De vez
en cuando me desdoblo. Mi parte cínica se acerca a mi parte cándida,
dilata mucho las fosas nasales y pone cara de oler a pescado blanco.
Y se aparta de ella, con una sonrisita condescendiente de capo. Es
más mala, mi parte cínica, tan rubia, tan pagada de su talla
noventa y cinco, tan chica popular de instituto americano. Disfruta
lanzando una sola mirada diagonal a la bobita ilusionada y
voluntariosa que soy últimamente, dándome la espalda al instante,
con una ceja doblada a lo Zapatero, una nada más, como si incluso
hacer una mofa fuera una inmensa pérdida de tiempo. Si acaso se
digna a silbar una palabra, que sale de su boca en mayúsculas. Pava.
Una de sus insultos favoritos. Pero pasa que mi parte cándida lo es
hasta el delirio, y está implicada de tal modo en su empeño de
mejorarme, que su piel se ha vuelto cuero. Es lerda e inquebrantable.
Como un amish.
E
igualmente crédula. Mi parte ingenua es una criatura capaz de
tragarse que el viento Bóreas podría seguir fecundando a las
yeguas. Que los pajaritos brotaron del eructo de un Dios indispuesto
tras un atracón de sus plátanos recién creados. Y que si uno se
marca un plan de acción compuesto de tareas muy simples y muy
concretas, la ciudad interna que sueña como hábitat para la mejor
versión de sí mismo se levantará tarde o temprano, con la misma
diligencia con que fue construida Brasilia. En tal sentido, es
optimista como un promotor en los años del pelotazo. Eso, o que su
talento mimético es comparable al de Don Quijote. Porque últimamente
mi parte cándida se ha paseado por demasiados blogs de realización
personal, quizás.
Así
que, por su culpa, mis días están empezando a parecerse a un
milhojas de proyectos superpuestos, entre cuyas capas se desparraman
cientos de tareas minúsculas. Los llamo así, en efecto: proyectos.
Para convencerme de que detento el poder de remodelar activamente mi
propia naturaleza. Qué pava. Y no hay día en que no se me ocurra
alguno, y hasta unos cuantos. Hoy, por ejemplo, tengo en mente los
siguientes:
El
Proyecto “Entremetía”
(Porque
hay palabras que, pronunciadas a la andaluza, concentran su
significado)
Empezó
a gestarse este proyecto en el descanso de la jornada sobre cetrería.
El momento, un mediodía en el que la lluvia no era nieve por pura
pereza. El lugar, un vestíbulo cualquiera en el laberinto infinito
de la Comandancia de la Benemérita. Que de pronto es atravesado por
un ejemplar calzado con chanclas de tirillas, y dueño de unas
piernas como robles embutidas en un maillot de ciclista. El ejemplar
tiene la robusta espalda llena de unos músculos que yo no he visto
ni en Érase una vez la vida, y unos brazos capace de machacar
cráneos sarracenos. Y a la vez es ligero y aerodinámico. En
definitiva, uno de esos que consiguen que las uñas retráctiles se
me disparen. El ejemplar se nos acerca a mí y a mi compañero, abre
la puerta que tenemos a nuestra vera. Los dos miramos por la rendija.
Oh, un rocódromo casero. Oh, qué interesante. Así que nuestro
ejemplar es un hombre araña. Con lo que a mí me molan los hombres
araña. Con las ganas lánguidas que tengo de convertirme en una
mujer de su especie. Mi compañero, que es un auténtico entremetío,
me mira con los ojos chinos, y se cuela por la rendija. Y se pasa
todo lo que queda de descanso dándole palique al ejemplar que, me
parece vislumbrar, anda ya colgado de las paredes como un bebé koala
de su mamá. Mientras yo me quedo fuera, mirando con perversa
nostalgia las gruesas colchonetas tendidas sobre el suelo del garito.
Sin decidirme a entrar. Quedándome con las ganas de preguntarle al
ejemplar si estaría dispuesto a adiestrarme en el arañismo. O al
menos, de preguntarle por el modo de iniciarme por mi triste cuenta.
O al menos, dónde tendría que perderme para que el grupo de montaña
del que debe de formar parte acuda en mi rescate.
Y eso
me recuerda la cantidad de veces que me he quedado con las ganas de
entablar palique. La cantidad de sabrosa información sobre las
costumbres del bicho bípedo que me he perdido, por pacata. La de
conexiones que no han llegado a dar luz. La de soberbios accidentes
que habré evitado. Las tres o cuatro vidas que no he llegado a
utilizar por culpa de mi timidez. Eso tiene que acabarse. Tengo que
dejar de quedarme con las ganas de ensuciarme con el material humano.
Y para ello voy a entrenarme. Cómo, no lo tengo todavía muy claro, o sí, pero este post está quedando largo cual discurso de Fidel Castro.
Acepto sugerencias sobre minúsculas tareas.
El
Proyecto Espalda.
Vale
que una como la del ejemplar arriba descrito en absoluto pegaría con
el resto de mi anatomía. Pero es que esta espalda de nonagenaria que
me estoy descubriendo tampoco lo hace. Así que también he decidido
ponerme fuertota. Eso está mucho más definido. En un par de horas
me recibirán cual hija pródiga en mi antiguo gimnasio. A la hora
siguiente empezaré a enredarme con mis propios miembros en mi
primera clase de yoga. Esta noche estudiaré precios en internet para
comprarme un colchón de auténtico taco. A medio plazo, volveré al
líquido elemento. Y si nada de eso funciona, pondré mis morenas
carnes en manos de cualquier mago de Oriente o de Occidente, y me
tiraré el tiempo que sea preciso en el taller de reparaciones.
El
Proyecto 24 – A.
Tal
día de abril me requiere la Justicia para asistir a una Sala de lo
Penal, como testigo de un incendio que investigué, atención, hace
ocho años. A mí, que necesito al menos un minuto para recordar lo que
comí ayer. Y soy tímida, bla, bla, bla. Pero no me preocupa
demasiado, porque no será la primera vez que lo haga. Lo que
realmente me hace temblar las piernas es el juicio paralelo en el que
yo seré la procesada, y mi juez, un mito personal al que voy a
volver a ver después de otros tantos años. Y yo no quiero que me
sigan temblando las piernas. No. Quiero ser una mujer sólida y
cabal, y no una maldita fan. Y para entrenar mi seguridad, entre otras chorradas: le
recomendaré a mi vecina que arregle el mando a distancia de su tele,
y baje el volumen operístico de la misma a partir de las diez de la noche.
Llevaré los carteles caseros que diseñé en enero a que me los
impriman en un lugar verdaderamente modernito y snob. Devolveré
llamadas incómodas en lugar de andar preparándome la excusa de que
el teléfono se me rompió. Y no volveré a disculpar a mi parte
cándida en ningún otro post.
Manos a la obra, ánimo.
ResponderEliminarUy, casi me siento como si hablaras de mí.
ResponderEliminarTímida hasta lo patológico (de verdad), con la espalda hecha un trapillo...
Con lo del juicio te deseo suerte y ya, porque ahí me pierdo.
Un beso, bonita!
De donde se deduce que timidez más flojera vertebral igual a bloguerismo asegurado.
EliminarEste va a ser mi tercer juicio, qué te parece, eso sí que es un caché.
Un abrazo grande.
Oye, que no conocía la palabreja "entremetía", pero me hace gracia.
ResponderEliminarY digo lo que Ficticia, al fin y al cabo creo que es lo que buscamos con frecuencia en la literatura: Que hablen sobre nosotros.
Mi espalda tiene cierta tendencia a parecer de "guita" (otra que me encanta) pero no estoy dispuesta a poner ninguna solución que no sea la de someterme al taller de reparaciones, sin esfuerzo propio.
Mi timidez, creo que gracias a tanto asociacionismo como ando tragándome, ya no me parece patológica sino muy llevadera. Lamento si alguna de esas llamadas incómodas que tienes pendientes es responsabilidad mía. Mujer, si lo hice para que practiques...
Bicho peligroso eres, chavala. Esa tarea la tengo clavada ahí, como una espina.
Eliminar¡ Eres la monda copón!.
ResponderEliminarUn beso.
Quiáa. Un beso para ti.
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