miércoles, 31 de julio de 2013

Una caja con libros

Tiene que haber una palabra más “zoológica” que leer para nombrar esto que vengo haciendo yo con mi e - libro. Alguna que haya que pronunciar escupiendo saliva, o que ponga en movimiento los jugos gástricos. Porque esto es devorar con los colmillos brillantes de sangre, incorporando más vida a la propia vida. Es que te pique el corazón, o esa parte del cerebro destinada a desencriptar lo que mueve a la risa, y no parar de rascarte hasta que estés en carne viva. Es, ya lo dije una vez, algo cercano al fornicio: partes palpitantes que se acoplan perfectamente a tus vacíos, o desajustes de entendimiento que se terminan engrasando, o un continuo ir de dentro hacia afuera, de dentro hacia afuera, y luego de fuera hacia dentro, hasta que dejas de poder diferenciar lo de dentro y lo de fuera, porque ya sólo hay un cuerpo, un organismo autosuficiente de palabras cargadas de hemoglobina, y tú ya no tienes manera de decir hasta aquí llega la historia y aquí comienza mi vida.

El formato electrónico parece acentuar ese efecto de disolución. Es siempre la misma página indiferenciada, el mismo soporte discreto para un montón de palabras que así, sin un cuerpo propio, sin olor ni volumen ni constancia de un avance, parecen susurradas por una garganta invisible directamente en tu oído. Como si fueran otro más de los componentes fundamentales del aire que respiras.

Y quizás sea porque me hallo en los primeros días de una especie de idilio extra-marital, pero el caso es que todavía no echo de menos el papel fragrante de los libros materiales. El tinte que les da la edad y el roce de cien manos distintas. La biblioteca a la que uno entra como a un templo, lleno de fe y reverencia. Las portadas que parecen pájaros multicolores en una jaula del tamaño de un hombre. El tacto satinado como unas medias de nailon, o algo basto como la barba de un dia. Todavía no necesito ese fetichismo para excitarme con lo que se me está contando.

Ahora sé que no debería, que tendría que estar lo bastante inserta en la acción de la escritura como para no dejar espacio a ningún otro objeto de amor, pero lo cierto es que mi corazón tiene una vocación multivariable bien desarrollada, y que no veo la hora de cerrar la tapa del ordenador para ponerme a leer de nuevo. ¿Qué te tiene así de frita? puede que os preguntéis. Y mi respuesta es: Salvaje, de una tal Cheryl Strayed. O la historia real de una lerda inconsciente que se lanza a recorrer a pie, sola, la cadena de montañas que encrespan la costa oeste americana, desde el desierto de Mojave hasta chispa más abajo de Canadá, en busca de la persona sólida y resistente que fue antes de que su familia se deshiciera tras el cáncer fulminante de su madre. Sólo puedo decir que, a fuerza de depredación, rascado y fornicio, y de olvidar la diferencia entre mi adentro y su afuera, me duelen los músculos todos del cuerpo y la planta de los pies. Voy con ella, paso a paso, con los hombros despellejados por el peso de la mochila. Soy ella, cada vez más robusta y más desprendida. E igualmente, me voy canturreando por el camino que El temor engendra temor. La fuerza engendra fuerza.

En uno de los incontables momentos en los que Cheryl la Pardilla está a punto de abandonar su absurda travesía, se acuerda de la caja de provisiones que se mandó por correo a sí misma, en la fase de preparativos, y que debe de estar esperándola al final de la primera etapa. Esa imagen logra que siga adelante; a mí, en cambio, me obliga a pararme. Pienso en una caja parecida. En lo que podría meter en ella para que me sirviera en etapas futuras de mi vida.Y hago mi propia lista: rodillas ágiles. Unos antebrazos fuertes para agarrarme bien a los asideros. Todas las raciones que cupieran de curiosidad y de risa. Un corazón liviano. Atención compasiva. Bastantes metros cúbicos de aire libre. Comida de colorines. La certeza de que la brújula de la escritura me llevará por buen camino. Un avituallamiento salvaje de monosílabos afirmativos. Confianza.

Y libros.

Espérame en el lecho, amor

lunes, 29 de julio de 2013

Track 2: A lo mejor, en cualquier otro tiempo y lugar.


 "Daniel", Devendra Banhart.


(Aaaah, Devendra, yo... Te secuestraba. Te ataba. Te hacía... Te preparaba pantagruélicos banquetes vegetarianos. Te obligaba a  escribir cinco canciones como esta al día. Te clonaba. Te vestía como el novio pequeñito de una tarta de boda. Te embalsamaba. .)


No tuviste que decidir entre buscar una peluquería de guardia o quedarte gentilmente como estabas, después de que el día en que se me ocurrió pelarte te dejara trasquilado.

No hiciste la gracia de irte a trabajar con una de mis bragas puestas.

No nos alzamos la voz nunca, ni me mandaste a la mierda, ni yo deseé nunca que te murieras de modo fulminante.

No me diste un beso de sana-sana-culo-de-rana en el corte que me hice en un dedo, al picar calabaza.

Nunca te eché para atrás aquel mechón díscolo ni te sujeté la frente mientras vomitabas.

No dijiste las de la derecha, sin mirar apenas, después de que yo te preguntara si preferías las sábanas moradas o las naranjas.

Nunca nos pusimos a estudiar sien contra sien, tan serios, el mapa de Costa Rica. No fuimos nunca a hacernos el pasaporte juntos.

No pude recorrerme todas las tiendas de la ciudad hasta encontrar el par de zapatillas que una vez te gustaron en no sé cuál escaparate .

No accedí a ir a la boda de algún primo tuyo a quien ni siquiera conocía.

No vimos ninguna película en pleno julio, repantigados en ropa interior, sudando y acurrucados.

No te enfurruñaste, una vez que saludé efusivamente a alguien con quien decías que cultuivaba una tensión sexual no resuelta.

No llegaste a abrazarme desesperado al entrar yo a casa, antes siquiera de que dejara el bolso en su sitio, porque se me había quedado el teléfono sin batería y llevabas como cinco horas sin poder hablar conmigo.

No me cogiste nunca una mano en la sala de espera de Urgencias.

No te sacudí la arena del pelo, después de habernos pasado la tarde entera en nuestra playa favorita. No me lamiste la cara interna del codo ni me llamaste por enésima vez chica salada.

No me puso de los nervios tu canturreo eterno. No me derretí cada vez que, amarrado a la guitarra como un náufrago, apuntabas notas en un cuaderno.

Nunca me recibiste con una estantería recién salida de tus manos flacas. Nunca te recibí con un tiramisú sorpresa.

No llegamos juntos al orgasmo.

No le tuve que mentir a tu madre cuando me preguntó si me gustaba su arroz con chorizo.

No hubo posibilidad de, charlando cada uno por su lado en una reunión de amigos, mirarte de reojo y llegar a pasmarme por la intimidad casi subversiva que habíamos conquistado.

No llegué a tener la necesidad mezquina de que, yendo por la calle, me soltaras de la mano.

No te enternecieron mis juguetes, ni mis libros de cuentos, ni los puzzles que armé de niña. No envidiaste a la gente que ya me conocía antes de que tú y yo nos encontráramos.

No tuve que pensar nunca si había hecho la elección correcta contigo.

Nuestra casa no llegó a construirse. No te presenté a mis amigos; no llegué a conocer a los tuyos. No tuvimos nunca una playa favorita. Ni siquiera fuimos juntos a ninguna. Tal vez no has vuelto a dejarte el pelo medio largo desde entonces. Tal vez hace años que mi número de teléfono no está en tu agenda. Nunca tuvimos una historia. Como mucho, un microrrelato con una sola frase y un The End inexorable. Nuestra intimidad subversiva jamás salió de los límites de mi cabeza.

Y, sin embargo, ni te imaginas lo difícil que resulta a veces distinguir lo imaginado de lo vivido.

domingo, 28 de julio de 2013

Días que marcarán sin saberlo

 
Mi vestido huele todavía a playa y tomillo. Mi uniforme para los días sin horario. Me lo pongo para bajar al huerto, justo después del desayuno. Hago una bolsa con él para transportar melocotones y tomates. Lo considero válido para ir a comprar queso de cabra a este supermercado de ningún sitio que nos plantaron aquí al lado, hace un año, donde intercambian miradas de curiosidad los nativos con camisas abiertas tres centímetros por encima del ombligo y los guiris que llegan en oleadas desde los chalets cercanos, para vaciar los congeladores de carne y las baldas de alcoholes blancos.

Me lo pongo encima del biquini, y dejo que se lustre por dentro con el protector solar. Lo llevo en la mano, como una bandera blanca, mientras mis pies hacen kilómetros por la playa de los Lances. Lo veo ondear allí, en la superficie bruñida como un espejo de su arena, entre el reflejo de las nubes y restos de una espuma seca que parece saliva. Me lo vuelvo a meter después y lo aliso con la mano, como una señorita antigua, un poco antes de entrar a comer atún y venado en nuestra venta favorita. Se me estampa de afiladas hojitas rústicas, mientras desplumo ramas de las hierbas que luego usaré para que mis comidas se acuerden del campo. Me echo una toalla encima, si leyendo en la hamaca me da frío. Al acostarme lo dejo hecho una bola, encima de una maleta llena de ropa bonita que nunca necesito. Es tan agradecido mi vestido, que a la mañana siguiente aún se ve intacto. Exactamente como cada uno de estos días que ni se ensucian ni se gastan. Días aromáticos.

Habrá quien diga que esta vida rima con la palabra monotonía. Que no veo a nadie, ni me mezclo con la gente, ni voy encadenando sucesos. Que uno no crece completamente recto y robusto hasta que no sale del tejado paterno. Que lo único que pasa es un día tras otro día tras otro día. Alguien se decepcionará cuando yo no tenga mucho más que contar que árboles y olas y cenas al aire libre. Podrá pensar que a esta historia mil veces retransmitida le faltan trama y personajes secundarios. Hasta protagonista. Y no le culpo: alguien es a veces una manera diplomática de decir yo misma.

Y a veces las respuestas demasiado largas se resumen perfectamente con una sola sonrisa. Mejor eso que tratar de explicarle a alguien que estos días fáciles y olvidables en realidad podrían convertirse en una especie de hito. Llegar a ser algo tan sintético como el comienzo de una nueva era personal, en la que cada deseo y cada impulso se desarrolle sin complejos ni jerarquías. Me echo de espaldas en la cama, hechizada por el chirriar monocorde de las cigarras, por nada, porque simplemente me da la gana. Y es un deseo igual de lícito que el de estar frente al ordenador, escribiendo. O le doy vueltas morosas a la salsa de tomate, sin sentir remordimientos por no estar sacando pétroleo de mi tiempo. Puedo vaguear, con la misma vocación que me conduce una y otra vez en pos de la iniciativa. Puedo vagabundear por el pensamiento como una perro-flauta sin trayectoria ni oficio. Puedo bastarme a mí misma, con mi cuerpo y mi vestido multiuso, mi humor y mis ganas de ser, a secas. Puedo ser tan sibarita como para dejar de hacer balances, chequeos, comparaciones y pesadas. Puede parecerme igual de bueno ocho que ochenta, siempre que sea yo la que elija la cifra. Puedo dejar de identificarme con una sola perspectiva. Me puedo dejar de espolear, porque de cualquier manera terminaré llegando a algún buen sitio.

Puedo confiar en que días así de simples se convertirán en mi propia obra brillante.

viernes, 26 de julio de 2013

El dolor de estar presente

 
Primero es una sola ola curiosa, que parece separarse de la manada mansa del mar para venir a olfatearme. Yo me suelto, floto, juego un momento con ella. El agua está tan templada. Me zambullo, y cedo a la tentación de abrir los ojos dentro del agua. Me gusta ese verde sucio que, no sé por qué, me recuerda al sopor de la siesta. Cuando vuelvo a sacar la cabeza, el mar ha cambiado. Le han salido músculos por todas partes. Como si los pocos bañistas que nos apiñamos en el banco de arena hubiéramos pisado un avispero. La olita retozona del principio ya no está sola. Es como si el mar hirviera ahora de grandes delfines blancos. Las gaviotas pican también en el espejismo: se juntan, marrulleras como son, alzan el vuelo y se lanzan violentamente contra el agua.

Cuando vuelvo a mi toalla, el mundo que dejé al levantarme ya no existe. Desde la otra punta de la playa, empiezan a cerrarse como flores las sombrillas. Alguna sale rodando, algún sombrero también, algún libro de bolsillo descuidado empieza a barajarse. Es un espectáculo simpático de ver, cuando has sido lo suficientemente previsor como para no ser tú el protagonista: padres haciendo placajes a sombrillas fugitivas; una chica que se sujeta las tetas con un brazo y corre en pos de una pamela que a lo mejor venía de regalo en la última revista pija que compró. Al fondo empieza a verse ya la nube temible de arena que levanta el Poniente: la némesis de todos los habitantes de este pedazo anfibio de mundo. La gente sigue leyendo en sus hamacas, poco dispuesta a admitir que un día perfecto de playa está a punto de acabarse. Es conmovedor: la pelotita que se intercambian dos que juegan a las palas sigue una trayectoria loca, ahora, pero ellos siguen dale que dale, cada vez más serios y más esforzados. Las palmeras se ven ya desquiciadas. Todos los coches de la autovía suenan a sirenas de emergencia.

Cinco horas después, las sirenas son reales. Mi padre sabotea la siesta en su casa: nos llama a gritos desde el piso de abajo, para que nos asomemos a ver el telón de humo negro y amarillo que oculta parte de nuestro paisaje. Uno de esos cerros que, con la bruma del atardecer, parecen un sugestivo destino asiático. Parecía inevitable, con este viento tan fiero y tan seco. Empieza ahora ese otro espectáculo de los helicópteros danzando. Vienen y van en círculos, borrándose tras el humo, emergiendo de nuevo, atacando con su modesta carga de agua. Igual de emotivos que los jugadores de palas empeñados en seguir golpeando una pelota endemoniada.

Intentando convertir en cortafuegos una mirada


Yo contemplo el incendio, sentada sobre un cojín en el suelo del porche, con una taza de té que se ha ido enfriando. Momentos como este me sirven para comprender que, a veces, estar presente consiste sólo en ser notario de la precariedad de la vida. Cambia el viento, el idilio playero se acaba de golpe, los lugares que queremos se convierten en ceniza. Entonces es cuando me doy permiso para confesar algo que podría parecer ñoño y frívolo al mismo tiempo.

Ayer, de camino a Estepona, paramos el coche en un área de servicio. Eran las doce menos un minuto del mediodía. Nos miramos un poco abochornados, con la sensación de estar impostando un bonito gesto para alguna galería invisible. Pero nos pusimos de pie, bajo el calor abrumador de Loja, y nos quedamos un minuto callados. Imaginando que los padres que a esa misma hora se quebraban en Compostela eran nuestros propios padres, o que mi hermana o yo misma no habíamos conseguido salir enteras de ese tren, tan parecido a otros a los que subimos en algún momento de nuestra vida. Al final nos abrazamos, profundamente aliviados porque los cuerpos que amamos seguían intactos, y conscientes de que cualquier azar tremendo podría arrollarnos a nosotros la próxima vez.

A veces, estar presente es permitir que la nube tóxica del dolor ajeno te quiebre a ti también.


miércoles, 24 de julio de 2013

Esta semana, en mi cocina

 
El verano es una época de interinidad. Mi maleta roja sale y entra del armario a un ritmo que recuerda a las mareas, y los días se suceden bicolores como las teclas de un piano, saltando entre libres y laborales. Apenas hay de ese tipo de semana regular: cinco días de concesión a la edad adulta sucedidos por dos exiguos días de descanso. A cambio, tengo semanas de diez días seguidos de trabajo, tras los cuales casi tengo que quitarme el uniforme con espátula; tras ellas, gloriosos fines de semana duplicados; y cada mes, un periodo vacacional lo bastante corto como para que a su término no quiera volarme la tapa de los sesos, y lo bastante largo como para fantasear con el cuento de hadas de una vida sin obligación de ningún tipo. Con un ritmo así, hasta una rutina fraguada en cemento quedaría en entredicho. Y como es raro que me quede en Granada cuando encadeno más de dos días libres, porque su extremismo climático aberra a mi genoma, me paso el verano de acá para allá, dejando en suspenso lo que he terminado destilando como importante: me olvido del camino al gimnasio, y mi nevera se llena de alimentos de honradez discutible, comprados en un verbo en el Mercadona. A veces hasta me dispenso de cocinar.

Por eso, cuando a veces logro que el barbitúrico verano no se haga del todo con el control de mi mente, me siento una heroína. Me digo ya está, se acabó el mix de atún de lata y aguacate. Arranco una página de una libreta, y sacrifico un precioso tiempo de playa para preparar un menú lleno de colorines. Luego lleno el carrito de la compra impostando inocencia, escondiendo la quinoa y la albahaca tras un parapeto de latas de cerveza. El que empuja el carrito no sabe lo que tramo: ignora que la semana que está a punto de empezar abundaré en un lenguaje culinario que a su madre le sonaría a chino. Me seguirá haciendo el gesto de choca esos cinco cada vez que se meta el tenedor en la boca, pero por dentro estará pidiendo que me fulminen a los dioses tutelares del gazpacho y la tortilla.

En cuanto publique esto, mi maleta volverá a reclamar que la engorde. Vendrán otros cuatro días en los que pondré mi estómago en manos ajenas, más o menos complacientes. Cien veces me prometeré que ya dejaré de merendar bombas de azúcar cuando vuelva a Granada. Doscientas veces haré propósitos de enmienda. Trescientas veces cortaré otra loncha de queso como la que peca con su cuñado. Y luego, al regreso, me impondré una ristra de padrenuestros y avemarías gastronómicas como esta que hoy comparto con ustedes, parroquia. Con una salvedad: este tipo de comida para mí no es penitencia, sino mi billete de entrada al paraíso de la blogueras rubias que se fotografían mordiendo procazmente un rábano.


La calidad del collage es lamentable, pero esto es todo lo que me permiten las fotos del móvil y mi tiempo escaso. Si una maleta pudiera poner los brazos en jarra, así es como estaría la mía. La numeración va en el sentido de las agujas del reloj, empezando por el engrudo amarillo de la esquina superior izquierda.




1. Algo parecido al dhal, que es un curry de lentejas rojas de allá donde el Rajastán. Lleva toneladas de boniato, brócoli, leche de coco, y unos cuantos ingredientes más desintegrados en un caldo que te hace chupar el plato. Certifico.

2. Penes multicolores Rollitos de salpicón de langostinos (más zanahoria, rabanitos, pepino, mango y aguacate), y brócoli con aliño de tahini. Pasarán los años, y las manualidades seguirán sin ser lo mío.

3. Ensalada de quinoa, con zanahoria, remolacha, mango, champiñones crudos y espinacas. Sólo añadiré que hay que ser muy tenaz para sacarle a fuerza de lavados ese sabor que tiene la quinoa a Fairy, o a pis post-espárragos.

4. Atención: foto-trampa. Gazpacho de melocotón y Pollo tandoori, con una mezcla de especias casera para cuya fabricación fue preciso convertir mi pequeño hogar en un zoco pestilente. Todavía tengo amarillo de cúrcuma debajo de las uñas. Como en un lapsus he borrado la única foto que tenía de este sabroso día, compenso colocando otra que no tiene nada que ver, pobrecita, pero que pasaba por aquí. Es bacalao con espárragos a la plancha y hummus de judías blancas.

5. Con ustedes, la tarta de calabacín y queso de cabra que servirá para que un oligarca ruso adorne mi mano con una alianza de diamantes. Buena hasta decir muero de amor por mí misma.

6. Un clásico de la Tasca: pulpo con puré de boniato. Sólo que esta vez el animalito iba delirantemente aliñado con una vinagreta de maracuyá. Amo los boniatos. Amo el sabor lascivo del maracuyá. Amo a mi padre sobre todas las criaturas de esta tierra por darme el capricho de introducir esas dos novedades en su huerto.

7. Soba con calabacín, gambas, pulpo y tomatitos. Los soba son unos tallarines japoneses hechos con trigo sarraceno, y aunque saben a charco sucio, a mí me llegan a lo hondo del duodeno, por su tacto mórbido y esa combinación de nombres, soba, sarraceno, tan bizarra. Este plato no sería nada sin el sabor de los tomatitos que mi papá recolectó con sus dedos de lord, y sin la tonelada de albahaca que lleva.

8. Y para acabar, Arroz basmati con algas y sésamo, ceviche de merluza y verduras tristes. Viene a ser como un cirashi sushi, o sushi suelto, con un poco de morro y pedantería por mi parte. El pescado va crudo, marinado en un aliño espectacular, de lima, chile, jengibre, salsa de soja y zumo de maracuyá.


Esto es lo que ha salido de mi cocina esta semana, además de un trailer de helado de plátano. Horas de trabajo ensimismado y feliz, entre canturreos y juramentos, que sí, es cierto, han ido a parar a la depuradora, pero que también han alegrado el núcleo íntimo de mis células.
 

lunes, 22 de julio de 2013

Sí. Y lo demás sobra.

La primera hora de guardia es terrible, una especie de pérfida alianza entre el calor - pero, un momento, tiene que haber otra palabra más dramática para designar esta inflamación aguda del aire -, el sopor de después de la comida y la trampa textil en que se convierte un uniforme en los días álgidos del verano. Para combartirla, buscamos cualquier simulacro de oasis, alguna madriguera en la que nuestras células puedan adquirir un perezoso metabolismo de osito. A veces es una maternal encina, o un pino no demasiado desastrado. Otras, un puente de la autovía. Cuando podemos plantar el coche un ratito a la orilla de un río, nos sentimos afortunados. Más tarde continuaremos la ruta, con la ayuda de esa respiración asistida que es el aire acondicionado; le haremos un chequeo a las áreas recreativas en pos de hipotéticos síntomas de incendio; veremos y, sobre todo, procuraremos ser vistos. Pero eso será después de pasar por esa prueba de adaptación casi darwiniana que es cada uno de los minutos comprendidos entre las dos y media y las cuatro de la tarde.

Entonces uno sale del coche, y si sus tejidos son capaces de tolerar el choque de temperatura, se dedica a estirar un poco las piernas, sin asomar, por supuesto, un solo centímetro de anatomía fuera del recinto de la sombra. O sigue el vuelo de las mariposas como si fuera un hipnótico chismorreo sobre las costumbres sexuales de sus vecinos. O sintoniza el dial de la radio. O se pregunta por qué las hojas de los fresnos son tan diferentes de las de los álamos blancos, y cómo es maravillosamente posible que seres que comparten un mismo espacio tengan estrategias vitales distintas. O somete su organismo a una dudosa terapia de bostezos, mientras trata de ponerse al día con la normativa. O contempla, con una expresión que podría ser de arrobo, o la manifestación facial de una micro- siesta mal disimulada, las láminas de una guía de aves. O se empeña en borrar las huellas que los caminos de toda una provincia han ido posando en el salpicadero del coche, con un trapo vetusto que deja más mierda que la que quita. O hace una lista mental de los temas sobre los que podría escribir por la noche, luego de recuperar la bendita semidesnudez hogareña y de llenar el buche.

Así que aquí me tienen, superviviente una vez más de otra primera hora de guardia, y de unas cuantas más, bien cenada y con las uñas turquesas de los pies a salvo por fin de las botas de montaña. Ahora me doy cuenta de que, en contra de lo que pueda parecer, esa hora peliaguda se pasa con un talante bastante optimista, porque me temo que todos esos temas de escritura que entonces recopilé alegremente en la libretita de mi cabeza van a tener que seguir haciendo cola en la puerta por la que se sale del limbo. Allí esperan ya su turno, pacientemente, los embriones de al menos tres relatos; un nuevo episodio de la serie Peregrinos - próximamente en sus pantallas -; una última fotografía para insertar en el álbum gaditano; una nueva serie, bastante vergonzosa, que titularé Diarios de la Hipocondría, y que alguna mente enferma del mundo editorial terminará queriendo convertir en novela; el menú completo de una semana en la Tasca de Sila; y unos cientos de chorradas más.

Pero todo eso tendrá que seguir esperando. Porque si me decidiera por cualquiera de esas opciones, acabaría con la sensación de estar cumplimentando una simple actividad de divertimento. Que me parece una motivación perfectamente respetable. La que más, incluso: uno sólo debería escribir porque se divierte. Pero cuando se están viviendo días de reprogramación básica, hacerlo, y dejar el núcleo despellejado de la existencia en estado latente, no te acerca demasiado a la honestidad.

Mientras escribo esto, el huevo de codorniz que se hospeda bajo mi mandíbula sigue pulsando, calentito como un hamster. Lo bueno de la hipocondría es que, si te atreves a manejarla con atención y cierto desapego, se convierte en una herramienta útil para orientar tu mapa personal. El cuerpo normalmente inadvertido emite mensajes en su propio idioma extranjero, y te obliga a establecer dialogos, majaderos o sosegados, con esa cosa abstracta que es tu propia mortalidad. En esa conversación, la hipocondría es el matón de un mafioso chungo que te recuerda que, más tarde o más temprano, tendrás que pagar tu deuda. No muy diferente de la verdadera enfermedad.

Sólo que, justo un paso por detrás del miedo, camina a menudo el gozo de estar viviendo todavía. Y en esta noche de luna llena entre algodones, y aire por fin fresco ungiendo la piel limpia, cualquier cosa que no sea una simple palabra de afirmación suena a pura cháchara, y debe seguir esperando hasta ser dicha.

sábado, 20 de julio de 2013

Oh, you *

 
De pequeña nunca inventé amigos invisibles, pese a los continuos cambios de colegio y de domicilio, y a que era patológicamente tímida, y a que bla, bla, bla. Quizás me conformaba con que mi hemana hiciera de suplente de esos compañeros de juegos que los demás niños recolectaban en clase o en la calle. Quizás ella era el único antagonista infantil que mi desarrollo psicológico necesitaba. Quizás prefiriera aburrirme como los líquenes, antes que pasar el bochorno de pedirle a mi madre que pusiera cubierto para algún amiguito incorpóreo al que yo llamara Nicolás.

Ahora que he crecido, y que he llegado a desarrollar ese talento exclusivamente adulto que es el humor, me doy cuenta de que si algún día todos mis amigos invisibles decidieran al unísono materializarse, yo no tendría sueldo suficiente para invitarlos a, pongamos, unas cañas o unas horchatas.

En realidad, lo de invisibles no es del todo exacto. Se trata, de hecho, de una cualidad puramente subjetiva que sólo es válida para mí, porque tengo la certeza de que cualquiera de ellos, en cualquier circunstancia distinta de la mía, puede ser visto con perfecta claridad. Todos tienen un cuerpo, y algunos hasta apellidos. Todos tienen una vida física y una historia cotidiana insultantemente ajenas a mi capacidad imaginativa. Todos comen y duermen y se encierran en los cuartos de baño sin que yo pueda controlarlos. Todos van de vez en cuando a su médico de cabecera, y yo no me entero del diagnóstico hasta que ha pasado mucho tiempo. Y a veces mucho tiempo significa nunca. Todos son, en definitiva, seres humanos concretos, sin otro superpoder que el de mantenerse fuera del ámbito de mis cinco sentidos. Algunos están simplemente lejos, si es que estas dos palabras pueden escribirse seguidas. Otros no saben siquiera que hace tiempo ya que son mis amigos.

Y, sin embargo, hacemos cosas juntos. Somos una especie de cuadrilla. Cada vez que me topo con algo bonito, como el pelaje de leopardo que adquiere mi brazo debajo de un árbol; o algo cómico, como el sombrero del muñequito que anda con paso de maníaco en los semáforos; o algo indignante, como que alguien se arrogue la potestad de decirme lo que puedo y no puedo decir, lo comparto con ellos. Cuando abuso del frasco de curry pienso en lo que disfrutaría X, o en la grima educada con que picotearía su plato Y. Cuando fantaseo con otra escapada a Lisboa, elucubro si podré tener a la vez contentos a la insomne y académica A y al indómito deportista B, y si el mordaz C y la mística D congeniarán. Cuando leo en un libro alguna de esas frases capaces de cambiarte la vida, o al menos de resumirla, no necesito volver la cabeza para saber que Z está leyendo por encima de mi hombro. Cuando un paisaje me arrebata. Cuando se me ocurre alguna malignidad. Cuando necesito una colleja por creer a pies juntillas en las intenciones terroristas de mi sistema inmunitario. Cuando en la radio del coche suena una canción y yo repito diez veces seguidas el nombre del grupo, para que no se me olvide. Cuando bailo alguna parida en la cocina. Cuando reconozco que el bizcocho de naranja me ha salido especialmente rico. Cuando imagino menús para una cena bajo los aguacateros de mi padre. Cuando me acuerdo por fin de que la vida era un chiste, a menudo negro, a veces verde, y de vez en cuando blanco: en todas esas ocasiones, mis amigos invisibles están conmigo.

Y todos salimos ganando con el trato. Yo me caliento las manos en su discreta compañía, y ellos... Bueno, ellos tal vez no se den cuenta de que viviendo en mi mente, su historia se ensancha y se ramifica.

* Siguiendo con los asteriscos musicales: no tenía de pajolera idea de cómo titular este post. Y entonces me acordé de una canción de Pulp que conocí a la par que al más visible de los amigos. Y ahora es cuando todos los visibles e invisibles vamos a levantar el culo de donde lo tengamos apontocados y a bailar, como Christopher Walken en el vídeo, esta coplilla.


 

jueves, 18 de julio de 2013

Foto 5: Erótica del pan

 
Qué bonitos ojos tienes/debajo de esa corteza

Ando por las calles blancas apretando mi hogaza contra el pecho, tarareando aquella inmundicia de aaa/no es amoo-ooor/lo que tú sientes/se llama obsesiooon*. En cualquier otro lugar la actividad diurna sería ya, a estas alturas de la mañana, una cosa vieja. Pero aquí mi canturreo apenas tiene mas compañía que el eco de unos pocos pasos de tacón gastado y bajo que se dirigen hacia la panadería, o de una escoba que frota con aire lánguido el enlosado de un patio. Los locales que hace pocas horas bullían tienen las persianas metálicas echadas, y su silencio es tan flagrante y anormal como un quinceañero con sida. Hay manchas de humedad sospechosa alrededor, y vasos de plastico encarcelados tras las rejas de las ventanas vecinas, en los que flota todavía algo que no hace tanto fue verde y ahora es pardo. Las fachadas encaladas parecen suspirar de alivio, igual que tu cuarto de baño y tú mismo, cuando tus huéspedes deciden por fin que ha llegado el momento de marcharse a casa.

A mí esta relajacion narcótica que sigue a la juerga en una ciudad vieja me priva. Cosas que pasan cuando eres una mañanófila convencida. Me gusta la poca gente que se cruza por las calles y se saluda con un brillo cofrade en la mirada. Los parches de sol encapsulados en los callejones. La solemnidad austera de las camareras en la cafetería que al final encuentras abierta. La cara de sueño de los primeros guiris de la mañana, que andarán preguntándose si los caprichos del viento respetarán hoy sus expectativas. La gente que aprovecha que sale a por el pan del desayuno para intimar con su hábitat. Los que se llevan una bolsa llena de un montón de alegres barras para muchos. Los que piensan que el bocado más rico es el que se pellizca por el camino. Los que tienen suerte de encontrar un sitio de confianza donde poder comprar medios panes.

El que a mí me gusta huele ya desde fuera. Lo veo asomar desde la otra punta de la placeta, amontonado en un cajón que me parece el cofre del tesoro. No hay escapatoria: ese pan ha de ser mío. La mujer que me precede es una de aquellos que no son capaces de gastar ellos solos una pieza entera, por más que se mantenga comestible una semana. Dame ese medio macho, le dice casi cantando a la panadera. ¿Macho? Sí. Así es como llaman aquí al pan moreno de toda la vida. Macho. Me llevo dos, aunque yo también sea de natural de las que comprarían sólo medio. Un vicio es un vicio, y no hay más que hablar.

Porque, ah, no es amor/no es amor/es una obsesión. Que no entiende de sensatez, ni de las intervenciones draconianas que de vez en cuando aplico a mi dieta en pos de la salud dermatológica. Es de corteza dura y bronceada, pero de entraña rubia. Es lento de comer, y salado y de miga compacta, musculosa casi. Huele a cosa antigua, a cortijo y variedades rústicas de trigo, y un poco a mar, y si me pongo pastelosa, yo diría que hasta a amapolas. Aguanta en la boca, y con el tiempo mejora. Es el complemento perfecto de las aceitunas partidas y de la manteca colorá; del atún, la caza y los guisos de tu mamá. Es un compendio gaditano, y una excusa para la comunión con todos mis lugares fundamentales. Son ganas de vivir en la playa, sin más adornos que un tomate, un trozo de queso de cabra, una piel amiga y un libro. Cuando estoy lejos lo echo de menos. Cuando voy allí y me lo encuentro, me dan ganas de plantarle un beso apasionado. Sin literatura: está muy bueno, y a veces pienso en él con la mismo región cerebral que utilizo para acordarme de otros cuerpos.


* El sustantivo "inmundicia" ha sido liberado desde el más puro e inmundo esnobismo, porque la Choni Deluxe que me habita adora esta entrañable tonadilla.

miércoles, 17 de julio de 2013

Foto 4: Margarita y yo



¿Será zoofilia, doctor?


Se llama Margarita, y creo que le caigo bien. No sé por qué. Todo el mundo dice que ella y los de su especie son capaces de oler el miedo y el aplomo, así que ¿por qué no iba a ser yo capaz de percibir que entre nosotras hay feeling? Quizás ha notado el modo en que mi recelo inicial se transformaba, a los pocos metros, en confianza. Soy suya. Puede hacer conmigo lo que quiera: llevarme adonde quiera, trotar si le da la gana. Estoy a su merced. Y eso me provoca alegría. A lo mejor eso es lo que huele en mí: una molécula secreta de felicidad. Dopaminas. Endorfinas. Aroma a animal bebé. Puede que su corazón grande como una sandía se haya enternecido.

El caso es que Margarita no tiene malas pulgas. No se aparta de la ruta que sabe que le toca. No se despista por los pinares. No se queda plantada en actitud me cruzo de patas, bípeda culona. Sólo un par de veces se para para meterse un piscolabis de barrón. La monitora del paseo, que es una ninfa rubia y reidora de la que se enamorarían hasta los erizos, me recomienda que no la deje comer. Pero yo la dejo, porque soy una jinete sumisa, y porque me gusta escuchar el rechinar de muelas de esta yegua avainillada que consiente montarme en su espalda. Me gusta también que le huela el sudor. Una suave mezcla entre perro mojado y gallinero que no me desagrada. Porque voy a horcajadas sobre algo que está tan vivo como yo. Apenas si me doy cuenta, pero mis músculos se acompasan rápidamente a los suyos. Al día siguiente, lo que yo pensaba que serían unas ligeras agujetas de reminiscencias post-coitales, se convierte en dolor generalizado de anatomía. Lo que significa que mi movimiento le está haciendo coros a los del animal. Siento la blandura de sus flancos a través de la tela fina de mi pantalón ¡Somos una, Margarita!

Y ella camina disciplinada y tolerante entre lugares con los que me casaría. Planta los cascos en la arena blanda con algo que me parece alivio. Sube una pequeña duna esforzándose de manera un poco cómica, como para que me sienta amazona exploradora. Baja luego con un trotecillo que me agita como si fuera una lata de cerveza, y me llena por dentro de espuma. Se pega a los enebros para que yo pase la mano por ellos; hace un movimiento sutil, que sólo mi ojo agradecido detecta, sólo para que una rama de pino no me arranque la cabellera. Va lenta cuando el turquesa de la playa de Punta Paloma se me pone a tiro de cámara. Hay cometas multicolores, gente que se atusa el pelo al salir del agua y que se ve el triple de guapa de lo que debe de ser tierra adentro. Luego, en el pinar, sortea las raíces venosas de los árboles, y se contonea para encontrar un paso fácil entre el suelo de arenisca. Una vez nada más le patina un casco, y ella agita las crines, como si quisiera tranquilizarme. Margarita es mi amiga, y ya sabe de sobra que esta es mi primera vez y que le corresponde ser delicada. Porque una ya tiene una edad, y sus primeras veces empiezan poco a poco a espaciarse.

lunes, 15 de julio de 2013

Foto 3: Flotando

 
Lo bueno de la bruma es que te permite imaginar que estás en cualquier sitio


Al principio es el miedo. Siempre el miedo, y después, el aborrecimiento inmediato que provoca reconocer la endeblez en uno mismo. A simple vista el oleaje no parece demasiado preocupante: el barco cabecea apenas lo justo como para que no se pueda confundir su movimiento con el que haría cualquier autobús de línea. Es uno de esos vaivenes que nos encandilan, empezando desde la cuna, pasando por el columpio, y terminando en camas sucesivas. Pero el miedo es histriónico; uno de esos actores que hace tiempo tuvieron su momento de gloria, y que se desviven por seguir interesando. Yo me agarro a la baranda, y decido concentrarme en mis puras sensaciones físicas. El metal está viscoso y frío como la frente de alguien a quien le acaba de bajar la fiebre. El nublado me eriza el vello del brazo. El azul del mar es una estafa: es negro, es gris marengo, es mercurio, es del color del agua donde se enjuagan pinceles, y al fin, sí, es algo parecido al azul marino. Los pescadores, guau, qué tíos. Jamás volveré a ponerle pegas al precio de las sardinas. Y qué me dices de los navegantes polinesios, ahí, comiendo distancias inconcebibles a bordo de sus cáscaras de plátano, sin poder echar mano de un mal astrolabio o una lata de conserva. Bajo esta superficie de cháchara e impresiones, sigue empujando esa imaginación enfermiza que calibra las posibles consecuencias. Y si el capitán va hoy con una cogorza de anís. Y si chocamos con cualquiera de los barcos que hacen del Estrecho su particular M-30. Y si nos hundimos, y ya no, ya es imposible que lo que aprendí el año pasado en las clases de natación pueda llevarme de vuelta hasta el puerto.

A la media hora de navegación la niebla se espesa, el mar parece que hierve, y quizás mi cuerpo se ha acostumbrado ya al bamboleo. O quizás es que el miedo se consume a sí mismo. No se ve costa, ni europea ni africana, y a mí eso ha dejado de importarme, misteriosamente. Es como si hubiera caído en uno de esos sueños repentinos de los cuentos, en los que al protagonista siempre le suceden cosas. Y entonces es cuando empiezan a fisgarnos los calderones, que siguen nuestro paso con amable displicencia. Nos miran educadamente, como a extravagantes animalillos de un zoo. Emergen, se zambullen de nuevo, vuelven a asomar ese melón forrado de neopreno que tienen por cabeza, en un vals perfectamente acompasado con el ritmo de las olas. Uno se queda absorto contemplando las eses con que bordan el aire. Y resoplan. Es un sonido así como salido del Cenozoico, una versión acústica de la remota luz de las estrellas. En realidad, son monótonos. Apacibles, tranquilones. En el barco los niños empiezan a perder la paciencia, ansiosos por ver de una vez a los delfines y sus fanfarronas acrobacias.

Yo, en cambio, siento como si hubiera asistido a una clase de yoga marino. Me paso el trayecto de vuelta persuadida por el agua, deambulando medio borracha de una punta a otra del barco. En la popa caigo en la trampa fácil que me tiende la estela que vamos dejando. Inevitable pensar cuánto tiempo habrá de pasar hasta que su rastro se difumine del todo. Inevitable hacer inventario de las cosas perdidas que todavía siguen palpitando. Pero mi lugar natural lo encuentro en la proa. Ni siquiera miro al frente, expectante, intentando averiguar si aquel borde de ahí es nube o costa. Sólo presto atención a los primeros metros de agua que nos preceden y que en seguida serán engullidos, que están aquí todavía, pero ya casi se han ido. El barco va rápido ahora, yo voy dentro de un túnel de viento, y apenas si anoto que me va a costar como dos horas de playa recuperarme del frío. Me importa un carajo. El miedo ya no molesta, y a punto estoy de declarar que he vuelto a prendarme. Tal vez uno de estos días, cuando el espacio encerrado entre cuatro paredes se me quede otra vez pequeño, recuerde aquella estela y me diga que ahí hay otra posibilidad para seguir explorando el fervor y la autonomía.

domingo, 14 de julio de 2013

Coleccionar vida

 
El coleccionismo era algo que me solía dar grima. Una vez me llevaron a una casa de tres plantas en la que no había ni un parche de pared vacía. Sólo vitrinas y expositores y estanterías, y un delirio de arcones de madera provistos de bandejas extraíbles, que se deslizaban hacia el exterior con una suavidad de depósito de cadáveres. Y en todos esos muebles, más objetos de los que un cerebro humano medio podría llegar a reconocer y asimilar a lo largo de una vida. Había, yo qué se, cientos de capuchones de bolis Bic mordisqueados por cientos de dentaduras distintas. Variaciones infinitesimales de un mismo diseño de posavasos de una marca de cerveza. Una turba de cuerpos de Barbie decapitados, ordenados con una disciplina marcial que ni los guerreros de terracota del emperador Nosequechang. Una constelación de tapones de botella. Algo así como cien mil cuadernos de dos rayas sin estrenar, cada uno con un mínimo defecto en la horizontalidad de los trazos. Pajitas suficientes como para que toda la humanidad se bebiera al unísono su vaso de granizada. Monedas y monedas y monedas de un duro en las que el perfil del rey se torcía una milésima de milímetro con respecto a la posición estándar establecida para la efigie. Cosas de este estilo, porque lo cierto es que no me acuerdo para nada de ninguna colección en particular. Salí mareada de aquella casa en la que se coleccionaban colecciones. Colocada por la prolija heterogeneidad de las cosas de este mundo. E igual que ahora, pasados seis años del Estrago Holandés, soy incapaz de oler a porro o marihuana sin que me den arcadas, durante mucho, mucho tiempo, no pude dejar de asociar el coleccionismo con algún tipo de transtorno mental.

Y, sin embargo, últimamente tiendo a sentirme conmovida por esa especie rara de delicadeza. Al fin y al cabo, un coleccionista no es más que una persona asombrada a la que le asusta la fragilidad de lo real. Alguien que cae rendido a los pies del detalle, que se desvive por conservar la inagotable minuciosidad de trastos y cachivaches que tuvieron una historia y fueron luego desechados; o que nunca tuvieron oportunidad de ser utilizados, porque una tara ínfima los volvía inservibles; o que son capaces de expresar el carácter único e insustituible de cada uno de los elementos de un conjunto. Un coleccionista es alguien para el que absolutamente todo tiene valor, lo raro y lo repetido infinitamente, lo perfecto y lo incompleto. Algo así como un escritor.

Y también solía creer en la inutilidad de coleccionar experiencias. De hacer esto y esto y esto, y probar aquello y aquello, y sumarlo todo al pasaporte vital, para que luego nos juzguen en función del número de sellos estampados. Pensaba, quizás por reacción ante mi propia glotonería de novedades, que una vida bien vivida se mide más por la calidad de su rutina que por la cantidad de vivencias acumuladas. Yo siempre tuve la curiosidad característica de un afectado por el síndrome de Diógenes. Siempre quise llenar mi tiempo de nuevas actividades, nuevos conocimientos, nuevas personas y nuevos afectos. Hasta que comprendí que ni mucho menos cabía tanto, y que no había manera de asimilar honesta y profundamente tanta experiencia. Más valía conformarse con una sola pareja, dos o tres buenos amigos y no más de dos aficiones intensas, si uno no quería convertirse en una especie de obeso existencial.

Estaba convencida de ello, hasta este fin de semana. Probablemente la teoría de la austeridad me siga valiendo, pero el viernes, mientras me alejaba del puerto de Tarifa en un catamarán, y ayer, montando por primera vez a caballo por la duna de Valdevaqueros, pensaba que ninguna experiencia se derrocha, por muy superficial o limitada que sea. Que aunque mis intereses no empiecen a gravitar a partir de ahora en torno al mar o a la hípica, aunque no me enamore de ello de manera fatal, ni comprenda estas primeras veces como experiencias – bisagra entre un antes y un después, la prueba habrá valido la pena. Aunque sólo sea por haber podido darle una dieta variada a mi sibarita capacidad para sentir miedo. O por percibir de manera directa la exuberancia de las actividades humanas que se desarrollan fuera de los límites de mi cuadradito de mundo. Todo vale. Todo puede ser pasto de un mismo entusiasmo. Todo suma.


jueves, 11 de julio de 2013

Foto 2: La innecesaria

Fue un momento tan humilde que ni siquiera mereció una fotografía. 

Y, sin embargo, nuestras sombras siguen ahí, pegadas al asfalto, mi mano izquierda echada sobre el hombro de uno; la derecha trabada en la mano del otro. Volvemos los tres de tirar la basura, compinches. Como si nos hubiéramos pasado la cena fantaseando con robar un banco y la excitación nos impidiera ahora separarnos. Apenas si hay cincuenta metros desde el contenedor hasta la verja de la parcela. Pero cuando la coronilla alargada de nuestras sombras empieza a rondar sus muretes blancos, nos parece como si estuviéramos regresando a Ítaca. Exagero, claro, pero desde fuera la casa se ve cálida como una pequeña isla, una promesa risueña de amistad y olor a jazmines. Sobre nuestras cabezas verdaderas puntean tímidamente unas cuantas estrellas. No muchas, en realidad; tal vez tantas como lunares tengo yo en el escote y en los brazos. También el cielo se ve esta noche ligeramente bronceado. Pero hacía tanto tiempo que no veía más que una o dos fúnebres estrellas. Los viejos cielos moteados de antes parecían una patraña tan grande como los soles con ojos y boca de los dibujos infantiles.

Los animales nos esperan detrás de la cancela. Los dos gatos, las dos perras. Así que hasta ellos se habían creído que nos habíamos marchado por quién sabe cuánto tiempo. Huele bien. Huele tan bien, que por un momento me pongo solemne y me digo a mí misma que este olor de la broza ya seca, cuando se impregna de humedad nocturna, es en verdad mi favorito, si es que tengo que establecer jerarquías. Hay algo encapsulado en ese aroma que se resiste a ser descifrado. Las también viejas noches al fresco, quizás. La alegría de poder liberarse uno, por fin, de la gravedad de un techo. O besos en la parte de atrás de una discoteca de verano, de la caseta donde todos los demás deben de estar preguntándose dónde nos hemos metido. Huele tan bien, y estamos los tres vivos y juntos, y hay alivio en los ojos de los bichos, y la casa es tan bonita, y la noche todavía más, que yo no puedo hacer otra cosa que bajar corriendo la cuestecilla de entrada, subiendo las rodillas sin garbo, como un potrillo, recogiendo un haz de aire dulce entre los brazos, gritando yiiiihaaa. Las florecillas rosas de mi vestido parecen a punto de desbaratarse y quedarse calvas; podría apostar a que al final todas dicen me quiere.

No ha pasado nada. Sólo tres personas lo bastante ociosas como para animarse a tirar juntas la basura. Tres siluetas, cuatro animales en plano medio, una casa al fondo, ardiendo como una vela. Nada que, antes de salir, hiciera sospechar la necesidad de sacar la cámara de su funda. Y sin embargo, ninguna foto durará tanto como este recuerdo escrito que se volverá impermeable a la nostalgia. Pasarán los años, tal vez nos ausentemos, pero a mí nada me moverá a añorar algo perdido. No habré de lamentar lo ciega que fui al no darme cuenta de lo fácil que entonces lo teníamos. No me ocurrirá como a veces ahora, esta misma noche, por ejemplo, cuando preparaba la cena en la cocina, y echaba de menos a gente de la que me desentendí hace tiempo. No tendré que ser dos veces más vieja para reconocer que, aunque me pasé la vida esperando algo grande, en realidad siempre fui aproximadamente feliz.

Por eso corrí y grité de júbilo. Supe que ese momento plebeyo era uno de los disfraces de mendigo que a veces escoge la felicidad para pasearse de incógnito por nuestras vidas. 
 

miércoles, 10 de julio de 2013

Acróstico lamentable

 
Dame una H. Perfecto que empieces con la letra muda, porque a este respecto más te convendría conducirte con sigilo. Que nadie se entere de unos cortocircuitos que hasta ti te dan vergüenza. No por el menoscabo en tu propia imagen, sino por no cargar a los que te quieren con un peso de preocupación viscosa e inmerecida.

Dame una I. Una I de idiota. Idiota es el que hace idioteces, ¿verdad, Forrest Gump? Como la de ventilarte todo el exuberante cuerpo de conocimientos de la Medicina con un par de golpes de internet. Como la de confundir la parte de un síntoma con el todo de una enfermedad. Como la de relegar las explicaciones prosaicas. Como la de andar diciéndole a la gente, con un soniquete de broma y un fondo de horror, que de aquí a dos meses, con mucha suerte, calva.

Dame una P. Pasa esto: que a tu mente parece olvidársele la diferencia entre posibilidad y probabilidad. Todo lo que tenga un mínimo porcentaje de acaecer podrá multiplicar su apuesta. Todo lo imaginable tendrá la oportunidad de cruzar el umbral de lo real. Puede decirse que, aunque parezca justo lo contrario, lo tuyo es una especie de optimismo innato.


Dame una O. Obvio. Meridiano. Transparente. Impepinable: pasarán muchos más años, y seguirás siendo incapaz de tolerar la idea, qué digo, el hecho de la decadencia y la mortalidad.

Dame una C. Te aterra la insignificante cuota de control sobre tu propia existencia física que la genética, o el ambiente, o los alimentos asesinos, o el azar, te permiten gestionar. Te indigna pensar que los giros más dramáticos y más radicales de tu guión nunca los escribirás tú. Que nunca serás libre frente a sus dictados.

Dame una O. De osadía. Al menos puedes reconocer que tu particular neurosis nunca ha sido de esas que te dejan postrada. Cuando el miedo se ha adueñado de ti, has sido capaz de afrontarlo. No has pospuesto el momento de examinar la realidad de tus síntomas. No te has recluído en casa mientras la metástasis crecía en tu imaginación como un árbol. Has tenido el coraje suficiente como para someterte al escrutinio de los médicos, a su ojo irónico, a su oído acostumbrado a exageraciones un tanto engreídas, a sus medievales instrumentos de tortura.

Dame una N. Lo más conmovedor de todo quizás sean los momentos de negociación. Si me perdonas esta, le dices al diosecillo de las proteínas mutadas y las células malignas, si me pasas de largo una vez más, viviré más atenta, más alegre, más ligera. Cubriré de pan de oro cada instante. Seré más buena y más desprendida. Convertiré mi vida en una obra de arte.

Dame una D. Cómo te entristece esta debilidad, la variedad y el tamaño de la sombra que sobre ti arroja. Mientras te palpas de nuevo el bulto, o aíslas el dolorcillo, o tratas sin éxito de tragar; mientras cuentas las horas que faltan para que el médico te ponga por fin en tu sitio, te preguntas si el día fatídico en que elucubración y diagnóstico tengan el mismo signo, tú serás capaz de abordarlo.

Dame una R. Y lo peor es que para ti todo esto es real. Eres capaz de admitir que es posible, no, es muy, muy probable, que otra vez estés magnificando. Que no te estás siendo muy racional. Que cualquiera con un dedo de luces comprende que un ganglio puede inflamarse por mil pedestres causas. Y, sin embargo, la aprensión continúa, y el dolor duele, sea cual sea su causa. No es una treta para captar la atención. Es más, te afecta profundamente causar daño. Pero es que tienes una fe firme en la enfermedad.

Dame una I. Sin embargo, hay otra variedad de fe que te permite albergar esperanzas. Confías en que, más tarde que temprano, llegues a despegarte de la ilusión de inmutabilidad. Que deje de parecerte terrible e injusto aquello de estaba tan bien, y de repente, estoy tan mal, y no entiendo por qué.

Dame una A. En el fondo, esto es una historia enfermiza y obsesiva de amor: adoras el hecho de estar viva, y la idea de que ese amor deje de ser correspondido te mata.

(Prometo escribir mañana algo asquerorosamente solar)

domingo, 7 de julio de 2013

Al irte

 
Tu madre se pasa la tarde perdiéndose por la casa y la parcela, subiendo a la azotea a tomar el sol, estudiando en el huerto el paso de los días. Un ratito sí que consiente a sentarse con los demás en el porche, sumándose al atomizado grupo de lectura. Vuelve a perderse al momento. Como si no quisiera que sus ganas públicas de llorar impugnaran aquello que te dijo de que marcharte del país no sería algo tan dramático.

Las primeras palabras de tu padre después de dejarte son que no estará tranquilo hasta que no llames diciendo que has llegado sana y salva a tu destino. Lee su libro con la concentración habitual y, sin embargo, hasta que no empiezas a retransmitir en directo la crónica de tu viaje, en forma de chistosos whatsapps, él no para de maldecir mentalmente tu ocurrencia de compartir coche con un desconocido de aspecto no demasiado fiable. Puede que su radical desconfianza no sea de esas cosas de las que uno después se vanagloria. Pero mientras dura, la preocupación invade el espacio sin muebles de la tristeza.

Tu cuñado agradece haber tenido las gafas de sol puestas en el momento de la despedida. Entra y sale del porche al salón y del salón al porche, para revisar la pantalla de su teléfono en busca de las miguitas de pan que vas dejando durante el trayecto. Lee, levanta la vista, espía el rostro de los otros; prepara una sonrisa o un chisme que distraiga, por si acaso se topa con una seriedad más elocuente de lo normal.

Tu hermana no termina de concentrarse en la lectura, y aprovecha el tiempo muerto para pintarse las uñas. Se da perfecta cuenta de que hoy le están quedando especialmente poco pulcras. Entre tanto mira a tu padre y a tu cuñado deslizar sendos dedos por las pantallas de sus e-book. Le da entonces la impresión de que todos prefieren tratarte ahora mismo como a uno de esos aparatos que son pura hoja presente: nadie quiere sopesar las páginas que quedan hasta que te vuelvan a ver. Se pasea tu hermana de acá para allá sobre los talones, con los veinte dedos abiertos como peines viejos a los que les faltaran púas. Parece un practicante torpe de tai-chi. Un mimo que no encuentra otra forma menos ridícula de expresar su turbación.

Tu gata se tiende en el arriate como una emperatriz persa, tolerando por una vez la presencia aparatosa de las perras. No rueda sobre su lomo para manipular con sus gracias a los humanos. No se enrosca en las piernas en busca de una ración más fresca de comida. Parece como si se hubiera propuesto tomarse la vida como Vito, el gato estoico. Cualquiera diría que sabe que te has ido para un tiempo indeterminado.

El viento ha dado una tregua, y a la tarde le falta poco para ofrecer su espectáculo de magia. Los árboles del huerto, y el mar al fondo, y los contornos de la casa, y nuestras caras empezarán a hincharse con la luz carnal del día que se acaba, hasta que todos parezcamos más energía que materia. Es la hora en que tú te duchas y te arreglas y coges ese coche de juguete que tienes para salir con tus amigas. Dejas siempre las toallas por medio, buscas a voces unos zapatos, montas una banda sonora de gorjeos y juramentos.

Tu casa está hoy más silenciosa de la cuenta. 
 

sábado, 6 de julio de 2013

Ve con dios

Síntomas:

- Me refocilo sesteando como un jabalí en el lodo. Abro los ojos con prevención, como si tuviera los párpados cosidos y me diera miedo de que se me saltaran los puntos. La habitación vacila: me he echado a dormir dentro de una pecera. Cierro los ojos; me vuelvo al fondo. Sin remordimientos. Completamente sorda a las órdenes castrenses de mi nervio. Así hasta las cinco, las cinco y media, las diabólicas seis de la tarde.

- Me alimento de guarradas que mis manos no han preparado. Hectolitros de leche rizada de la heladería La Rosa. Salsas tóxicas de especias, tan espesas que podrían utilizarse para estucar pirámides. Algas que yo no me termino de creer que no sean radiactivas. Puñaditos furtivos de anacardos con sabor a solomillo. Como si hubiera recuperado una especie de inocencia fatalista que me volviera ciega a la idea de que la salud de mi piel sigue un intrincado correlato con lo que me meto por la boca. Las aspas de mi Thermomix están desoladas, ahogándose en su desaprovechada diligencia alemana.

- Gasto. Derrocho. Despilfarro. Gozo sin recato de la acumulación. Me compro unos zapatos cuyo precio ronda peligrosamente una cifra de tres dígitos. ¿Por necesidad? En absoluto. Por lujuria, por amor al objeto bello. Aunque ¿quién no necesita unas sandalias rojas, aguerridas a la par que elegantes? 

A veces las listas también ponemos posturitas
 

- Y algo peor. Para mi cumpleaños quedan poco menos de cinco meses, pero el e-book que me han regalado en anticipo ya está cargado de unos libros que sólo pesan en mi presunta conciencia. Títulos que esquilmé como si las librerías y las bibliotecas fueran a arder esta noche. Pecando como las beatas, con una mano puesta en el rosario, y la otra en entrepierna propia o ajena. Cargué mi plato de un buffet turbio. Me vicié. Cogí este, y este, y este, y aquel, y aquel, y este y este y aquel. Como si nunca en mi vida hubiera deseado casarme con un único libro fundamental. Como si tantas veces no me enfermara la abundancia. Como si no comprendiera la amenaza de dispersión y mariposeo implícita en semejante acto de gula. Como si me hubieran dejado encerrada en un parque de dulces y menesterosos bomberos.

Diagnóstico:

Me he entregado con tal devoción a estas vacaciones cortas, que le he dado un permiso de al menos dos días a mi yo más vigoroso y honrado. Espero que me escriba una postal desde Bhután. Porque tampoco viene mal descansar hasta de los propios proyectos de mejora.