente sincera, no fue tan fácil. Digo que no me di cuenta y así sólo soy casi honesta. Yo lo supe siempre, aunque a veces me hiciera la ciega: supe que tu doble se me estaba muriendo. Y esa lucidez traía consigo la preceptiva dosis de pena. Me obligaba a hacer cálculos avaros: cuánta atención gratuita te presté; cuánta atención que, sin que lo sospecharas, luego te fui malversando. Cómo dejaste de vivir esa vida furtiva que no imaginaste nunca. Cómo dejaste de acompañarme a los lugares que para mí eran importantes. Floreciste, te marchitaste. Todo ello a tu espalda.

Tu espalda rotunda y fragante. Muy de vez en cuando, cuando la compra en el Carrefour se me hace ya muy cansina, desenrosco unos cuantos desodorantes y busco a esa criatura difunta que olía tan bien como tú.

domingo, 16 de marzo de 2014

Se dan cuenta

 
Lo siento mucho, Bola, pero a veces pasa eso. Es más, podría asegurarte que el hecho de que escojan a otro antes que a ti es lo normal. Y tú eres un perro: tu imagen del mundo opera mediante la aritmética de la normalidad; el hombre de la barba desaparece todos los días de tu vista cuando el sol está alto, y tú lo esperas sentada junto a la verja hasta que regresa al cabo de un rato. Esperarlo es normal. Por la noche suenan ladridos que no reconoces y tú respondes ladrando; tus ladridos automáticos contrarrestan esa pequeña anormalidad. Así que míralo de este modo: que esta vez te hayan dejado en casa no es un suceso como para montar un drama. A todos nos ha pasado. Y tienes suerte: precisamente por ser perro, no tienes que soportar que la idea del rechazo se aferre a tu mente como una garrapata.

Pero sí, ya sé que lo que te digo no te hace mucho avío. No es más que otro de esos alardes de farfulleo a los que tan aficionados somos los humanos. Qué falta te hace a ti entender las palabras, cuando puedes manejarte perfectamente con el lenguaje de las acciones y de los gestos. Me has visto salir a tu encuentro; has venido hacia mí con un brío impropio y me has alzado las patas como si fueras un potro. Tal vez creías que yo podía enmendar la situación, coger tu correa y sacarte igual que acababan de sacar a Zara. Pronto has comprendido que no, que me iba a limitar a mirarte con algo que tú no sabías que se llamaba piedad. Has vuelto después a la verja y has ladrado para que aquellos que se fueron sin ti volvieran a recogerte. Y cuando ya debía de dolerte la boca, has bajado la cuestecilla que trae hasta casa, has subido otra vez, has corrido desgañitada, te has parado en seco, ha vuelto a asaltarte una fe cerril en mis capacidades. Igual busco yo las llaves bajo el sofá aunque sepa que ahí es imposible encontrarlas. Y ahora me miras, con la respiración acelerada, toda tú una demostración empírica de que los animales saben sentir ansiedad.

Yo sigo observándote con la cabeza ladeada, un gesto que a partir de ahora sabrás asociar a la condenada piedad. Yo y mis predicciones humanas, yo y mis lecciones que no sirven de nada. ¿A ti qué carajo te importa que esto nos haya pasado a todos? Lo que te pone loca, lo que te arranca de tu natural abulia, lo que te devuelve a tu estado trotón de cachorra, es que un humano abra la puerta de este mundo cerrado y amable y te lleve de excursión a la playa. Pero si hasta entiendes esa palabra: alguien la pronuncia, y ya estás tú poniéndole las manazas encima. Allí correteas, y tratas de comprender el significado del agua que nunca se para; te zambulles en esa otra agua que está quieta, y lo olfateas todo como si andaras a la caza de un animal llamado libertad. Y, vaya, te ha hecho falta muy poco tiempo para saber que esta vez  un humano ha aprovechado uno de tus despistes y se ha llevado a la otra perra a la playa. Los has visto subir a los dos, la correa roja colgando de la mano del hombre. Apenas si te has dado cuenta de cómo atravesaban la verja, porque ya estabas tú corriendo hacia ellos, ladrando esperadme. No te han esperado.

No han vuelto a por ti. No has visto tu correa azul en mi mano. No sabes que a veces pasa. Que no eres lo bastante ágil como para adaptarte al ritmo del mundo. Que eres pesadota, entusiasta a tu modo privado, demasiado marrullera y curiosa como para resultar una perro civilizado. Que no te interesan mucho los juegos que tan bien hacen sentir a las personas, tan involucradas, tan importantes. No sabes que siempre habrá animales que respondan mucho mejor que tú a las expectativas humanas. No lo sabes. Pero tal vez una especie de conocimiento distinto se haya asentado ya en tus entendederas perrunas. Puede que a partir de ahora te ponga nerviosa despistarte por si vuelven a dejarte sola. Puede que esperes con un nuevo anhelo a que la verja se abra y alguien vuelva a por ti.

jueves, 13 de marzo de 2014

Soltar


Empezar a partir de ahora mismo a registrar cada uno de los libros leídos, cada película que logró conmover alguna de tus fibras más bien facilonas. Ser ese tipo de lectora y de espectadora aplicada y respetuosa, incapaz de olvidar fácilmente una historia, no la donjuán que invierte todo su efímero ardor en un libro y luego, alegremente, lo abandona.

Atesorar cientos de notitas que alguna vez te dejaron o dejaste bien a la vista, y que digan lo que digan – si vas al Alcampo tráete el desodorante del tapón malva; ¡¡No te olvides de grabarme el baloncesto!! A las 20:30, en la 2 – siempre parecerá que hablan de amor.

Querer escribir todos los días, un poquito al menos, en la libreta que te concede la venia de ser una zarrapastrosa del corazón y el lenguaje. Anotar cada atisbo de epifanía. Estar atenta a cada posibilidad de naufragio. Embalsamar cada sensación.

Pretender que cada cosa, cada escena, cada gesto, cada rostro, se desencripten: que se abran y se dejen hurgar por dentro para saber qué cuenta su mecanismo. Acaparar la vida huidiza de los demás. Desear rescatar a los desconocidos del higiénico, imprescindible olvido.

Estar dispuesta a aprovecharlo todo, a guardar en la memoria mental o en la escrita cualquier instante anodino, como esos zapatos blancos de talón descubierto que escondes en el armario por si un año de estos vuelven a ponerse de moda.

Coger el reloj y que te espante saberlo inmune a la apnea. No querer cerrar la conciencia más tiempo del preciso para que tu salud mental no colapse, por si acaso te perdieras algo. Antes de que amanezca, tener ya un hambre monstruosa de día.

Aspirar a que cada instante sea el próximo capítulo de tu autobiografía. Que tu memoria sea compulsada como copia fiel del original.

Volverte cada vez más torpe a la hora de la renuncia, porque cada brizna de tiempo y cada barrunto de la realidad te parece que cuenta con una hermosura intrínseca.

Encontrarte de repente tan llena y a punto de licuarte como el cubo de la basura.

Y cuando este síndrome de Diógenes de la existencia esté a punto de corromperte la calma, abandonar tus empeños. Salir pitando escaleras abajo del faro donde nunca duermes. Darte al sofá hasta que tus fémures no se distingan de sus travesaños. Quedarte mirando las yemas del caqui el tiempo que haga falta, por si tuvieran el detalle de abrirse contigo delante. Ponerte ciega con el olor del mar y los azahares. Cerrar los ojos. Descuidar la apabullante exuberancia del mundo. Echarte una siesta. Respirar.


martes, 11 de marzo de 2014

Sólo es digno llorar

 
Me siento un poco miserable haciendo estas cosas. Descuidada como una dependienta del Corte Inglés que el día del Padre insistiera en que un huérfano comprara colonia. El oportunismo de las efemérides en general me repele. Su evolución infalible: olvido cotidiano / un sentimiento que se saca a pasear y que al final del día se satura / olvido cotidiano. Pero cuando lo que se recuerda es algo tan espantoso, cuando todavía gravita un satélite gigantesco de incomprensión y dolor alrededor de nuestras realidades más o menos amables, el mecanismo del aniversario puede rozar la indecencia. Está toda esa negrura ahí, colgando inaccesible del cielo, y gente como tú y como yo, repantigados frente a nuestras teles, tumbados en nuestras camas, deberíamos saber ya que ni siquiera tenemos derecho a intentar alcanzarla.

Recordar, sí, siempre, pero no porque el calendario lo mande. Recordar en silencio: las palabras se devalúan cuando se usan más de la cuenta. Intentar asimilar al menos que todas las cifras fueron una vez cuerpos reales, narraciones que, de repente, y con la sinrazón de las cosas tajantes, dejaron de contarse. Entender eso, para que algo tan vacío como una fecha no nos dispare una pena y una piedad automáticas.

A nadie le importa lo que yo estaba haciendo aquella mañana, pero a mí sí me importa lo que cada uno de aquellos 192 estaba haciendo una mañana antes, lo que una mañana después no les permitieron seguir haciendo. Fue precisamente eso, la quiebra de tantas cotidianidades particulares, tantas historias menudas que se esfumaron como la biblioteca de Alejandría, lo que me cortó la respiración. Te tomas un café con leche en tu casa; en el pasillo le das un apresurado beso a tu madre, o sales de puntillas de la habitación para no despertar a tu novio; te palpas los bolsillos ansiosa, igual que todos los días, creyendo que te has dejado el bono de viajes en el abrigo que llevabas ayer; bostezas; repasas mentalmente lo que tienes dentro de tu nevera; te fijas en los zapatos de la gente que espera el tren a tu lado; te dices que esa mujer tampoco se ve tan mayor como para que tengas que cederle el asiento, y que si a su edad tú tuvieras su aspecto, no te gustaría que te trataran como a una impedida. Y de repente ya no hay nada: ni un vaso caliente en las manos, ni madre, ni amor, ni prisa, ni sueño, ni planes, ni apariencias, ni edad. Ni tú, ni nadie de los que compartían contigo un vagón.

En esa época, y aunque a nadie le importe, llovió como yo no recuerdo. El día era oscuro, pero yo estaba enamorada de alguien que una vez me besó bajo la lluvia, y desde esa noche, y desde Gene Kelly agarrándose a una farola, la lluvia era amor. Íbamos mi compañero y yo en el Land Rover que compartíamos, levantando cataratas en cada charco; hacíamos altos en la jornada para tomar un brebaje parecido al café, o para ver cómo había amanecido de la fiebre su niña. La tele estaba siempre encendida allá donde íbamos. Hierros delirantes, sirenas, brechas en la cabeza, números que iban aumentando en cada una de nuestras etapas. Mirábamos la pantalla con esa especie de estupor morboso que en los primeros instantes de cada catástrofe siempre se congratula por la magnitud del daño. Ni ese día ni los siguientes anoté una palabra en el diario sordomudo de romanticismo que por entonces escribía.

Y sin embargó lloré. Una y otra vez. Vertí una borrasca de lágrimas reales por desconocidos. No creo que lo hubiera hecho antes. Mi capacidad para la compasión debió de tener hasta entonces una naturaleza más bien abstracta. Antes había llorado por lo que me era propio: mi propio desamparo, mi propia seguridad, mi propia distancia respecto a lo amado. Ahora el campo de la propiedad se agigantaba, y ante su pérdida, sólo tocaba llorar.

Y aunque a nadie le importe, yo sorbía un té verde y me ponía un uniforme en otra mañana lluviosa, mientras en Madrid estallaban las bombas. Y creo que en realidad sí que importa, porque lo que yo hacía en ese momento podría haberlo hecho cualquiera de los muertos, sólo un poco antes. La certidumbre de mi té, mis botas de montaña, mi enamoramiento, quedó en entredicho. Lo que creía mío, lo que nunca pensé que llegaría a considerar como tal: todo se volvió frágil. 
 

domingo, 9 de marzo de 2014

Capas en una tarta

 
Un instante antes de quedarme dormida me acordaré de la tarta. Quizás no sea la imagen más carismática con la que una puede despedirse de la vigilia. Quizás esta elección casual de mi mente diga algunas cosas de mí y de mi manera de dar contenido a los días que me han tocado de vida.

Me acordaré de que fue recibida como si fuera la mirra del rey Baltasar. Daré pues las gracias por tener a mi lado a gente capaz de conmoverse con regalos efímeros. Me sentiré recompensada porque alguien vea como un don el tiempo que empleé haciendo algo así de modesto. Y en cierto modo, si hay tiempo antes de que caigan mis párpados, me sentiré una tramposa. Porque mientras sacaba ingredientes y cachivaches, mientras me daba a la danza del aplasta-amasa-funde-monta, y me embelesaba con el movimiento de mis brazos, la regalada era yo. Cocinar es ese truco de magia en el que el mago es el principal hechizado.

Mi tarta tenía tres capas de chocolates distintos, y recordarla me traerá, después de la capa basal de alegría, una capa de congoja. Chocolate blanco y empalagoso, chocolate amargo. Una tarta como los tres vasos de té que se beben en el desierto. En ese instante interminable que tanto debe de parecerse a la vida rebobinada al morir, sentiré una nueva punzada de duelo. Otra vez me resultará un poco siniestro sacar una tarta de la cocina para celebrar el cumpleaños de un íntimo. Otra vez me imaginaré que estoy oficiando un sacrificio humano. ¿Exagerado? Seguro. Pero ¿cómo podemos celebrar despreocupadamente que la gente querida vaya dando pasitos hacia su fecha de caducidad?

Una tarta de cumpleaños convertida en una especie de epifanía venenosa, en un capirotazo. La muerte no será ya tan prestigiosa porque vaya a llevarme a mí por delante. Eso no tendré que aguantarlo yo mucho rato. Pero tarde o temprano irrumpirá como un ejército de excavadoras en mi historia para fragmentar impunemente su hábitat. Esquilmará su biodiversidad. Convertirá en alucinación alguna vieja y bendita rutina. Te irás tú o tú o tú, y entonces yo me preguntaré en qué andaba pensando, por qué no me bebí cuando pude cada uno de tus gestos y de tus palabras.

Antes de que el sueño venga a mi rescate, me aterrará la posibilidad de verme de un día para otro dialogando con un nuevo fantasma. Pero quiero creer que esa desolación no será en balde. Caer en la cuenta de que los otros van a morirse me llevará a regalarles mi tiempo con una convicción aún mayor. Quedaba esa capa apacible en mi tarta.


No tiene la pulcritud de las de Torreblanca, pero le sobra amor. Y los reflejos de una mala cámara.


jueves, 6 de marzo de 2014

Fantasía a plazo variable

Me miras sin saber del todo si soy muy idiota o una fantasma. Pones esa cara. Sabes cuál es: esa cara. Como si te hubiera dejado colgado el equipo de traducción simultánea. Como si vivieras con una norcoreana. Encoges un hombro; con las manos en alto te rindes. No eres el bandido atrapado, no: eres la exasperación en forma de cura. Espero que me absuelvas, entonces. Que te decidas por mi idiotez. Porque te aseguro que ser un cero a la izquierda a la hora de pensar en dineros no es una forma de petulancia. No me vanaglorio secretamente de ello. No creo haberle hecho nunca la menor concesión al dandismo.

Esta vez aplazo tus buenos consejos no porque no te entienda, o porque todo lo que no vea en mi monedero me parezca tan inasible y abstracto como la idea de Dios. Estamos de acuerdo en que dejar languidecer el dinero en una cuenta corriente es cosa de tontos. Pero en mi cerebro tengo enterrada la semilla de un plan. Quiero decir: un Plan. Y no me atrevo a escayolar mis ahorros en un depósito, por si mi Plan necesitara ese abono para arraigar. Me quedo callada. Te quedas callado. Nos miramos como el gato de casa al advenedizo que ronda el comedero del pienso. Me lo pienso mañana, termino zanjando. Creo. O sea, que nunca vas a hacer nada al respecto. Tú siempre quieres tener la última palabra. Eso, o que ya te funciona la traducción simultánea.

¿Y sabes por qué no he dicho nada? Porque sabía que el Plan te iba a parecer una chorrada. A mí me parece una chorrada. Mi semilla es minúscula, enjuta, acartonada como la monomanía. Aún tiene que encontrar un buen suelo, tiene que llover mucho, y tienen que llegar días de sol blando para que al final y con suerte germine. Suelo, en el símil, significa próposito y confianza. La lluvia es imaginación. Y el buen tiempo supongo que no es más que la alegría de liarse la manta a la cabeza sin cavilar demasiado.

La cuestión es que me gustaría escribir una novela. Llámalo fetichismo si quieres. ¿Una novela? Una novela. O algo que gravite alrededor de un tema concreto a lo largo de al menos un par de cientos de páginas. Algo que no tenga que ver diáfana y necesariamente con mi biografía. Que me permita involucrarme de manera un tanto exaltada. Que no me dé pie a escribir un punto final justo a la hora de la cena e inmediatamente olvidar. Y quiero escribir eso lo bastante lejos de mí misma. De mi hábitat mullido y de mis amables rutinas. Conozco la afición de mi mente al vagabundeo. Me precio de saber distraerme con gracia. Y soy perita en excusas. Por eso sé que mi Plan no tendrá éxito si me limito a buscarle huequecitos en mi tiempo. Esta no es una semilla apta para agarrar en macetas.

He pensado en Lisboa. El punto de cruce entre lejos y cerca, entre lo distinto y lo conocido. Entre la amabilidad y el desarraigo. Llámame obsesa. Podría haber pensado en cualquier lugar apartado, en una casa rural entre encinas. Pero sabes que a mí los árboles me arrullan y me hipnotizan. Me despojan de la vanidad de expresar. Una ciudad, en cambio, ruidosa, repleta, confusa, siempre te pone en bandeja la opción de querer refugiarte. Y una ciudad que habla otro idioma te acerca más todavía al tuyo propio. Te convierte en un niño que está aprendiendo a hablar. Y creo que ese es el talante adecuado para empezar a escribir algo un poco grande. En realidad, todo esto es poco más que retórica: me valen tanto Cabo Verde o Noruega como Zamora.

He pensado en un mes. Un mes tan sólo para apuntalar: escribir un borrador asqueroso en un paisaje de cuarentena y volver luego aquí a continuar el trabajo. Octubre, noviembre tal vez. Extirpar así de raíz la tentación de las playas doradas y la primavera. Y sabes qué significa eso: renunciar a una o dos nóminas. Pagar la parte de alquiler que me corresponde. Pagar el alojamiento temporal. Pagar un bono de internet. Pagar kilos de bacalao y broa de milho. Dinerito contante y sonante. Euros sin la trampa y el corsé de un depósito. Cash.

¿Pero sabes la razón principal por la que mi Plan es una chorrada, aparte de por su romanticismo burdo y su falta de necesidad? Resulta que no se me ocurre nada que se pueda convertir en novela. Ni siquiera en una croniquita. Así que no temas. La pasta está custodiada por el bajo interés de mi fantasía.

martes, 4 de marzo de 2014

Risa tan frágil


A Lorrie Moore me la encontré de frente hace cinco años, y no tengo tanta fantasía como para imaginar nuestro encuentro lejos de un pub de Manhattan.

Entonces yo andaba enganchada a un tipo de prosa elegante: aromática y distante como el té Earl Grey; sutil y lírica como el sushi. Me gustaba subirme a frases subordinadas como un niño o yo misma a las ramas de un árbol. Disfrutaba con el espectáculo morboso de las autopsias del corazón. Tramas barrocas o todo lo contrario, suntuosidad del lenguaje, la forma mirando a la historia con los ojos de Cleopatra. Leí todo Nabokov, a la mitad de los ingleses contemporáneos, a algún japonés que otro. La realidad, cuando salía de esos libros, se parecía a un polígono industrial.

Y un día me vine de la biblioteca con Anagramas. Un auténtico flechazo. Me recuerdo a mí misma sobre la cama, con los codos apoyados en un revoltijo de sábanas, agonizando a la hora de la siesta a fuerza de trasnoches y madrugones, y sin poder dejar de leer. Eran los tiempos de mi primer y verdadero noviazgo: las noches estaban llenas de cine y manos bajo mi falda; los días, un cóctel peleón de Lorrie Moore y bostezos. De repente empezaba a tantear el espectro de un amor real, con toda su carga de pactos, dependencia y generosidad. Adiós, corazones de humo de la adolescencia. Hola, gente que se hace imprescindible en pijama. Adiós, héroes que se perdían queriendo en el camino hacia Ítaca. Hola, todas las dudas de unirse por primera vez a alguien. Adiós, comodidad del deseo. Hola, vida desnuda.

Cómo no iba a coger entonces con vicio a esa Lorrie. En su voz reconocía a la amiga a quien me hubiera gustado contarle las novedades. Allí estaba esa risa excitada que en los bares rápidamente desemboca en un cotocircuito de esófago. Estaba mirar al tío del otro lado de la barra y achinar las ojos como rapaces, para quedarnos después inmóviles en el taburete. Estaba creernos las más listas y las más retrasadas. La típica frase idiota pronunciada en los albores de una resaca, y convertida de golpe en una anti – varita para desencantar la realidad. Las ganas de estamparle un besazo en la frente a tu amiga, por ser a la vez tan vieja y tan cría, e inmediatamente, de cruzarle la cara por ponerse estupenda a fuerza de paradojas, como un Oscar Wilde comprado en los chinos. Disimular que una entendía tanto del fracaso como la otra. Aprender a domesticar la frustración en compañía. Acabar con el blanco de los ojos virando hacia el rosa, y echarle la culpa al humo de un tabaco que entonces no estaba prohibido, y luego, al arrastrarte a tu cama con los pies hechos polvo, darte cuenta de que, por encima del nuevo dolor de vivir, estaba la risa.


El glamul que teníamos


Hoy vuelvo a leer otro de sus libros de relatos llamado Autoayuda. Y no sé, mi vieja amiga de barra ya no me deslumbra de la misma manera que entonces. A veces me cuesta encontrar en su desenfado, en esa risa sin labios, la diferencia entre la honestidad brutal y la pose. Puede que tenga que ver con el hecho de que sea su primera obra. O puede que yo haya cambiado un poquito. Que ante la perplejidad y el dolor que la vida a veces provoca, ante las rozaduras que lo real inflinge en una piel demasiado fina, prefiera ahora la compasión a la mordacidad. Pero luego, en ese sobrecogedor relato que se llama De lo que se apoderan, va y me salta con esto:

Las personas frías(...) no aprenden nunca lo que es la belleza ni el valor de los gestos. Su necesidad emocional. Para ellas, la sinceridad va siempre por delante de la amabilidad, la verdad por delante del arte. El amor es arte, no verdad. Es como pintar decorados.


Y entonces a mí no me queda otra que brindar por la salud de mi imaginaria amiga del alma.

domingo, 2 de marzo de 2014

Claro

 
El blanco del cielo es tan monótono que, salvo cuando anochece, todas las horas parecen la misma. Los árboles han perdido su sombra; el cuadro de mi ventana no cambia. Si nunca volviera a salir el sol, ¿sería posible percibir el paso del tiempo, las mutaciones del día?

En esta hora de la siesta, las cosas del mundo se ven tan calladas y planas como después y antes del desayuno, como al mediodía. Domingo infinito en el que cabe de todo: leer antes de ponerme el sujetador y las gafas y de inaugurar oficialmente así la nueva mañana. Destripar boquerones y guisar un trozo de ciervo a un fuego tan lento como para transformar las dos habitaciones de mi casa en una venta serrana. Brindar con sidra, ratonear chocolate. Levantar la tapa del ordenador con la esperanza de que un teclado cuyas letras apenas distingo me permita jugar a que hablo un nuevo lenguaje. Más inocente, más nutritivo.

Ahora llueve otra vez, y a pesar de su insistencia, quién se resiste a admirarlo. Hay un almendro en flor ahí afuera, en este rincón descarrilado de la ciudad que tiene tanto aire de pueblo. Los cipreses amarillos de polen están prometiendo estornudos. Todos los coches se han refugiado en sus garajes, como si hubieran escuchado una sirena de alarma. Como si de un momento a otro esperasen un bombardeo de quietud. Entre punto y punto seguido, paro y contemplo cómo la poca luz y la lluvia hacen un borrón del domingo; un tiempo que levita por encima de la duración.

No debería ocurrírseme publicar estas cosas, porque luego me quedo yo sola, con la sensación de estar escribiendo uno de esos mandalas de arena que se componen para después ser barridos de un manotazo. Pero mientras miro llover como si las nubes me necesitasen para vaciarse, y mientras encadeno frases mojadas que lo más seguro es que no digan nada, me parece entrar en un leve trance. Me he levantado hace un ratito a mear, y al volver al salón, el escenario donde transcurre mi vida ha vuelto a asombrarme: las cosas que están ahí donde yo las he puesto, porque yo las he escogido y juntado. Los árboles que, en medio de la ciudad, me siguen apoderando. Compartir espacio y silencio con una persona que tampoco se me parece tanto, cuando no hace muchos años pensé que jamás podría vivir con nadie.

Me acuerdo de entonces. Me acuerdo también de esa otra yo convencida de que la soledad iba a dejarla en los huesos. Miro la lluvia, las horas no pasan, el domingo está quieto como un barco en un mar fantasma; así es como me acuerdo de toda esa gente que he sido y que me ha traído hasta esta tarde. La abonada a la nostalgia. La que nunca estaba conforme. La que siempre prestaba más atención a lo que le faltaba. La que no prestaba en absoluto atención. La que pensaba que la fiesta estaba en alguna otra parte. La que se creía una farsante. La que se revolvía contra su insignificancia. La perfeccionista. La que no hacía ni un movimiento por miedo a parecer ridícula o torpe. Hablo de ellas en pasado. Las he dejado que se vayan muriendo de hambre.

Y después les he dado las gracias. Al fin y al cabo, llegar hasta aquí, hasta este salón que huele tan bien a ciervo, a convivencia y a libros, hasta este domingo infinito en el que nada me falta, ha sido un buen viaje.