viernes, 28 de febrero de 2014

Ava

 
La veo suspendida de la mitad de las farolas de la ciudad, capaz todavía de hacerle sombra a las bombillas. El blanco de la piel aquilatado por el vestido negro, la arquitectura insuperable de sus cejas y de sus huesos. El pelo, claro, ese tipo de pelo que tan fácilmente descarrila hacia la greña. Ella es perfecta de todas las maneras, pero como más me gusta es así, con el pelo largo y suelto, más que con el sofisticado corte en aureola que redobló su estatus de producto de lujo, su destino de icono. La veo en folletos y en cartelones, apropiándose de las fachadas de un hotel y un teatro tan rancios como las películas que se comió. 

No sé cómo no hay más accidentes de tráfico

De camino al gimnasio me topo con ella al menos un par de veces, y en cada una estoy tentada a pararme. Stop. Que se detengan reloj y rutina. Que cese el trasiego. Uno no puede dedicarle un vistazo y pasar luego de largo. Pero es lo que hago, porque a estas alturas de civilización audiovisual quedaría rarito que me parase a admirar el cartel de una estrella de hace mil años. Tan sabida, tan emblemática, tan inevitable como un refrán. Así que busco con mis ojos su ojo casi escondido tras la melena. Como excusándome. Es que se me hace muy tarde. Es que da susto mirarte. La gente después me parece demasiado simiesca. Como si todos nosotros fuéramos un esbozo en una servilleta y tú, sólo tú, la obra firmada de Dios.

Yo siempre estuve enamorada de Ava. No voy a cambiar de palabra. Enamorada. Crecí en una época en la que la tele era una cosa distinta a la de ahora. Los sábados, tras la paella o el cocido de sopa y pringá, solían poner películas viejas, y entonces era cuando el puente hacia la purpurina y la ficción desbocada de Hollywood se restauraba. En los ochenta, ese museo de estrellas polvorientas e historias risibles todavía tenía poder para encandilarnos. Anidábamos en el sofá y nos tapábamos con una manta o, si nos hacían poco caso, nos tumbábamos boca abajo en el suelo fresquito. Y volvíamos a ver películas que ya habíamos visto antes, que ya eran viejas cuando nuestros padres las conocieron, que podrían haber sido estrenos para nuestros abuelos, si no hubieran vivido en un país de ocios raquíticos. Nos pasaba como a los griegos y su teatro: las historias de siempre tenían aún cierta vigencia, el esplendor de una estrella muerta hace eones en una remota galaxia. El imperativo de la novedad radical no era aún dictadura: había dos canales de televisión, y una menor presión por parte de lo inmediato. Así que el technicolor y los doblajes pomposos no eran algo de lo que tuviéramos que avergonzarnos. No los admirábamos mordazmente como se admira a lo camp o a lo kitsch. No conocíamos el sentido de la palabra bizarro. Tan sólo nos dejábamos arrastrar por la sensiblería y el boato, por aquellos rostros y cuerpos que no iban a pudrirse jamás.

Y el de Ava menos que ninguno. Una era un cachorrito inmune a cosas extravagantes como el deseo o la sexualidad y, sin embargo, cuando ella aparecía en la pantalla, podía notar el cortocircuito, era tan sensible como cualquiera al poder de ese imán. ¿Qué podía ser? ¿Qué era lo que te envolvía y hacía que te pusieras serio como un perro que oye ecos que tú no distingues? No lo sé. Yo, como cualquiera, sabía de eso tan poco como para resumir el arrobo pensando madre de dios, qué cosa tan guapa.

Ahora miro imágenes suyas, las estudio en parte para satisfacer esa curiosidad, y en parte para que me perdone por no plantarme ante sus carteles. Y sigo sin saber qué hay detrás, allá a lo lejos, donde suenan los ecos. Está la perfección física, por supuesto, alcanzada a golpe de genes, foco y pincel, y en algunas fotos, una fiereza estudiada, la conocida sensualidad de escaparate. Y luego está esa mirada que a veces, en fotos como las de abajo, ya no puede esconder, y que no es melancolía ni tristeza, pero que se les parece. Una especie de intuición de que eso que encandila a la cámara y al ojo es una pura ficción, no porque sea postizo, sino porque está yéndose, como se va siempre el tiempo: justo en el momento de la captura, ya se ha esfumado. Ava nunca será tan hermosa como la que acaba de escapar. Contemplo su rostro y no sé por qué, me vienen a la mente recuerdos de una plenitud que, cuando tocó vivirlos, pasó desapercibida. Cosas muy tontas: una toalla de playa, mi nuca contra un abdomen moreno, una risa cualquiera, la vieja película de sobremesa, Mogambo. Instantes triviales que, sólo por haber pasado, se han convertido en mitos. 


Añadir leyenda
 

martes, 25 de febrero de 2014

Si nunca fuiste mi amigo en la realidad

Una poca de cosa sí que da que Facebook se haya apoderado de Whatsapp. Porque aunque esté de capa caída, aunque se haya convertido en la versión virtual de ese buzón de correos que ya ni te molestas en desatascar, Facebook sigue conservando un perfil que a mí me parece siniestro.

Facebook altera la textura de la realidad. Facebook baraja los planos en que te mueves, como si tu vida fuera un truco de cartas. En eso opera más o menos como tu cerebro: confunde los términos más o menos estables de lo que está cerca y lo que está lejos, de la verdad flagrante de tu vida y de las hipótesis que descartaste o te descartaron, de lo que tienes y lo que se perdió. Facebook es un constructo muy parecido a la imaginación.

Facebook se divierte contigo como la Madame Merteuil de Las amistades peligrosas, y por eso no pone obstáculos a que entre tus amigos figure gente que dejó de hablarte hace mil años. Te da permiso para contemplar tráilers de películas que te han sido estrictamente vetadas. Te cuela en la remota cocina de alguien que una vez se metió en tu cocina. Te chiva quién ronda la cama todavía más remota de alguien que una vez durmió, y lo que sigue, en tu cama. Te da apuntes de lo que podría haber sido tu historia si él no hubiera sido tan veleidoso; ella tan apremiante; tú tan distraído, tan inmaduro, tan poco atento a las señales; vosotros en realidad tan asimétricos; vuestras ciudades tan distantes. Facebook convertido en el álbum de tus vidas alternativas.

Facebook: escaparate de Tiffany´s.

Alguien que sólo te llevo a la playa para celebrar vuestra ruptura con un arroz de pescado a destiempo enseña sus huellas sobre la arena, en una foto de Facebook. Alguien que con los ojos achinados del flirteo planeó viajar contigo a Tailandia se deja fotografiar a lomos de un elefante por una cámara que no es precisamente la tuya. Alguien cumple años: La Red te permite saberlo, tu orgullo te prohibe felicitar. Alguien cuelga una imagen del que debería haber sido tu plato favorito. Alguien te comunica a ti y a cualquiera su desazón y su contento, su esperanza y su hastío. Alguien mira la misma puesta de sol que tú miras, y te parece ciencia ficción.

Facebook: una barrera elástica que te rebota bien lejos de lo que estuvo a punto de ser tuyo.

Ahora Facebook compra Whatsapp, ese territorio en el que la intimidad todavía es una cosa abordable que se deja puntuar. Y a mí me da dentera imaginar que se abre una puerta de acceso a todos los muñequitos amarillos, las cacas sonrientes y los secretos de gente para la que mi existencia se resume en un retraído muro virtual.


domingo, 23 de febrero de 2014

Sí, quiero

 
Hace una semana hubo una verdadera noche de bodas. Una de esas bien anacrónicas, cuajada de vetos, impaciencia y pudor. Hace una semana estrené mi colchón nuevo, y al matrimonio llegamos vírgenes los dos. Él se veía inmaculado y tan blanco como el alma de los nonatos; yo nunca me había comprado nada con lo que mi cuerpo fuera a tener un vínculo tan duradero y estrecho.

Vino a mí un poco al azar, después de mucho porfiar con intentonas y pruebas. Pasa así también con la persona con la que finalmente te enlazas y con las que se van quedando en el camino del corazón. Miré por aquí, vi escaparates, me dejé tentar con ofertas. Merodeé, lo dejé pasar, me dije que no era tan importante. Al final las cosas se pusieron serias, y me vi saltando de cama en cama, probando este modelo o este, este modelo o este, este modelo o este, calibrando los pros y los contras de cada uno, anticipando febrilmente como siempre que toca tomar una decisión. Elegí, y después de tanto titubeo, las circunstancias me corrigieron: ese modelo en concreto estaba descatalogado. Había gastado mucho tiempo en la búsqueda de lo perfecto y, fíjate, al final me vine a casa con el colchón del que no me había enamorado a primera vista. Sin duda, un buen colchón.

Al volver de Ikea, lo desembaracé de sus plásticos y entonces me entró el pánico del error. Maldije a todos los Erik y los Sven y los Björn; maldije al genoma vikingo; maldije a los diseñadores de mobiliario adaptados a cuerpos tan altos. Maldije a mi colchón de dos metros de largo, a duras penas compatible con la decoración de mi vida. Pasa lo mismo al principio con la persona con la que de repente te ves compartiendo el espacio. Llega un elemento nuevo a tu hábitat, en un derroche de ilusión y osadía, y al poco te asusta la cantidad de cambios que deberá sufrir tu mundo relativamente ordenado para hacerle sitio a la novedad. Pero se lo haces. Como puedes te vas adaptando. Haces unos pocos ajustes; mueves muebles y desechas sábanas; pagas la aventura con unas pocas renuncias.

¿Nos dimos inmediatamente al cuerpo a cuerpo, mi colchón nuevo y yo? No. Había que esperar al menos tres días para que él adquiriera su consistencia definitiva. Lo puse de pie contra la pared. Lo miraba deseosa al despertar en mi vieja cama antipática. Me moría por acostarme en él. Un colchón nuevo. Un colchón nuevo que me iba a librar del agarrotamiento. Un colchón con el que iba a unirme en la salud y la enfermedad. Un colchón en el que buscar un alivio para el cansancio de los días. Un colchón es una presencia esencial.

La mañana del tercer día preparé nuestra noche de bodas. Arrumbé el amasijo de muelles rabiosos con el que me venía conformando. Tumbé el colchón nuevo sobre la cama. Estiré las sábanas con una delicadeza infinita. Y me prohibí poner sobre él un dedo hasta pasada la cena. Nada de escarceos, nada de siesta. Nuestra primera noche tenía que ser especial. Había que construir un deseo todavía más violento. Había que esperar. Y esperé. El tiempo de la cena pasó. Llegó el momento que no volverá repetirse, la abrupta transición del desconocimiento a lo que poco después se volverá costumbre. Ese momento en el que cabe todo un espectro de posibilidad. Y.... Fue indescriptible. Nada ni nadie se había ajustado de esa manera a mis curvas. Ninguna cosa me había dado una bienvenida igual.

Una semana después escribo medio recostada sobre mi colchón. La huella del primer contacto se pierde. El idilio de entrar en la cama se convierte poco a poco en una agradable rutina. Y tengo que reconocer que el hombro izquierdo sigue sin encontrar su sitio en la horizontalidad. Pero mi carne se va amoldando a su espuma. Dentro de poco tal vez me acueste y me olvide completamente de mis tensiones, de mis carencias, de mí misma. También es así como ciertas personas se hacen imprescindibles. Una semana basta para saber que estrenar un colchón debe de ser parecido a casarse.

viernes, 21 de febrero de 2014

Laura y mi instinto


Atrapado por su pasado. Al Pacino redime su cara de crupier del Costa Concordia con una aristocrática barba. Va recorriendo los pasillos de un hospital con el culo y los puños cerrados, dispuesto a ajustar cuentas con un amigo traidor. En realidad Al, o Carlito, es un tipo bastante majo que tuvo la mala suerte de crecer con el apellido incorrecto en un barrio chungo de Nueva York. La criatura, legítimamente rehabilitada tras unas vacaciones en el talego, encuentra enemigos sin proponérselo. En el hospital, el tufo a decadencia y desinfectante se confunde con el after shave de los matones que lo persiguen. Carlito busca la habitación donde está ingresado el compadre que lo ha metido en problemas, con el rabillo del ojo puesto en las esquinas y las salas de espera. Hasta ahora se ha ido apañando en el juego macabro de la supervivencia. Carlito tiene meridianamente claros los instintos que necesita para ir tirando.

De toda la película me quedo con ese momento: la rasposa voz en off de Pacino describiendo su sexto sentido para cazar antes de ser cazado. Una suave añoranza me pellizca mientras se desarrolla la escena: sería bonito tener así de presente y aferrarse en el momento oportuno a una estrategia de vida. No a unos principios o valores fundamentales: esos uno los termina encontrando si se para a buscarlos, igual que los sujetadores de la talla 85 en las rebajas. Pacino y yo nos referimos a algo que no tiene discurso ni nombre, y que no hace falta pensar porque se lleva como una cicatriz del aprendizaje en las entrañas.

Al día siguiente de ver la película seguía pensando en cuáles podrían ser mis instintos. Daba vueltas en vano. Quizás deba reconocer que no soy una criatura salvaje. Dos días después, un descubrimiento fortuito, mientras moneaba con el móvil en un descanso del fárrago gimnástico, me llevó a identificar uno de ellos: yo, al menos, presiento cuándo una persona vale realmente la pena, a las primeras de cambio. Lo adivino, antes de preguntar su nombre una segunda vez. Lo sé en la barriga. La configuración química de esa persona me lo chiva. Ciertas auras me guiñan. No voy a decir que sea infalible. Por supuesto que hay gente por la que aposté mi confianza que terminó dejándome en bragas el corazón. Pero en esos casos sólo debió de activarse un sucedáneo de instinto. Mi verdadero talento, mi facilidad tan escasamente aprovechada , está en reconocer a aquellos con los que podría haber compartido útero.

Con Laura mi instinto no se equivocó en absoluto. No hace falta que diga que en cuanto la conocí su tranquilidad y su humor súbito me encandilaron a partes iguales. Fue testigo de paisajes que podría nombrar en mi epitafio, y compartió conmigo y con otros el mejor sabor de un verano, en un sitio que, entonces sí, de aquella manera risueña claro que sí, podía convertirse en mi hogar. Mucho después se coló por uno de esos prodigiosos resquicios que Internet perfora en el tapiz de aislamiento de cada uno, y vino a parar hasta aquí. Por usar una frase de molde: vino a acompañar, a recorrer amistosamente mi tránsito, a colaborar. Vino, como todos los que paráis o pasáis por encima de lo que escribo, a hacer de mi particular experiencia y de mi mirada una cosa más rica y más general. Vino a cargarse la soledad.

Y no sé si le provocará pudor que lo haga público, pero ahora, desde este mi púlpito esquinero, yo os invito a que continuéis o comencéis la ruta de la lectura camarada en su recién nacido blog. Ella es ya de la familia, y seguro que os emocionáis tanto como yo.

Porque ahí hay corazón.

miércoles, 19 de febrero de 2014

Flotadores torpes como manguitos

 
Nos levantamos tan, pero tan temprano cuando nos toca hacer el censo de conejos, y la ceremonia del despertar es tan, pero tan parecida a la del resto de días, que corremos el riesgo de creernos importantes: enroscamos la cafetera con la persiana de los ojos a medio subir; nos lavamos baba y legañas; suspiramos como un acusado al que el juez declara inocente cuando el primer bocado de tostada nos llega al estómago; cumplimos punto por punto nuestro ritual mientras afuera sólo hay oscuridad y silencio, con tanta destreza, que es como si nos hubieran encargado el montaje del nuevo día, de los árboles y la calle y los coches que empezarán a parasitarla sólo cuando nosotros bajemos a ella. Pero con solo encender la radio, la presunción de ser gallos desaparece. El mundo no estaba esperando a que nos levantáramos. Ha estado funcionando o dejando de funcionar exactamente igual que ayer, autista como todos los días.

Y la radio amenaza otra vez nuestro estatus de animales saciados. Alguien con unas entrañas muy discutibles se atreve a decir, mientras tú duermes, o ríes, o le miras el culo a la vecina, que a unas criaturas que nadaban agónicamente en Ceuta, hace poco más de diez días, se les disparó con pelotas de goma sin más objetivo que marcarles por dónde va la frontera entre España y Marruecos. ¿Se puede seguir desayunando después de eso? Me veo obligada a decir que sí, que se puede seguir engullendo y durmiendo y riendo y deseando al vecino, por más que la falta de compasión se siga jactando de su dominio.

Una raya invisible en el mar. ¿Quedaba alguna duda de que la abstracción también mata? Contra esa certeza, sólo queda aferrarse a la tangibilidad de las cosas que entran por la piel y por la mirada. Lo más seguro es que ni siquiera sean sólidas, que no te puedas fiar mucho de ellas. Pero cuando para atravesar un barranco no dispones más que de un frágil puente de tablas, lo mejor que puedes hacer es desviar la mirada del fondo y poner tus pies ahí donde tu lógica y tu apoyo se tambalean.

Yo sé que la belleza intrigante que tiene conducir de noche por una carretera comarcal nunca salvará la vida de nadie. La niebla horadada por los focos. Los árboles desnudos en el arcén, semejantes a garras o a ángeles de la guarda. El consuelo de ver cómo un amanecer aunque sea nublado se levanta como la carpa de un circo. Mi dolor de cuello por estar mirando desesperadamente a ver si otro de esos cómicos conejos salta a nuestro paso y, cuando eso ocurre, la seguridad de que una red intrincada de vida sigue haciendo su trabajo. Mi mano izquierda a tres dedos de tu rodilla. El vaho que demuestra que soy todavía una criatura caliente. Nada de eso evitará que haya quien se siga ahogando.

Pero si sigues ahí firme para registrarlo, quizás logre rescatarte de una opresiva sensación de impotencia.  

(Esta no es una penita pequeña)


lunes, 17 de febrero de 2014

El Rastro interior


Yo debía de ser muy chica, porque en el recuerdo participa mi abuela. No, no participa: lo protagoniza. Quizás sea un recuerdo falso, o un brebaje compuesto de escenas de diferente naturaleza. No lo sé. El caso es que ella está ahí, sentada en una silla baja, una de esas con el asiento de mimbre a las que ya no les queda mucho para dar el salto de lo pintoresco a lo vintage. Tiene las mangas negras subidas a la altura del codo, por la faena, o a lo mejor porque trabaja al aire libre del patio y hace buen tiempo. En la flaca memoria que conservo de ella, siempre la veo vestida de oscuro, como si fuera un tótem de su tierra.

Hay un barreño lleno de agua a su lado, un montón de plumas pardas al otro, un animal que se va quedando desnudo encima del halda. Ella va dando tirones, dejando a la vista la carne un poco ridícula, sin saña. Seguro que hay plumón flotando en el aire. Seguro que tengo la esperanza de que se me termine posando encima de la nariz o la frente. Seguro que siento a la vez la fascinación y la repugnancia propias de la niña retraída en la que estoy a punto de convertirme. Es toda esa suciedad y esa descomposición, ese olor terrible del pollo escaldado, y esas manos que, yo no lo sé todavía, han trabajado tanto.

Es posible que me lo haya inventado, y que la que preparaba lo que poco después sería milagrosamente un guiso no fuera mi abuela, sino mi madre o alguna de mis tías. Pero ella está ahí de modo tan pertinente, cuadra tan bien con el color extraviado de la escena, que no me atrevo a levantar el teléfono para consultarlo con alguna de las tesoreras de mi primera memoria. Hay algo remoto en ese acto de transformar un animal en comida, tanto como en la abuela que murió antes de que yo aprendiera el significado de la pérdida.

Un montón de plumas pestilentes como canon por quitarle la vida y la forma a un pollo para comértelo. Suena primitivo y vetusto, en nuestro realidad de poliuretano, ¿verdad? Pienso en los otros animales que se han despellajado en aquel patio, conejos y alguna que otra liebre, para alegría de los paladares adultos. Pienso en el huerto de mi padre, que antes fue de su padre. Me honro de tener una herencia de manos sucias de sangre y uñas negras de tierra.

Aparte de aquella escena, hay otras cosas que el correr de mi vida ha convertido casi en leyenda. Los huevos naranjas y blandos que las gallinas se reservaban adentro, como si fueran lingotes. Leche caliente de teta en una cántara de plástico verde. Los cubos llenos de altramuces y chufas que colgaban de un puestecillo de chucherías rodante. La cinta paranoide de una casette, cuando se enganchaba en las tripas de la radio. El descaro rojo de la mercromina. Las pocas obleas consagradas que se fundieron sobre mi lengua. El botón de encendido de una calculadora. La expectación con que recibíamos a mi padre cuando llegaba a casa con el Teleprograma, y la tele era todavía un acto de magia. Las buretas y demás cachivaches del laboratorio. El caracoleo de la aguja en una brújula que nunca llegué a dominar. Ah, el sádico compás. La llamita que asomaba en los bajos del horno de gas. Los dedos de V. cortando cebolla con precisión de forense, y yo sin saber dónde acababa su mano y dónde empezaba el cuchillo. La cinta transparente que sellaba los paquetes de Ducados de mi padre o mi tía, y que yo recogía para enrollármela en los dedos. Su voz tan fornida.

Todo tan antiguo y tan analógico como el olor a pluma mojada o las manos de una abuela muerta hace treinta años. No volverán nunca. Quizás nunca se han ido.

sábado, 15 de febrero de 2014

En cualquiera de sus versiones es rara la siesta

 
No es echar la siesta. Yo creo que pasados los treinta, y aunque toooda mi familia me contradiga, no hay tiempo ya para dormirse cuando al día le quedan horas de luz. Sólo es un instante de capitulación. El libro sigue muy cerca de mí en la almohada, adormilado como un amante. Hace un momento estábamos todavía el uno dentro del otro. Ahora toca refugiarse en algo que, como siempre después del amor, no es compañía, pero tampoco la soledad.

Tengo imágenes en la mente que no sé si he leído, vivido o imaginado. Bendición del letargo. He hecho entrega de mi voluntad de control. Oigo pájaros amortiguados, como si el aire fuera agua y mi habitación, una bañera. Noto tras los párpados cerrados un sol que, entre tanta borrasca, parece recién estrenado. Pero dentro todo se funde. Se expande lento como miel derramada. Un chute de anestesia al núcleo de mi personalidad. Casi dejo de estar en este o en cualquier otro sitio, y lo mejor es que me doy perfecta cuenta de ello. Adiós, adiós, hasta luego.

Entonces, en el naufragio, un pedacito de memoria se prende desesperadamente a mi conciencia. Cualquier cosa vale, sobre todo si no viene a cuento. Una clase de química en el instituto; la pila de folios usados en el escritorio de la oficina; toda la porquería de apuntes y bolsos sucios y abrigos que nunca volveré a ponerme y que acumulo en el armario de la casa paterna: un museo arqueológico pasado de moda, un contenedor de derribo. Cualquier alusión a mi historia basta para que el gustillo erótico del sopor se transforme en otra cosa.

Y es que veo esos rastros de lo que he sido o estoy siendo, y de repente me cuesta demasiado establecer vínculos con ello. ¿Qué tienen que ver con la persona que está tumbada sobre el edredón y que apenas recuerda su edad y su nombre? ¿A quién pertenece esa carga monumental de recuerdos? Es como si la cadena evolutiva que me ha conducido hasta esta cama se hubiera desintegrado radicalmente. Como si hubiera nacido ahora mismo y con plena consciencia. Extraño. No sé si desolador o reconfortante.

Y no es sólo eso, no ocurre sólo con el pasado. Hay más polizones: propósitos y deseo, y también dudas y coordenadas que no terminan de estar claras. Escribir, qué demonios es ese anhelo. Querer conocer la textura de la vida ajena, ¿de dónde ha salido esa avidez? ¿Quién ha encapsulado todo eso y lo ha colado de contrabando en mi mente?

Pasa también con los personajes que impulsan mi trama, los que me dan réplica en una historia que ahora mismo aún tengo que aprender a reconocer como mía. Gente con la que, al parecer, paso tantas horas que deberían figurar en la foto de mi DNI. Gente que, fíjate, por fortuna o capricho, quiero en mi vida. Gente cuyas mitocondrias se parecen sospechosamente a las mías. En esta hora en que las cañerías de la duermevela están todavía por desatascar, todos ellos podrían haber sido inventados.

Bajo una manta azul que tiene también tanta historia y ADN míos, eso es precisamente lo que me inquieta: que las imágenes, y las emociones y las personas sean sólo un producto mental. Por eso tengo que aferrarme a los pájaros, a las agujetas en mi culo y mis hombros, a la blandura del edredón bajo mi costado, para recuperar el contacto con lo real. Si presto una atención aguda, todo lo demás podrá salir de su hechizo. Volverá a pertenecerme y a liberarse de mí al mismo tiempo.


(¿Que a qué viene el nombre de esta etiqueta? 
Es un hecho probado que en fin de semana la blogosfera es el desierto de los tártaros, y por eso, habrá sábados en los que me daré permiso para desbarrar)

miércoles, 12 de febrero de 2014

Las sirenas cantan en sueco


Volvía a hacer una mañana de perros, y por eso me propuso ir a Ikea. Me debatí sólo un poco, por seguir nuestro particular protocolo. Está como a ochenta kilómetros. ¿Y qué? Mucho coche para comprar un colchón, ¿no te parece?. Para eso sirven los coches, no para que te eches la siesta en la parcela de tu padre. Pero he quedado a las cinco en La Almoraima. Tienes tiempo de sobra.

Pues a Ikea que nos fuimos. Total, la borrasca nos había desahuciado de las playas y montes. Y leer sin meternos en nuestros respectivos huevos de luz amarilla, cada uno al abrigo de una lámpara de pie, y sin la perspectiva todavía mejor de entregarnos al sol, daba bastante pereza. Así demostrábamos una vez más nuestra contemporaneidad: si no sabes qué hacer, refúgiate en la incubadora de un centro comercial. Ahora se me ocurre que esa opción está levemente pasada de moda. Hace tiempo que las alegrías salvajes del consumismo dejaron de ser verdaderamente modernas. Lo que toca desde que empezamos la década es prepararte para guardar toda tu vida en una maleta. Por si te echan de tu casa. Por si tienes que abandonar el país.

Pero nosotros siempre hemos sido un poco anacrónicos. Y tenemos suficientes excusas para creer que tenemos el control de nuestros apetitos y gastos. Yo Necesitaba Un Colchón. Un colchón Caro. Cada mañana a eso de las seis me lo suplican mis omóplatos. Todos los músculos de mi cuerpo, de rabadilla hacia el norte, suspiran porque les apañe un matrimonio con la espuma viscoelástica y el látex. Llevo unos meses tratando de asimilar el hecho de que ya no soy joven. Digo yo que, al menos y a cambio, podré disfrutar de los caprichos de la madurez.

Ikea es un lugar raro. Algo codiciado y artificial como Los Ángeles. Peor aún: como Dubai. Ikea está repleta de espejismos, de paraísos ficticios. Con esas simulaciones de hogar donde cabe de todo, salvo la inutilidad. Ese orden alérgico al polvo de la vida diaria; esa incapacidad obtusa para entender que la entropía es el verdadero canon del Universo. Es inevitable quedarse boquiabierto ante el mecanismo perfecto de sus viviendas expuestas en canal. Como no encandilarte con ellas, si tienen el encanto del Primer Mundo contemplado vía parabólica desde una chabola. ¿Sería posible una vida así para ti, capaz de purificar tus pequeños vicios domésticos? Como extraditar una pelusa bajo el sofá con la punta de la zapatilla, para no tener que barrer. O echar un jersey con demasiada premura al cesto de la ropa sucia, para no enfrentarte a un armario superado por la falta de espacio. O seguir tolerando con una mezcla de desdén y nostalgia las viejas fotos colgadas sin marco en las paredes, como en un piso de estudiante. Ikea te lleva a soñar con una versión más esmerada de ti.

Ikea demanda que tus trastos y tus tapicerías expresen bien lo que eres. Siembra esa honestidad intransigente de las casas de Amsterdam: esto es lo que soy, y me siento tan a gusto con ello que mis ventanas no necesitan cortinas. Ikea, al igual que la moda, exige que escojas y demuestres una determinada personalidad: eres creativo, eres discreto, eres desenfadado, eres natural. Eres un adjetivo que se traduce al mundo exterior con el nombre en sueco de una butaca.

Ikea te arrastra y levanta en su ola - tsunami de cosas asequiblemente bonitas. Te desafía a mantenerte firme en tus razonables posturas de austeridad. Te nubla la vista a fuerza de cantidad, precio y diseño amable. Te esconde los costurones de la producción masiva y la cultura del usar y tirar. Te embriaga igual que el whatsapp.

Salí de Ikea con mi Colchón, por supuesto. También con una tabla de cortar, un ramillete de flores de tela, y una funda nórdica con dos fundas para almohadones que nunca usaré, porque los suecos no se enteran de que en estas latitudes somos muy de agarrarse a la almohada. Mi casita tiene la vocación pero no la aptitud necesaria para convertirse en un impecable piso-piloto. Lo que allí es pulcritud, aquí es pura acumulación. Y lo más turbador es que, si la policía me obligara a desalojarla, no me llevaría nada conmigo. Quizás solamente un cepillo de dientes y el ordenador.

En un Mundo Ikea no hay compromiso ni amor verdadero hacia unos pocos y buenos objetos. Sólo antojos y muescas en tu revólver. Un encapricharse incesante, seguido de un aquí te pillo, aquí te mato y un olvidar.

lunes, 10 de febrero de 2014

Metabolismo basal


Hace dos días le dije a mi madre que me venía a Estepona. Nada definitivo, nada ni mucho menos insólito: la dinámica habitual de los habituales descansos de cuatro días que siguen al fin de semana que habitualmente me corresponde trabajar cada mes, desde hace diez años. Cómo te gusta tanto Estepona, me preguntó. Y aunque en el fondo sé por qué lo hizo, mi automática mente siguió en el mismo tono el diálogo: y tú cómo me preguntas eso, a estas alturas de nuestra película, y con todo lo que llevo ya escrito.

Así que aquí estoy de nuevo, rodeada de hombres que leen y de gatos. La chimenea no está encendida: es todavía un receptáculo negruzco de ladrillos sin mucho encanto, y no el lugar donde el asombro primitivo del fuego se actualiza. Mi padre acaba de terminar su tarea zen en el huerto. Parece que aún no se ha dado cuenta de que llevamos toda la tarde instalados mórbidamente en el chorro de la calefacción, como dos decadentes. En breve agarrará el mando del aparato, airado como un Dios de Miguel Ángel, y desbaratará nuestro simulacro de primavera tropical. Pero el cielo se ha puesto rosa. El invierno se queda fuera. Nico escruta el bullir de mis dedos sobre el teclado. Quién podría estar aquí mal.

Insistir en las razones de por qué vuelvo a este lugar en cuanto puedo me da un poco de apuro. Lo he hecho cien veces, y me parece de un gusto tan discutible como argumentar por qué quiere uno a sus padres. Después de todo, y aunque mi madre se haya mudado provisionalmente, este es mi hogar. Pero escribir sobre ello me resulta tan fácil, que no puedo dejar de entenderlo como una manera más de sumarle descanso a mi descanso de la ciudad, el trabajo y mi voluntad.

Para empezar, este sitio me engancha por estar indeleblemente unido a la perspectiva del ocio. Aquí nunca he encadenado despertares forzosos. Sólo el viento o el hambre de mis tripas o de mis piernas tienen potestad para levantarme. Tampoco he puesto nunca mi tiempo a disposición de las órdenes de otro. Nunca he respetado siquiera las órdenes que yo misma me impongo. Aquí echo la siesta. Y como bizcocho. Vivo en un lapsus, en una pequeña república independiente de mi empeño habitual. Aquí vivo una auténtica vida de hidalga.

La geografía. Cada fachada de la casa paterna encara reglamentariamente a cada punto cardinal. La fachada del norte es huraña, la del sur, un poco indolente, aunque no sea capaz de escondernos el mar. Las que dan a Poniente y Levante se llevan todo el protagonismo, como no podía ser de otro modo a esta altura del mapa. La casa parece estar justo en medio de la trayectoria solar, probablemente como todas las casas del mundo. Pero sólo aquí puedo arrebujarme en el sofá y ver cómo mis manos se van tiñendo de naranja conforme el sol se acuesta. Mi horizontal y la suya coinciden: el amanecer y el atardecer me atraviesan.

Está muy cerca de los lugares que componen mi álbum de bodas con el paisaje. Pienso en una senda amarilla entre areniscas estampadas con líquenes; en dunas, árboles y cometas, y en arena tan fina como el azúcar glass; en el Peñón enseñoreándose de todas las vistas.

Hay hierba, y yo soy adicta. Que se me entienda. La tierra desnuda y la roca me intimidan, la hierba húmeda sabe mullir mis retinas. En el fondo tengo afanes de vaca. Me acuerdo de cuando en vez de casa había una chabola de aperos, y veníamos a pasar el domingo en el campo. Me recuerdo a mí misma pequeña, leyendo tumbada entre tréboles, chupando tallos de vinagreta. Todavía me dura esa felicidad. 

Hay mar también. Y no pienso polemizar otra vez sobre su necesidad. Hay rocío. Hay un huerto que es como un escudo de armas. Hay cosas ricas que crecen y que, con un giro de muñeca, pasan de pertenecer a la tierra a ser de tu carne. Hay padre y hay madre. A veces, y a intermitencias, hay hermana también.

De la luz, qué más se puede decir. Tiene una enjundia especial, una carnosidad, una pureza quirúrgica. Los colores son brillantes como en un cuadro fauvista. Todo parece más nuevo y más limpio. Más íntegro. Ves esa higuera, y te da la impresión de que tiene más facetas de las acostumbradas; Miras, y te parece que tienes acceso a la espalda censurada de la realidad. Es una luz que no entiende de tacañerías invernales.

Jardines que bajo esta luz parecen de Marte


Vuelvo siempre porque, a pesar de vientos celosos o directamente asesinos, el verano nunca se acaba del todo.

sábado, 8 de febrero de 2014

Bloqueo sin drama

 
A veces levanto la tapa de este ordenador echando de menos una muleta. A la escritura le han salido cuernos, y yo no sé cómo torearla. Tengo mi propósito y el hueco hecho en mi tarde; el cacharro entre las piernas cruzadas, y la libreta en la que voy vertiendo cascotes de vida muy cerca, por si me hiciera falta. Mi cuerpo está aquí, pero quizás haya sido infiel otra vez, de pensamiento. Pienso en mis libros como en amantes. Siento nostalgia del coqueteo internauta. Pero en el dedo me aprieta la alianza que intercambié hace ya un tiempo con el testimonio de lo que vivo y lo que se me escapa. Quiero escribir, pero hoy no tengo nada más que ofrecer que mi empeño.

En momentos así, procuro ir paso a paso, a ritmo de japonesa. Aprieto el botón de encendido. Una cosa hecha. Meter la clave del equipo. La espera. Qué incierto el tiempo en que el sistema se despereza. En el fondo de pantalla aparece por fin la foto de tres árboles gaditanos de los que todavía estoy enamorada. Ojalá estuviera ahora debajo de uno de ellos, confiando en el guiño de las hojas a contraluz, sin duda ninguna de la correspondencia que hay entre nuestras químicas respectivas.

Pero son las ocho de la tarde, afuera sigue lloviendo, y lo más verde que hay en mi casa es un tendedero repleto de uniformes de trabajo. Estoy aquí, gracias a dios. En el lugar donde mis árboles favoritos perduran, todas las criaturas andarán mojadas y a ciegas. Estoy aquí. A veces hay que repetir las cosas para llegar a la médula de su rareza. Estoy aquí, en esta hora tan sólo y esta coordenada menuda del mapa. Hay árboles oscuros que gotean muy lejos de mí, pájaros que ululan sin que nadie los advierta, personas a las que no puedo acariciar la mejilla. Empeñarse en escribir es también un intento de refutar esa cortedad. Estoy aquí. Qué restricción. Estoy aquí. Pero qué milagro.

Tanto, que en cuanto te identificas por fin con tu posición en el mundo, el silencio acude a salvarte. Todo lo que no está incluido esta tarde dentro del pequeño globo de luz de mi habitación sabrá esperar otro momento. Todas las intimidades a las que no tengo acceso, todos los lugares por los que suspiran mi cuerpo y mi pasaporte, todo eso que no sabe cómo ser expresado. Terminará saliendo a flote, igual que llega la exhalación por más que intentes retener el aliento. Aunque no quiera reconocerlo del todo, la realidad se demuestra a sí misma con una profesionalidad admirable. No siempre precisa el servicio de traducción simultánea que los que escribimos nos empeñamos en prestarle.

Al fin y al cabo, nunca le tuve miedo al silencio.

miércoles, 5 de febrero de 2014

Viaje en silencio


      - Menos mal que mamá está muerta. 

Después de eso hubo lo que podríamos llamar una pausa teatral. Como si quedarnos perplejos y huérfanos fuera algo que lleváramos ensayando desde hacía tiempo. Lorenzo dijo su frase con una voz cavernosa que yo no le había escuchado nunca, y que me obligó a mirarlo como se mira a los desconocidos que saben demasiado de ti. Los cuatro bajaron la cabeza al unísono. Luego Iván se puso de pie, y nos dio la espalda para estudiar lo que pasaba tras la ventana. Coches que seguían frenando ante el semáforo en rojo, gente con bolsas parándose cuando le tocaba. Árboles sin hojas. Bufandas. Las suelas de sus zapatos rechinaron al cruzar la sala. Parecían renegar también de la inexplicable decisión de mi padre.

    - Menos mal – recalcó Marga.

Y ya nadie habló mucho más. Volví a pararme en la cara de mis hermanos, y en cada una de ellas encontré la misma rabia. Supongo que pasada la extrañeza inicial, se sentían traicionados. Ofendidos porque él hubiera desbaratado unas escenas mortuorias que todos dábamos más o menos por descontadas. El matrimonio de nuestros padres había sido algo así como un monumento nacional. Todos habíamos escuchado decir a nuestro padre, en alguna de las reuniones que organizó cuando se sintió lo bastante enfermo ya, que le faltaba muy poco para reunirse por fin con su esposa del alma. Y terminó saltándonos con aquello. Ni panteón familiar, ni mezcla de huesos, ni nada. Mi madre iba a quedarse compuesta y sin marido en el nicho.

Y yo, ¿qué sentí tras su incineración? Bueno, mamá murió hace seis años, y suelo pensar en ella todos los días, pero en esa ocasión su sentimiento de agravio post-mortem no fue ni mucho menos la mayor de mis inquietudes. Estaba un poco mareado, la verdad. Como si mi memoria tratara de aferrarse desesperadamente al carrusel desbocado en que se había convertido todo lo que hasta entonces sabía de mi padre. Quién era ese hombre. Quién cojones era ese hombre que, sin noticia previa, encargó que esparciéramos sus cenizas en una playa de Lanzarote.

- Eso habrá que verlo - Fernando siempre había sido el que se le había parecido más. Todavía no habían pasado ni veinticuatro horas desde que la firmeza y la tozudez de nuestro padre se habían dispersado sobre nuestras cabezas, y su hijo mayor era el que se veía más cabreado de todos. ¿Lanzarote? ¿Qué mierda es esta? Fue lo primero que había dicho un par de días antes, al  leer el papel con las disposiciones que mi padre dejó en una carpetita tan pulcra como todo lo que había hecho en la vida. Los otros cuatro nos habíamos mirado antes de empujarlo a continuar. Ni una palabra más, fue su respuesta.

Y no es que mi padre hubiera sido el más locuaz de los hombres, pero tampoco necesitó nunca palabras para que estuviéramos seguros de algunas cosas con respecto a él. Llevaba el secano en la sangre. Despreciaba el clima suave y la blandura que según él generaba en el alma. Nunca quiso llevarnos a la playa de vacaciones. Nunca manifestó el menor interés por las islas. Ni siquiera creo que pudiera concebir la idea de estar rodeado de agua. Nunca contó chisme alguno sobre noviecitas de antes de conocer a mi madre. Era de esas personas fiables y serias de las que cuesta imaginar que alguna vez fueron niños. Su familia era su tesoro, su paisaje favorito. Era transparente y honesto con todos nosotros. Siempre se vanaglorió de no guardarse secretos.

Ahora la urna con sus cenizas parecía hacerse grande sobre la estantería donde esperaba el viaje. Casi sentí ganas de ponerme a escarbar en ellas en busca de algo que explicara su decisión. Pero de mi padre ya no quedaba más que eso. Harinilla sucia y silencio.

lunes, 3 de febrero de 2014

Lo que te hubieras perdido

La boca entreabierta de Marilyn en el escaparate de una peluquería.

Olor a magdalenas impregnando las cortinas, las tapicerías, las pelusas que salen de sus escondites para fisgonear, el aire de un domingo, la piel humana haciéndose comestible.

La letra g, bobalicona como un bebé de pingüino.

Los limpiaparabrisas quejándose de manera sorda al vérselas con la escarcha. Escamitas de hielo que saltan al asfalto desamparado.

El autógrafo de la almohada en la mejilla. El pelo aplastado chafando un solo perfil. Un charquito perfectamente redondo de baba, explicando por sus propios medios el sentido de la placidez.

La prosa de Colm Toíbín en Brooklyn, elegante y algo velada, como un gato de angora que mirase la lluvia por el balcón. 
 
Aprender a atarte los cordones, a enhebrar una aguja, a manejar el teclado con una solvencia torpe de autodidacta, a que pies y manos conduzcan por ti, a decir no o te quiero.

Morder un tomate en agosto, con el mismo descaro profanador del que pisa la nieve intacta: algo que pierde su compostura, el chorro de jugo corriendo por la barbilla.

Al despertar, abrir los postigos de la ventana, y descubrir por el vaho condensado que la noche ahí afuera ha sido cruenta. 
 
Levantarte un lunes laborable con una semilla de las vacaciones en el ánimo.

El olor de los pinos calientes.

Mirarte un corte bastante dramático que te hiciste en el pulgar con el cuchillo del pan, y admirar el modo en que sus labios se están cerrando.

Que escribir no se haya convertido en algo tan sumamente pomposo que te prohíba abandonar la tarea para bailar una cancioncilla de Bruno Mars.

El pijama bochornosamente embutido en los calcetines.

Dormir la siesta en compañía.

El arranque de Entre dos aguas.

El acento de mi padre. Las manos de mi madre. La piel suave de mi hermana. Todas aquellas fotografías viejas guardadas en una lata.

Encontrar a la orilla del mar trocitos de vidrio suaves y opacos.

Las pestañas arracimadas cuando sales del agua. Lamerte la sal seca de un brazo.

El anhelo de correspondencia en los ojos de un perro.

Cádiz.
 
Poner en remojo los pies castigados y felices tras la caminata.

Canciones que te obligan a abrazarte a un cojín.

Ser testigo en el monte de cómo las piedras y plantas se sacuden la noche, al amanecer. El azor sorteando ramas con un silencio que turba.

El color naranja tras los párpados cerrados al sol.

Saludar a tu casa al volver del trabajo.

Quedarte embobada delante del horno viendo cómo sube un bizcocho.

Alguien durmiéndose en tu regazo.


Todas esas nimiedades que das por sentadas hasta que las miras con intensidad. Las entiendes de pronto: son tu carnet de afiliado al exclusivo Gremio de los Nacidos.


sábado, 1 de febrero de 2014

La fiebre se contagia

 
El que de lunes a viernes se queja amargamente por madrugar, y los fines de semana no necesita que el despertador lo saque de la cama cuando aún es de noche.

El que no le importa cosechar sabañones si su perdiz canta con un brío propio de Luis Mariano.

El que empeñaría la ortodoncia de sus criaturas para comprarse ese neopreno tan técnico que podrían haberlo patentado en la NASA.

El que hace oídos sordos al ultimátum de su mujer.

El que se echa la escopeta al hombro con el mismo suspiro rendido del que se inyecta heroína.

El que sale del trabajo zumbando y, antes de meterse el potaje entre pecho y espalda, le da de comer a su halcón.

El que conoce lo que se cuece en todas las ventas de carretera de España, a fuerza de encadenar una exhibición de cetrería tras otra.

El que programa sus vacaciones en función de las migraciones de la mariposa monarca.

El que ruge o se desentiende del mundo como un león en el zoo cuando la lluvia le impide engancharse a la roca.

El que sabe que correr pedregales arriba le dará un buen empujón a su candidatura a la rodilla artrítica.


A lo largo de una semana de trabajo es raro que no termine trabando contacto con alguno de estos apasionados. Gente que, como Supermán, parece llevar su verdadero uniforme por debajo de la ropa de calle. Los escucho, los admiro, los compadezco. Me pregunto cómo será mantener con tal terquedad una tensión semejante a la de los enamoramientos sin fruto. Veo cómo sus expresiones cambian de la apatía cotidiana a la epifanía. Me baño en ese sol repentino igual que cuando las nubes se abren.

Y en un pasillo tortuoso de mi corazón suelto una risita de hiena, también. Qué le vamos a hacer. A veces me da la impresión de que mi crianza tuvo lugar bajo una atmósfera donde el laconismo era virtud y las aficiones extremas, un síntoma de que la azotea no andaba muy limpia. Los quijotes siempre despertaron sorna y sospechas en la psicología mesetaria. Pero yo me recompongo sin mucho problema. La gotita de vinagre se diluye ágilmente en una corriente más dulce. Y entonces doy gracias por tener un trabajo que me permite viajar al núcleo cálido de la experiencia de los demás.

Siempre que me encuentro con alguien así, mido mi altura con respecto a la del que me habla. Me tomo la temperatura con el mercurio de su pasión. Y me doy cuenta de que en cierto modo soy afortunada, porque mis pasiones son ubicuas y poco exigentes. Escribir o leer son entusiasmos independientes de la meteorología, de la legislación, del espacio o la temporada. No tienen veda; no necesitan un viento propicio o un coto decente; no precisan de un equipo muy caro.

Tan generalistas son mis pasiones que a veces me cuesta entenderlas como tales, y entonces es cuando envidio el calor que propagan los apasionados profesionales. Pero si tuviera que hacer una lista de lo que me arrebata, sabría que en mí la pasión, más que una vocación hacia algo concreto, es un estado: una enfermedad crónica que el hecho de estar viva me ha provocado.