sábado, 30 de junio de 2012

Arañazos


No hace ni una semana que me fui, y ya estoy otra vez con la espalda pegada a la puerta de la casa de mi padre. Y una lamentable veta de mi cerebro me obliga a buscar excusas para ello. Que si el Calor Apocalíptico de tierra adentro. Que si cinco noches seguidas de sueño sudoroso e intermitente son demasiadas para mi cordura. Que si he agotado demasiado pronto mi dosis de fresas. Que si el agua del mar es la pócima definitiva para mi mal. Me veo sacando de nuevo la maleta del armario, y entre ceja y ceja se me forma una nube. Otra vez la maleta, me digo, otra vez Estepona. Más me valdría dejar allí un camisón, un bikini, una falda y una camiseta, y un hato cualquiera para las carreras. Escucho dentro de mi cabeza las vocales mordaces de mi hermana: “¿ootraa veeez? Qué pesaadoos”. Y, antes de guardar el ordenador en su funda, me obligo a pensar en algún plan alternativo. ¿Rodalquilar? Más gente de la que queremos ver asociada a uno de nuestros paraísos. ¿Ronda, y meter los pies en el río Guadiaro, trepar, cabalgar, perdernos entre árboles? Mmm. Temporada alta para las chicharras. Como si me diera cierta vergüenza reincidir en un destino cómodo y trillado. ¿Otra vez Estepona? ¿Pero cuántos años me quedan para que el Imserso me mande sus programas? ¿Dos, uno? ¿Ninguno? ¿Esa es toda la imaginación que me cabe en el cuerpo?

Conforme el coche va comiéndose, medio sonámbulo, esos doscientos kilómetros que conoce ya como a un hermano gemelo, mi incomodidad sin palabras se disipa. ¿Y por qué no voy a volver adonde me gusta estar de veras? ¿Por qué tengo que justificarme, cuando lo cierto es que esta es la casa que me viene a la cabeza cuando pienso en la palabra “hogar”? ¿Por qué voy a sucumbir de nuevo a ese consumismo vital que se vanagloria en rechazar la costumbre, y que me obliga a buscar más, más, más nuevo, más intrépido, más raro, más? Si me gusta leer aquí, después del desayuno, sentada en el escalón de la entrada, me gusta ir a la playa, me gusta escribir aquí, me gusta poner los pies a ambos lados de un lomo de judías verdes, me gusta despertar aquí, me gusta la última, irisada hora de la tarde. Me gusta repetir estos gestos, igual que un pianista en pos del virtuosismo. Y me gusta quien soy aquí, un yo cachorro y sin glotonería, alguien para quien la experiencia es algo que, la esperes o no, llega cuando toca, y no cuando tú la deseas.

Y, sin embargo, hay que ser lerda para escapar del Calor Apocalíptico, y venir a caer en las garras del Tórrido Terral. Terral: dícese del aliento del demonio disfrazado de viento. Los fusibles saltan. Al helado le crecen cristalitos de hielo a fuerza de derretirse y congelarse quince veces al día. El peine se vuelve superfluo. E ir a la playa se convierte en uno de esas aventuras dignas de aparecer en un concurso de la Cuatro. Pero hay color. El viento de poniente, incluido este terral, satura el color y agudiza los contornos de las cosas, como si de repente alguien te devolviese las gafas limpias de esa costra de grasa con la que, sin saberlo, vas por la vida. Esta semana Granada parecía haber sido atrapada en un goterón de pegamento Imedio. Ibas conduciendo por la circunvalación, y toda la ciudad se veía polvorienta y plana, como un polígono industrial especialmente sórdido, y hasta la misma, majestuosa Sierra parecía una reverberación en el desierto. Aquí el calor no se disfraza de calor. El cielo es tan azul como en las canciones infantiles, y volver a verlo así, con ese color que se supone que es el suyo, después de esta semana de cielo sepia, es como recuperar la visión de las estrellas. Los árboles son verdes. La tierra marrón. La fachada de mi casa, como debe ser, blanca.

Y mis muslos son del color de los caramelos Solano. Todavía llevan los arañazos que me traje ayer del trabajo. Son diminutos, apenas unos cuantos pinchazos de zarzas y aulagas, pero yo me recreo en ellos. Los rastreo por la piel, sigo su curso, hago círculos a su alrededor, añoro la sensación de ardor con que el agua de la ducha los revela. Quizás es que en mi psique hay disimulados unos cuantos rasgos masoquistas. El cas0 es que yo amo mis arañazos. Son como una medalla al mérito. Son como lo que aquí dejo escrito: un registro del día. Durante la ducha, decepciona un poco que el agua se pierda por el sumidero igual de transparente a como salió por la alcachofa. Que no se vea oscura del polvo acumulado a lo largo de toda una mañana dando bandazos por el monte, buscando (y encontrando!) cebos envenenados, pegajosa de calor y de sueño, rica en todos los olores acumulados. El de la jara, el del romero, el olor del suelo ardiente de las once de la mañana, y de las hojas rabiosas de las encinas. El desodorante del compañero, a primera hora, el olor a comino de sus sobacos, a última. El de las motos farrucas de los agentes del Seprona. El olor indescriptible y tristísimo de un cachorro de zorro en descomposición.

Miro mis preciosos arañazos rojos bajo esta luz afilada, veo mi reflejo en la pantalla del ordenador, con las gafas escurridas a media nariz, y me doy cuenta de que todo esto, esta casa, esta luz, mis días, mi escritura y mis arañazos, está, de algún modo, y no porque me vea obligada a redondear el post, conectado. Porque en este lugar del mundo al que me he hecho adicta, donde el aire es claro y la luz esculpe, en este rincón callado de la escritura, lo real se realza, permanece y se salva. Al menos el tiempo que dura en la piel un arañazo.

miércoles, 27 de junio de 2012

20 excusas para no escribir


1. Tengo que tender un pareo impresentable en el suelo de mármol, tumbarme boca arriba sobre él y maldecir con-cien-zu-da-men-te a este Calor Apocalíptico, obligándolo a retroceder. Como si yo fuera exorcista. A lo mejor juego, también, a que soy la silueta de un muerto dibujada con tiza en el suelo.

2. Tengo que quedarme muy quietecita sobre mi pareo, y estudiar el momento en que los efectos nocivos de la torta de manteca y chocolate que me acabo de perpetrar para la merienda se empiecen a manifestar sobre mi anatomía. Tengo que comprobar si la culpa de que mis manos se vean milagrosamente (casi) sanas, desde hace medio mes, es de los corticoides, de la Providencia Universal, o del exterminio del azúcar en mi dieta.

3. Tengo que seguir muy quietecita sobre mi pareo, e imaginar que soy como una caja fuerte de cristal, llena de tesoros que podrían evaporarse, si me muevo. Tengo que hacer un inventario mental de todas las playas donde me he bañado: Praia das Maças, junto a Sintra, donde una vez había una niebla tan espesa, que me sentí como una pequeña letra perdida en medio de una página en blanco; aquella playa de la isla de Mljet, que la publicidad turística vende como el lugar donde la ninfa Calipso enroscaba sus divinos dedos en el pecho lobo de Ulises; Korçula, con sus aguas de un turquesa imposible, o la sensación de haber puesto los pies en Urano; la playa de La Línea donde las plantas de los pies a veces se ponían marrones de alquitrán; las extravagancias geológicas del Cabo de Gata...

4. Tengo que buscar desesperadamente el lugar donde se han escondido mis antaño abundantes tetas, dentro de las copas de mi antaño sexy sujetador.

5. Tengo que rastrear Internet en busca de la Disciplina Deportiva Definitiva, esa que conseguirá que mis dos mitades corporales, la escuálida superior, y la lozana inferior, se fundan en una.

6. Tengo que limpiarme bien las gafas, antes de confirmar que estos embriones de músculos que me han salido en los hombros, con sólo seis clases de natación, no son un producto de mi mente quijotesca.

7. Tengo que hacer unos calamares en salsa, para así tener tiempo, mañana por la mañana, de escribir algo medianamente decente, algo que no rezume esta sudorosa pereza mental.

8. Tengo que hacer un plan para las vacaciones de julio, qué se yo, qué se yo, a Holanda en bicicleta, o al Périgord francés, o a cualquier sitio con hierba, lo bastante convincente y manipulador como para engatusar a Jose.

9. Tengo que convertirme en una Treintañera Sensata, y considerar la escasa o nula conveniencia de todo plan de vacaciones que supere los límites territoriales de la Península Ibérica, dada la manera salvaje en que mi nómina va a quedar amputada a partir de julio.

10. Tengo que leer el millón de post de retraso que llevo de mis blogs favoritos, y sentirme moderadamente orgullosa de vivir en el siglo XXI.

11. Tengo por delante, todavía, más de 500 páginas de “Libertad”, de Jonathan Franzen, y soy tan feliz-feliz-feliz. Igual que si me dejaran suelta un día entero en el Corte Inglés con un cheque en blanco.

12. Tengo que volverme a quedarme quietecita sobre mi pareo, y pensar en lo poco que necesito para estar contenta, como penitencia por el consumismo escabroso que se me ha escapado en el punto anterior.

13. Tengo que apuntar en mi pizarra de la cocina, con unas gordas letras de tiza roja, esta frase que he escuchado mientras me comía unos falafeles de boniato hechos con mis manitas: “NO POSPONGAS LA ALEGRÍA”. La escuché en un documental que La 2 reponía a semejantes horas intempestivas, sobre la historia de dos mujeres americanas que se conocieron en los 60, y se amaron todos los días a lo largo de cerca de 40 años, a pesar de los prejuicios y de la esclerosis múltiple que acabó con una de ellas. Vedlo, si podéis. A mí me costó tragarme las cerezas, del nudo en la garganta que se me puso.

14. Tengo que darle un homenaje a mi cuerpo serrano en forma de agua fresquita, cremas y masajes en los dedos de los pies. Tengo que darle las gracias por ese trabajo discreto suyo, porque respire, ande, digiera, perciba y recuerde sin esfuerzo.

15. Tengo que hacer algo ocurrente con los dos plátanos maduros que languidecen en mi nevera. No tan ocurrente como alguna mente perversa pudiera imaginar.

16. Tengo que hacer una Lista de 20 excusas para no ponerme a rascar la grasa de los armarios de la cocina.

17. Tengo que prepararme una sesión golfa con sinfín de youtubídeos de Marc Anthony y Beyonce, y bailar como una descosida en el salón, en bragas y sujetador, hasta que Jose llegue del trabajo y me desaloje para ver el España-Portugal.

18. Tengo que vengarme de tal desalojo a mi manera, o sea, recordándole una y otra vez, con ejemplos en directo, la supremacía física del varón luso sobre el hispano.

19. Tengo que aplicarle la Solución Definitiva a la cantidad de papelotes, avisos de Tráfico, recetas apuntadas con la letra de los lunes, direcciones de internet, tratamientos médicos, recortes de periódico, revistas que nunca leeré, fragmentos de escritura que sólo desarrollaré en casos de desesperación, listas de la compra, menús semanales, etc, que se acumulan en ese mueble que llamo escritorio, a la ligera, porque tengo el poco ergonómico vicio de escribir de rodillas y con el ordenador sobre la cama.

20. Tengo que mirarme ahora mismo en el espejo, y ver si se me nota en la cara la alegría como de travesura que siempre me provoca escribir a pesar de mí misma.

martes, 26 de junio de 2012

Hogueras


Ninguno de los tres tenemos muy claro lo que hay que hacer, así que nos lo inventamos. Se supone que en algún momento se piden deseos, y a mí también me suena algo relacionado con siete olas, así que se me ocurre que podemos meter los pies en el agua, y pedir un deseo con cada ola que venga a mojarnos, contando hasta siete. Desde lejos debe de quedar claro que no somos en absoluto profesionales en esto de los ritos mágicos. Estamos un poco rígidos, expectantes, como un hijo soltero que siguiera, punto por punto, una receta de lentejas apuntada por su madre. Y en la orilla no hay nadie más. Quizás no estemos respetando la cronología. Una ola, que nuestros cuerpos sigan fuertes. Dos olas, que nos queramos siempre igual que esta noche. Tres olas, que no vuelva a sentirme varada. Cuatro olas, mmm, ¿que me entusiasme ser escritora? ¿Que el fuego nunca se apague? ¿Una casa junto al monte? La quinta ola es un poco menos faldera que las otras, y nos empapa a traición hasta las rodillas. La verdad es que ya había perdido la cuenta de mis deseos. ¿Llevaba cuatro, ocho? Las olas eran más rápidas que mi capacidad de desear y, eso, esta noche, me parece una buena señal.

Así que, venga, Silvia, ha llegado la hora de meterse en el agua. ¿Te acuerdas del año pasado, en septiembre, cuando quisiste bañarte por la noche, y luego, parada en la orilla, no te atreviste? Había muchas olas, y te indignó tu propio miedo. Te sentiste a la vez muy vieja y muy pequeña. Pero esta noche todo está bien. El agua está tibia, lógico, después de estos días de Levante, y el aire es un buen amigo. Las olas dan risa. Ninguno de tus deseos lleva específicamente tu nombre y tu apellido. El presente ha mojado de tal manera tu pensamiento, que no queda espacio para sentir deseo o miedo. Ahora. Al agua.

Después de mi baño (Jose todavía un poco preocupado, aunque orgulloso; mi padre todavía y siempre callado; yo todavía colocada de endorfinas, riéndome como una lerda e intentando, bikini en mano, que no se me caigan los pantalones), damos un paseo por la orilla. En toda la playa, que al llegar nos pareció casi vacía, la gente se va revelando como en un laboratorio fotográfico. Hay poca luna, y pocas farolas, porque estamos a unos cuatro kilómetros de la ciudad. Unas cuantas familias se arremolinan en torno al olor de la panceta asada, y a nosotros nos dan ganas de ir a merodear, a ver si nos cae algún hueso. Es tan esteponera esta imagen: las mesas endebles de plástico, una islita de neveras portátiles rodeada de mochilas, el barreño de sangría, ensaladas con mucha cebolla y mucha lechuga de los “campitos”, barrigones con camisetas de mangas a la sisa, niños descuidados por sus madres. Pero, un momento, ¿y esa tele? Joder, estos malagueños, y su costumbre, más vieja que el solsticio, de llevarse el propio salón a la playa. En la pantalla, obscena de grande, erguida sobre las arenas como una especie de ídolo, se suceden todavía las entrevistas y los resúmenes del partido que España le ha ganado a Francia: mucho rojo, mucho amarillo, una perfecta hoguera contemporánea que hace palidecer a la montaña de palés que espera cerca de ella.

En la zona donde la arena se vuelve piedras, bastante apartada ya del meollo sanjuanero, otra familia cena bajo el toldo anexo a una caravana. Sobre la mesa cuelga una bombilla que se ve roja en la distancia, y un aire como de blues americano, de mecedora que cruje en un porche junto al río Mississippi. A pesar del chimpún-chimpún que sale de alguna radio, se nota que es gente callada, para la que cenar al raso es un estilo de vida, y no algo que se planea de lunes a viernes y se ejecuta el fin de semana, en medio de un buen jaleo. Desprenden un olor tan fuerte a intimidad, que el pudor nos obliga a darnos la vuelta.

Y, entonces, oooh, de repente el cielo se ha llenado de globos de papel iluminados. Aaah, ¡China! Chicas monas con pinta de dermatólogas, chicos que seguro que saben la diferencia entre el arroz salvaje y el arroz basmati, desenvuelven los paquetes recién sacados del Ikea, queman el alcohol de las cazuelitas, y ponen el globo en el aire con delicadeza. Y flotan, flotan, hasta que los puntos de luz se confunden con la iluminación de aquí a Gibraltar, y alguno cae directo al agua. Es una imagen tan bonita, tan rebosante de azúcar y de significados claros, que todos los que hemos hecho corrillo en torno a ellos, la Estepona de pata negra, la aristocracia guiri del hotel Kempinsky, los nómadas y los descreídos, empezamos a aplaudir. En poco tiempo todo se desata. Los palés empiezan a arder, la orilla se llena de gente que, ahora sí, se moja lo pies. Y yo me acuerdo de esa escena imborrable de “El árbol de la vida”, de Terrence Malick, en la que estar muerto es pasear eterna y plácidamente a la orilla del mar, bajo una luz como la del verano en el Círculo Polar, mientras te cruzas con todas las personas con las que coincidiste en el tiempo. Y me acuerdo de que mi tía Juani cumpliría hoy cuarenta y nueve años.

Así nos vamos alejando poco poco de la medianoche, sin que apenas percibamos el paso de los minutos. Los pijos que echaban a volar globos se hacen fotos delante de la hoguera, para colgarlas luego en el Facebook. Unos cuantos tiran montones de apuntes, otros, notitas arrugadas con sus listas de penas y de deseos. Mañana, antes de que pase la máquina que alisa la arena, ¿quedará alguna de esas notas a medio quemar? Hígados que no funcionan, romances que no terminan de cuajar, la nota media de Fisioterapia, que el banco no me quite la casa, que mi hijo encuentre trabajo ya. El grupo de esteponeros ibéricos bate palmas de sevillanas, cómo no, y un par de niños obesos bailan con más ímpetu que Antonio Canales. Y uno de los barrigones con mangas a la sisa, y una gran bandera de España a modo de capa, gira alrededor de la hoguera, y proclama: “zeñore, que no noh farte la zalú a todo”.

Y, claro, todos asentimos, porque nunca un tópico tan rancio nos pareció tan sabio, y por que, aunque suene cándido, no precisamos más magia que la de estar todos juntos alrededor de la hoguera, año tras año, confiando en que, a pesar de que la mañana llegará mas temprano que nunca, el fuego nunca se apague.

domingo, 24 de junio de 2012

Yo denuncio: a las 21:15 mi coche marcaba 37º


NO
PUEDO
CON
ESTA
CALOR

¿A qué planeta he llegado, al puto Mercurio? ¿Por qué la meteorología es un asunto tan burgués? ¿Por qué no hay olas saharianas en febrero? ¿Cómo es posible que el termómetro de mi coche suba trece grados en el transcurso de un viaje de provincia a provincia? ¿Qué efecto tienen estas brusquedades sobre la configuración del ADN? Con oscilaciones de temperatura más suaves se descascarillan las piedras. Eso lo decían hasta en 2º del querido EGB.

AQUÍ
SE
RESPIRA
LIJA

Así que me voy a la cama, a boquear como una carpa china. Porque no tengo saliva ni para escribir. Con el post sanjuanero tan prometedor que me traía entre manos. Pero es que me acuerdo de que ayer, a estas horas, estaba yo en la playa con una sudadera, y me dan ganas de llorar. Mañana. Aunque hoy habrá habido una marea de hogueras, deseos, buenas intenciones y primitivismo por toda la blogosfera. Aunque mañana publicar un post sobre el asunto suene tan viejo como el VHS. El solsticio de verano se lleva celebrando desde la noche de los tiempos, así que, por que yo me retrase un día (o dos, porque el Sáhara es enemigo de la creación), no va a pasar nada, seres humanos. Que yo no soy de rituales, salvo a la hora de meterme en la cama. Por culpa de estas manchegas pragmáticas de mi familia, que murmullan “chicá tontá” a cada hoja del calendario. No se puede ser tan-tan.

ME
ESTOY
VOLVIENDO
BIDIMENSIONAL

El aire pasa por mis fosas nasales a la velocidad del tráfico por la M-30.No lo digo más. Mañana tengo que estar fresca para batirme el duelo con el fisco, que ha sido informado de que soy una nulidad como adulta, y pretende colarme toda la Deuda Terminal en mi cuenta corriente.

HACIENDA
MULTA
MALETAS SIN DESHACER
UNIFORME
CALOR ANTI-MAMÍFEROS
AY-SEÑOR-LLÉVAME-PRONTO

sábado, 23 de junio de 2012

Optimismo idiota y bueno de los dominicales


Hace poco volvía a leer en el suplemento de un periódico un artículo sobre las bondades del optimismo. Me pregunto cómo será trabajar en la redacción de una de esas revistas que, para con los propios pensamientos, actúan como un lavado automático de coches: coges un puñado de ellas, a ser posible mientras la comida se hace sola en la olla rápida, o durante cualquiera de esos momentos tontos del día en que es demasiado tarde para unas cosas, y demasiado temprano para otras. Empiezas a hojearlas, miras las fotos de manera indulgente, como si tu única razón para no comprarte esos zapatos de 3500 euros fuera que no te van bien con los vaqueros Dolce & Gabbana que cuelgan en tu armario, y, poco a poco, toda tu morralla mental va siendo suavemente barrida. Un gran ejercicio espiritual que te deja el cerebro limpio como el de un Teletubi. Hasta que te ponen por delante el artículo en cuestión, y tu maldad inherente se reactiva. En serio, ¿cómo lo hacen? ¿Va la redactora Maripuri y, con los ojos redondos como un yo-yo, propone “anda, y un artículo sobre el optimismo?”, mientras se imagina el vestido con escote palabra de honor que se pondrá cuando le entreguen el Pulitzer? ¿Darán arcadas sus compañeras? ¿Les vendrá sabor a ajo al escuchar la palabra “optimismo”? ¿Se sustituyen los becarios de la redacción a tal velocidad que hasta un tema tan manoseado como las tetas de Yola Berrocal puede pasar como original?

Y, sin embargo, mientras leía aquel artículo, tenía ya la mente tan milagrosamente aseada de mis propias ideas y prejuicios, que, cuando me topé con el consejo de cerrar cada día con el repaso de al menos tres cosas buenas que te hayan sucedido, me vi brindando a la salud de Maripuri. Elemental. Pueril. Impecable. Desde entonces, cuanto estoy en la cama con los tapones incrustados en los oídos, porque soy una horrorosa de sueño frágil, hago el recuento de mi día. Si el sueño me da alcance antes de acabarlo, entonces es que ha sido un día que se podría calificar como exuberante. Si ha pasado sin chispa pero sin esfuerzo, el recuento de mis tres/cinco/siete buenos momentos lo individualiza y lo rescata de mi propia indiferencia. Si ha sido un día para olvidar, me doy cuenta de que la insatisfacción nunca será tan larga ni tan ancha como para saturar veinticuatro horas.

Así ayer. Camino de Bolonia, había nubarrones dentro del coche, por mucho que tú reclamaras tu derecho al silencio y te empeñaras en que no pasaba nada. Pasaba esto: que yo llevaba gastadas toneladas de nostalgia recordando mis paseos de antaño por ese lugar, y que a ti no te gusta la playa. Pasaba que yo prefería ir sola a tu falta de alegría, y que eso a ti te debe de parecer una especie de amenaza, o una ruptura sutil de nuestros pactos. Pasaba que me cansa y me indigna sentirme culpable por lo que deseo. Y, sin embargo, también tú te preguntaste alucinado por el nombre del país al que habíamos llegado, cuando por fin pisamos la arena dorada de la playita que tengo en el fondo de escritorio de este ordenador. También tú quisiste dar saltos de alegría, quitarte la ropa y bañarte desnudo en el agua un poco revuelta, como correspondía a la salvajura del lugar, y si no lo hicimos fue porque nos habíamos dejado en el coche el bote de crema solar. También tú te habrías pasado horas catalogando esas piedras con formas imposibles que una vez fueron acantilado, o toda la cantidad descarada de plantas que desafían la endeblez de las arenas, la aridez, y hasta al mismísimo rey Levante.

Luego, peligrosamente cerca de las dos de la tarde, fue duro subir de nuevo hasta el coche, y tú ibas refunfuñando nunca-nunca-nunca más, y los dos coqueteábamos con la idea de la ruptura. Pero ¿sabes lo bien que me sentó darle a las piernas sin compasión, y sudar la camiseta? ¿La facilidad con la que icé mi cuerpo cuesta arriba? ¿Lo que agradecí al comprobar que mi cuerpo puede llegar a ser virtuoso de pie, tanto como sentado? ¿Y cómo mis células recibieron el choco en salsa como si hubiera sido consagrado en el Vaticano?

En la playa, el viento volvía a poner a prueba mi mansedumbre, y hacía un fresco que me hacía dudar de la cordura de ciertas costumbres humanas, tales como la de permanecer por narices semidesnudo, sólo porque estés junto al mar y sea casi julio. Y mis piernas y mi barriga, se veían tan bonitos, completamente rebozados con ese milagro de arena fina, que parecían recién tallados. Y casi me quedo dormida en feliz posición fetal, con un brazo tuyo como almohada. Y al final, por dios, ¿es que los gaditanos tienen caldo de puchero en las venas? ¿Cómo nadie se había dado cuenta de lo buena que estaba el agua? Sí, nos pusieron una multa de ochenta euros por meternos en un carril reservado y aparcar en cualquier sitio. Sí,nuestro coche se asomaba a las ruinas de Baelo, y el contraste de las piedras cansadas con el papelito en el parabrisas me puso en la cara una risita pacífica.

Así que, por la noche, medio desvelada, con los brazos todavía calientes de sol y el corazón a la altura de la garganta, hice mi recuento, y pude sacar un par de frases en limpio de un día que nos puso a prueba. Una, que si bien no puedo presumir de tener una vida rica en experiencias dignas de ser contadas, al menos puedo dar un ejemplo de los tumbos y vaivenes por los que pasa un simple corazón humano, igual al tuyo y al tuyo. Es mentira que no tenga aventuras que justifiquen la existencia de un blog: yo me enfrento al reto de la convivencia, a la rareza de ser uno al lado de otro uno, a la avidez simultánea de libertad y amor. Y dos, que el amor en bruto no basta: si no está pulido por la alegría, en cualquier circunstancia, amable o fiera, el amor se convierte en sacrificio. Y eso para mí no tiene sentido.

jueves, 21 de junio de 2012

Ni por todo el oro del mundo


Mi madre va a decir que naranjas, que no se me puede mandar nada, pero en realidad yo soy una hija muy complaciente. Sólo que le tengo un gran respeto a mis propios tiempos. Si me pides que suba quince veces del huerto a la casa, y de la cocina a la habitación de arriba, en busca de limones o de cualquier camiseta chusmosa que te puedas poner para que tu ropa no coja olor a comida, yo lo voy a hacer. Tarde o temprano, porque por dentro soy tan dulce que pico las muelas. Muy por dentro. Tú déjame, que aunque proteste o te suelte un bufido, te voy a dar lo que quieras. Y, de paso, a lo mejor hasta domestico tu impaciencia.

Pero, mira, sólo he tardado tres días en satisfacer tu deseo de leer el post que hoy te pongo por delante. No sé por qué están tan mal consideradas las obras creativas (ejem) de encargo. A mí me parece un desafío de lo más estimulante que me estrechen el marco de lo que aún está por escribir. Es como nadar con las piernas trabadas: para avanzar, tienes que darle mucho más fuerte a los músculos de los brazos y de la espalda, y eso asienta y robustece el eje de tu cuerpo, y permite que dejes de dar por sentada la agilidad casi inconsciente con que se mueven tus piernas. El caso es que me ponen los corsés. Lástima que nadie más haya tenido el buen gusto de pedirme un post a la carta.

Aunque debo reconocer que la lista de cosas que no haría ni por todo el oro del mundo no ha querido salir rápidamente de mi mollera. Estaba a gusto en medio de mis cuentecillos, mis listas de la compra y mis planes no muy coherentes. Por dos razones muy sencillas. Porque, evidentemente, los elementos de esa lista (la primera, no la de la compra) tenían que pasar por un filtro: no iba a anotar ni una sola obviedad relacionada con principios éticos de parvulitos. Nada de “ni por todo el oro del mundo dejaría que mi padre se alimentara de mondas de patata, ni por todo el oro del mundo compraría un riñón en una oscura esquina de Bucarest, ni por todo el oro del mundo me abrigaría con pieles de bebés lince, ni por todo el oro del mundo bebería té recolectado por las tiernas y arañadas manos de un niño de seis años que trabaja veinte horas diarias, y sueña con aprender a leer mientras se intoxica con pegamento para aguantar el cansancio, por nada del mundo vendería mi cuerpo a un pastor octogenario que oliese más fuerte que sus cabras”. Y también porque, en realidad, me cuesta bastante decir que no. Hay pocas cosas que no haría, más allá de lo consignado en tres de los diez mandamientos (buscad en la Wikipedia como yo: el cuarto, el quinto y el séptimo. El octavo, a ratos. Qué catequesis más mal aprovechada). Así que se me ha ocurrido este puñadito de cosas:
  1. Ya puede venir Angela Merkel con 10.000 millones de euros, que yo no vendería el huerto de mi padre. Porque es él mismo, sus miles de horas invertidas, su dedicación, los rebrotes, quién lo iba a esperar a estas alturas, de los ciruelos que plantó su padre, esas rabietas con las que me troncho, cuando monta en cólera por culpa de la pérfida mosca de la fruta, como si en vez de un robusto jubilado, fuera una triste alma de la posguerra que tuviera que alimentar a trece hijos. Es la luz brillantísima de esta punta del mundo, el Peñón al fondo, los vientos inevitables como las visitas, la sal y la humedad, y el olor a madreselva y jazmines a primera hora de la noche. Todo ello coagulado en unas cuantas fresas, naranjas, judías, ciruelas.
  2. Así que, ni por todo el oro del mundo, pienso hablar yo de herencias. Punto.
  3. Ni comprarme una casa en cualquiera de mis paraísos, después de que me lo hayan secuestrado, violado, torturado y asesinado. Antes de escribir mi rabia a costa de los planes criminales que acechan la playa de Valdevaqueros, me dije yo “aunque un chalecito entre rosas del Pacífico y palmeras, con la duna ahí pegada a mi tremendo ventanal, y un millón de macizos windsurferos a la distancia ridícula de una carretera de doble sentido...” Pero No-No-No.
  4. Jamás compartiría mi mesa con un pez gordo de la construcción. Eso a pesar de que mi propio padre fue un humilde chanquetito en ese sector de la infamia, y que, en mi casa, la mesa siempre estuvo bien provista gracias a su sueldo de contable.
  5. Quiero intentarlo todo, de verdad, trepar riscos, bajar a las profundidades del océano y la litosfera, pero, mira, no, el parapente y el ala delta, no.
  6. Y yo sé que, si hiciera profundos ejercicios mentales de concienciación y voluntad, llegaría a hablar en público, pero, francamente, prefiero no hacerlo.
  7. Ni por todo el oro del mundo mancillaría mi cara con un solo chute de bótox. ¿Parecer prima hermana de Tita Cervera y la mamá de Ana Obregón? No, gracias.
  8. Sé que lo siguiente se merece un post para él solito, pero ni por todo el oro del mundo quisiera tener un hijo. Además, que tenerlo y mantenerlo a cambio de dinero, puede que sea legal, pero ¿es ético?
  9. Nunca escogería comodidad y seguridad frente a libertad.
  10. Nunca aceptaría un chantaje emocional severo. No estaría al lado de nadie porque, maliciosamente, quisiera inspirarme lástima.
  11. Los antropólogos todavía no lo han identificado, pero hay una rama arcaica del Homo erectus que se refugia en La Mancha y que se deleita con manjares tales como los ojos de las cabezas de cordero asadas. Es verídico. Lo he visto con estos míos, miopes y bellos. Jamás me aparearé con ellos.
  12. En cambio, ni por todo el oro del mundo, ni por la eterna juventud, dejaría yo de comer chocolate.
  13. Puedo entender el subidón de adrenalina que parece que supone la actividad de rastrear un ciervo por un monte lleno de aromas y flores, acecharlo, quedarte muy, muy quieto, y poner en paralelo tu sagacidad y tu agilidad con la de un bicho de cien kilos que ha nacido para huir, pero nunca, nunca, a no ser que los recortes me obligaran a convertirme en una mujer salvaje, sería capaz de dedicarme a la caza, de apuntar, matar, y hacerme fotos macabras con una cabeza que media hora antes respiraba.
  14. Yo pronuncio las jotas a la castellana, y no ceceo, y no me siento especialmente orgullosa de ser de una región concreta del mundo, pero tampoco cambiaría nunca mi acento por imposiciones ajenas. Me parece uno de los colmos de la indignidad.
  15. No estoy dispuesta, ni por dinero, a identificarme con mi sexo, mi lugar de nacimiento o mi ocupación laboral. No se me ocurriría utilizar esas condiciones aleatorias en provecho propio. No pienso sentir, pensar y actuar como se supone que debe hacerlo una mujer, un andaluz o un guarda forestal.
  16. Por tanto, no creo que se me ocurra nunca adherirme ciega y acríticamente a ningún grupo humano.
  17. Ya me pueden triplicar el sueldo, que no pienso trabajar más horas. Punto sarcástico, este diecisiete. Maldita Merkel, malditos chinos.
  18. Después del affaire Amsterdam, ni por todos los rescates del mundo pienso volver a meterme en el cuerpo alimentos entre cuyos ingredientes figure la marihuana.
  19. Nunca, nunca jamás me burlaré o le faltaré el respeto a las ilusiones de alguien.
  20. Y ya me pueden poner un chalet en el Cabo de Gata, que nunca se me ocurrirá acostarme con cualquiera de mis cuarenta jefes.

Pensandico, pensandico, se me ocurren también algunas cosas que haría a cambio de mucho, mucho oro, tales como: ir a la feria de Abril. Ir a Croacia en agosto. Hacer un crucero. Andar como una borracha sobre unos zapatos de tacón muy fino. O figurar en una despedida de soltera, de protagonista o de simple secundaria. Ponerme en público un trikini, aunque, rediez, me sentaría como un guante.


miércoles, 20 de junio de 2012

Trigo limpio


Bonitos, bonitos, no son, la verdad. Tienen el exquisito plumón de bebé entreverado con un montón de plumas oscuras que hacen pensar sin remedio en ese caos físico que es la adolescencia. La boca muy abierta, congelada en el gesto de recibir comida de sus padres. Sin embargo, son demasiado grandes ya como para que te den ganas de llevártelos a casa. Se aprietan contra el trigo y, cuando invadimos como castellanos el círculo diminuto de espigas que sus padres aplastaron para formar el nido, ellos no protestan, no pían de miedo, ni tratan de escapar. Sólo abren la boca todavía más. Deben de creerse que el mundo entero es una excusa para que ellos sean alimentados. Nacieron hace unos veinte días, y nunca han visto a un hombre, a un zorro o a una máquina cosechadora. No tienen manera de saber, por tanto, que el tiempo juega en su contra, y que, hasta que no alcen el vuelo, están absolutamente vendidos. 

 

Dentro de dos, tres días, se empezará a segar el cereal por esta zona del mundo adonde el jefe nos ha mandado. Eso significa que, si nadie lo impide, toda la vida que bulle en los trigales, todo ese futuro de hermosas, elegantes alas grises y de emigraciones a quién sabe qué rincón de África, se convertirá en carne picada. Tú estás parado en la linde de la parcela dorada, medio enloquecido por los mosquitos diminutos que tratan de colársete por nariz y orejas, y no te puedes ni imaginar la de equilibrios dramáticos que están sucediendo en su interior. Por alguna remota razón ecológica codificada en sus genes, estos bichos han cruzado medio hemisferio para reproducirse justo aquí. Y justo ahora, cuando la mayoría de los pollos aún no han aprendido a volar, la tierra donde se esconden va a ser segada. Ahora, porque este año el calor ha apretado temprano, y las espigas están ya cargadas. Porque, posiblemente, el agricultor se vea obligado a jugar intrincados juegos de Bolsa con su grano, y a venderlo pronto para ganar más. Porque el gasoil, las semillas, los abonos, los herbicidas, cada vez están más caros, y urge convertir la cosecha en dinero. En esta parcela, los ciclos económicos se entrecruzan con los naturales, y en la intersección, para variar, hay sangre.

Así que ahí estamos nosotros, tratando de adivinar la ubicación exacta de los nidos, con la cosechadora comiendo metros. Los pájaros adultos nos vuelven locos con sus vuelos rasantes, y sus caprichosas idas y venidas. No hay manera de que se posen dentro del trigal, y nos indiquen la posición donde se han dejado a sus pollos. Te dejan perplejo, medio hipnotizado, y a punto estás de creerte que en sus vuelos sólo hay juego. Te los quedarías mirando toda la vida, a pesar de los mosquitos y la solanera, si no fuera porque el tiempo apremia. Hoy, después de una temporada de trabajo perfectamente vacío y burocrático, vamos a enfrentarnos con problemas reales. Los pollos son reales. Las cuchillas de la cosechadora, demasiado reales. Hoy vamos a ser útiles. En un mundo ideal, este trabajo debería haber sido planificado hace un par de meses, pero quizás todavía queda tiempo para que podamos hacer algo bueno por todo eso que la expresión “medio ambiente” es incapaz de abarcar.

Es preciso que los vea, que mi mirada, mi calendario, y ahora mis palabras, registren esta fragilidad. Alguien me dijo una vez con gracia que el aguilucho cenizo no se llama así por el plumaje plateado del macho adulto, sino por su malísima suerte. Si no es la siega, es la culebra que repta por los trigales y se pirra por sus huevos, es el zorro que se aprovecha de la visibilidad de los rodales que el agricultor ha consentido en dejar sin cosechar, para proteger a los nidos, es la subvención europea que prima al girasol y al olivo.

Porque hay un tic tac mucho más amenazante y definitivo que el de la siega. Es la cuenta atrás de un mundo que hace mucho que empezó a agonizar. Cada vez quedan menos parcelas de cereal donde estos pájaros puedan anidar. Menos eras, menos manos en el campo, menos amapolas. La ola terrible de la economía especulativa y global sigue arrasando todas las redes de relaciones y costumbres que se tejieron hace tantos años como los que el hombre lleva comiendo pan. Veo los pollos de aguilucho, desgarbados, desvalidos, y pienso que si al final sobreviven, será como si alguien tuviera la compasión de ponerle un puntal a uno de los tantísimos cortijos en ruinas que se empeñan en no desmoronarse. O como si una vieja historia de las que se contaban a la lumbre fuera rescatada del olvido. Vale la pena estar allí, con las manos a la espalda, bien atenta al trigal.

domingo, 17 de junio de 2012

El carnet de conducir explicado a un arqueólogo del siglo LXXI


Estimado Arqueólogo del año 7012:

Nos separan cinco mil años, y a mí, con suerte, me quedan unos cincuenta de vida, así que perdona si no me distraigo con ceremonias epistolares. Lo que te acabo de decir te vuelve a sonar a chino, ¿verdad? Sí, a chino, el idioma más hablado de este planeta. Síiii, idiomas, tenemos un montón de idiomas diferentes para hablar entre nosotros. ¿Desde cuándo? Pues supongo que desde el mismo momento en que se empezó a articular el lenguaje hablado. Ya, ya sé que vosotros no le dais a la lengua. Empezamos bien. Mira, ya te hablaré otro día sobre cartas y otros medios de comunicación. Hoy voy al grano. Deja que te cuente algo sobre mi experiencia con los coches.

Primero unas cuantas generalidades, de las que espero que ya tengas noticia (porque si no, empezaré a dudar de la disciplina arqueológica de tu tiempo):

  1. El coche es el medio de transporte por excelencia de mi sociedad.
  2. El coche es el dueño y señor de las ciudades, que es donde la mayoría de nosotros vivimos: ocupa sus calles, tiene prioridad de paso sobre las personas, y le da al aire un color y un aroma muy especial.
  3. Un coche fomenta en ti la ilusión de que, si puedes ir adonde quieras, eres libre.
  4. Si no tienes coche la gente te mira raro.
  5. ¿Y qué es un coche? Pues ni más ni menos que un habitáculo metálico dotado de cuatro ruedas que se mueve mediante la combustión de varios derivados del petróleo (¿recuerdas? Nuestro líquido vital), y la dirección de un ser humano.
  6. Pero no todo ser humano puede conducir un coche. Para ello hace falta que un organismo oficial compruebe que estás capacitado: te hacen un examen, y si lo superas, te entregan un trocito de papel o plástico, sin el cual no se te permite conducir. Efectivamente, el llamado carnet de conducir.

Te hablo de esto porque esta semana he tenido que hacer gestiones para renovar el mío. Ya hace la friolera de diez años que me lo dieron por primera vez (ay, pero que son estos diez años míos frente a la barbaridad de tiempo que nos separa. Te da ternura, ¿verdad?) y, déjame que te confiese, para mí fue todo un trauma. Aprender a conducir me costó una cantidad morbosa de tiempo y dinero. Tiempo mío, y dinero de mis padres, todo hay que decirlo. Eso te da una pista de cómo andaban las cosas, al menos en el mundo occidental, cuando yo era veinteañera: los jóvenes de clase media éramos criaturas delicadas, animalitos domésticos acostumbrados a que nos proporcionaran alimento, abrigo y juegos, a cambio de nada. A mí, que nací justo cuando mi país empezaba a creerse que era un lugar moderno y civilizado, nunca se me llegó a pasar por la cabeza que mis estudios universitarios o mi carnet de conducir tuvieran que provenir del sudor de otra frente que no fuera la de mi padre.

Así que, inconsciente como una cigarra, tuve que recibir un número X de clases antes de aprobar el examen (obviamente, ese número X jamás será desclasificado) ¿Qué me pasaba? Yo no era ni mucho menos la persona más lerda de mi generación. ¿Por qué era incapaz de pisar un pedal con el pie izquierdo mientras hacía un movimiento en ele con la mano derecha? ¿Por qué no podía mirar por un espejito situado a mi derecha sin que todo mi cuerpo, y con él, el coche, se me fueran con cierto peligro para la derecha? Estaba claro, conducir era una capacidad que aberraba a mi peculiar coordinación neuromotora. Clase a clase (y mes tras mes: las hojas de los árboles (te contaré también lo que son los árboles) pasaban del verde al amarillo al marrón al verde, y en mi autoescuela vieron toda la ropa que por entonces cabía en mi armario), me fui refinando, aprendiendo esa sutil coreografía, y perdiéndole el respeto a los salvajes marbellíes (habitantes de una famosa ciudad muy próxima a la mía) que conducían a mi lado. Y clase tras clase, mi profesor, que era de Olvera, y metía una zeta en cada palabra, insistía en decirme que todavía no estaba preparada. A lo mejor es que la lastimita engreída e impaciente que me tenía al principio se fue transformando en deseo.

El caso es que por fin aprobé, y por fin pude meter en mi bolso el dichoso carnet, que se mantuvo virgen hasta que al año siguiente empecé a trabajar. Para entonces todas mis nuevas habilidades conductoras se habían disipado. El proceso de reaprendizaje, a lomos de un cuasi-coche montado en la Edad de los Metales, fue igual de penoso. Metí el trasto en mil cunetas, casi acabé con la salud vertebral de mi compañero de trabajo, a fuerza de tirones, y una vez me quedé varada en un paso a nivel cuando las barreras ya estaban bajadas. Pero, después de mucho carril pedregoso, y mucho barro y mucho polvo, me hice una con los pedales y volantes. Me compré un coche. Llené su maletero repetidamente con el fruto de mi locura consumista de entonces (bragas, bragas, blusas, libros, discos, libros, discos, bragas). Ponía música alucinante en su radio. Conducía cerca de una hora para tomarme un café a Tarifa.

Después de esta trayectoria, ¿no te parece insultante la facilidad con la que he renovado mi carnet esta semana? Un médico sirio que apenas sabía mi idioma (que sí, que te hablaré de idiomas en otra ocasión) me pidió que identificara un par de letras pequeñitas y el color de un par círculos, me hizo una mala foto, sin darme tiempo siquiera a que me pintara las pestañas, y mi pidió 60 euros (una moneda que está a punto de desaparecer). Ni gota de épica.

Amigo del futuro, ¿no te parece que, vistas desde el retrovisor, las dificultades pasadas son conmovedoras? ¿Mirarás con esos mismos ojos compasivos cuando estudies nuestro siglo? Y un consejo, si tus piernas todavía no se han atrofiado, desplázate con ellas todo lo que puedas. Si es que no os piden un carnet para andar.

viernes, 15 de junio de 2012

Ejercicio de pacotilla (II): Listas Descubrimiento


No es dejéis llevar por las apariencias, gorriones. El post de hoy sólo parece corto. Seguro que alguno de vosotros, sobre todo los que tenéis ADN entreverado de sustancias nocivas de origen manchego (la harina de almortas de las gachas, sin ir más lejos), estará pensando “mira esta, qué lista, colándonos una idem para hacernos creer que escribe todos los días”. Pero ¿sabéis qué día he tenido hoy? Toda la mañana condenada con la ropa de verano subiendo al Mulhacén a pata coja, y toda la tarde inspeccionando aves de cetrería y oliendo el precioso aroma de las encinas trabajando con denuedo. No me queda azúcar en la mollera para hacer una ristra de párrafos.

Además, que no ha sido tan fácil, oye, el chorri-ejercicio del chorrilibro que hoy traigo. La idea de este señor (no doy datos bibliográficos porque me da vergüenza reconocer que me he leído un libro que lleva las palabras “sueño dorado” en su portada) es que hagamos una lista exprés de veinte puntos sobre un tema cualquiera, rápidamente y sin pensar ni enjuiciar las cosas que la mente vaya vomitando, con el propósito de conseguir un flujo creativo de ocurrencias. Yo he tomado prestada la sugerencia de hacer una Lista Descubrimiento de las Listas Descubrimiento que podría escribir, porque eso me la posibilidad de poneros por delante una especie de buffet de posts (?!*^# horrible palabro) futuros, un menú de cosas fresquitas para aligerar la lectura este verano.

Sóoolo que... Me he tomado mi poquito de tiempo para hacerla (los kilómetros en un coche oficial de la Junta dan para mucho), porque si dejase fluir a mi selebro absurdo, mi lista de 20 listas empezaría tal que así:

  • Lista de 20 partes de mi cuerpo que me gustaría operarme.
  • Lista de 20 rincones de mi minicasa que pueden esperar hasta el día del Juicio a que las limpie.
  • Lista de 20 prendas que voy a adquirir en las rebajas, para sustituir a toda la mierda textil que tengo la intención de quemar.
  • Lista de 20 personas cuyo cuello sería feliz de rodear dulcemente con mis manos, y apretar, apretar, apretar.
  • Lista de 20 guarreridas comestibles que mi alma echa de menos.

    No es plan. Así que me he rascado un poco la coronilla, con la intención de que a este ejercicio, que en principio parece una bobada, se le pueda arrancar alguna utilidad. Para empezar, me ha servido para tener la mente entretenida un rato a lo largo de esta tarde de trabajo. Y como ya he dicho, es posible que se convierta en un suministro de ideas de escritura para cuando esté poco inspirada (repito, podéis escoger la lista que prefiráis, que yo os sirvo un post en bandeja). A lo mejor hasta me facilita la tarea de seguir definiendo mis propios pilares, o las direcciones hacia donde podría echarme a rodar mis dias. Y encima, se me ocurre que este podría ser un post interactivo. Venga, listillos, coged papel y boli y anotad una lista de 20 Listas. O escoged una cualquiera de la que os propongo. Haced algo, leche.

     Ahí voy:
  • Lista de 20 desafíos.
  • Lista de 20 planes de vacaciones (sola o acompañada).
  • Lista de 20 posts pendientes.
  • Lista de 20 obviedades que añadir a los inevitables decálogos de escritor.
  • Lista de 20 excusas para no escribir.
  • Lista de 20 nuevas habilidades que me gustaría desarrollar.
  • Lista de 20 frases que me gustaría poder decir al final de cada día.
  • Lista de 20 defectos que me gustaría superar (en el caso de que tenga tantos)
  • Lista de 20 maneras en las que podría invertir mi dinero.
  • Lista de 20 aficiones que podría incorporar a mi vida (todas juntas no, por dios).
  • Lista de 20 trabajos alternativos al que tengo.
  • Lista de 20 temas en los que me gustaría ser una experta.
  • Lista de 20 logros de los que me sienta orgullosa (en el caso de que tenga tantos)
  • Lista de 20 cosas que no haría ni por todo el oro del mundo.
  • Lista de 20 consejos básicos para mantenerme tranquilita.
  • Lista de 20 características físico-químicas que me ponen mogollón.
  • Lista de 20 razones por las que dar gracias.
  • Lista de 20 recriminaciones que podría hacerle al mundo.
  • Lista de 20 aportaciones para hacer del mundo un lugar un poco más amable.
  • Lista de 20 actos furtivos especialmente placenteros.
  • Lista de 20 cosas que echaré de menos en el momento de mi muerte (al revisar me he acordado de que Marina ya hizo un post sobre esto)

jueves, 14 de junio de 2012

Ejercicios de pacotilla (I)


(No me puedo creer que tenga la poca vergüenza de publicar esto. Y sin revisar)

El pasado fin de semana, mientras estaba despanzurrada sobre la playa, y el sol me quería, me estuve leyendo uno de esos libros que te ayudan a mejorar tu creatividad con un batido de técnicas que van desde la meditación más o menos sensata, hasta el buenrrollismo californiano, que es una cosa muy graciosa compuesta de pensamiento positivo, una confianza ciega en el Dios que se escribe con mayúscula, y un materialismo pragmático difícil de encajar con todo lo demás, en plan, “si tienes claro que la meta de tu vida es tener un Mercedes, aquí tienes mi Plan de Gestión Creativa del Dinero, con un montón de gráficos molones de entradas y salidas de pasta”. Tronchante. Está claro que si, como yo, padeces de un síndrome (autodiagnosticado) de atención difusa, en la vida vas a poder meter en el bolso de playa un libro de Proust o de Thomas Bernhard (Con la ternura que da cuando, en enero, un libro se te abre automáticamente por un par de páginas embuchás de arena).

El caso es que yo, de toda la vida, soy una alumna aplicada que opina que uno puede aprender hasta de la basura (La basura es un potente excitante de la imaginación. Cada vez que veo las bolsas chorreantes que mis vecinos dejan junto a sus puertas – vivo en una comunidad tan pija que tiene servicio de recogida de basura a domicilio –, me dan unas ganas morbosas de liarme con ellas en plan perro callejero). Y por eso, y porque no consigo despojarme de los complejos que tengo respecto a la ficción, es por lo que he decidido ponerme manos a la obra con unos ejercicios todavía más cargantes que las integrales y las derivadas.

Ejercicio 1: Escritura libre.

Conéctate con alguna parte viva dentro de ti , Silvia. Respira. Escribe como si tuvieras una pistola en la sien, y alguien estuviera dispuesto a apretar el gatillo si paras. Escribe como si fueras una máquina en el periodo glorioso de la Revolución Industrial. Es difícil hacerlo con el teclado del ordenador, ya sé. Pero eso refuerza el espíritu del maquinismo. Dale a las teclas. Muérete sobre ellas. Ten un orgasmo, aunque sepas que a continuación vas a tener que desembolsar un par de billetes. Di lo que quieras. Tiene que haber alguna parte viva dentro de ti, en esta mañana pegajosa de humos (cancerígenos) de diésel y de mano sobre mano. Tiene que haber un salvavidas. Algo más aparte de un montón de residuos medio digeridos de sueños en el estómago.

Venga, no pronuncies la palabra “sueños”. En lugar de eso, numera tus sueños. Quieres. Qué quieres. Quiero aventura. Andar sin que me pesen las piernas, dormir de noche en el monte. Escribir como si la vida de alguien, sin contar la mía, dependiera de mis palabras. Quiero abrir los ojos a la mañana en una playa casi salvaje. Quiero arena blanca escurriéndose por mis manos. Quiero alguna especie de trabajo que sea productivo y real. Esto no. No hay nada que hacer en la oficina. Sentimientos de culpa por ello. Un poco de prevención por que mis compañeros escuchen este teclear que no puede ser achacado a ninguna de las tareas insustanciales que por aquí nos están poniendo a todos una cara de lechuga de tres semanas. El jefe amenaza a cada minuto con asomar detrás de mi espalda. Estas son mis posibilidades de aventura para esta mañana. Visto así no está tan mal. Escritura furtiva. Manos rápidas como las de un pistolero. Nada que decir, y que más da. Luchemos por nada. Lo que importa es luchar. Mi trabajo, hoy, consiste en estar sentada delante de una pantalla de ordenador en blanco. Seamos virtuosos en ello, entonces. Tarde o temprano saldrá algo vivo. Algo productivo y concreto como las patatas que los agricultores sacan de la tierra.

Venga, más ideas. No, ideas no. Más deseos reales e inflamados como las ampollas en las manos. ¿Serán eso, todos mis problemas de piel? ¿Asuntos pendientes desvaídos y sin nombre? ¿La falta de vocación y raíces? Quiero aprender a hacer cosas con mi cuerpo. Quiero aprender a ordeñar. Hacer mapas. Buscar poblaciones de malas hierbas a punto de extinguirse. Porque una cuneta llena de malas hierbas es un jardín desapercibido y una esperanza. El refugio de colores en estos campos cada vez más pobres y monótonos. Y, sin embargo, quién las quiere: muchas especies se han extinguido a fuerza de herbicidas, y cada vez hay menos amapolas en los trigales. Sí, sería un esfuerzo bonito, hasta japonés, dedicar media vida al estudio de las malas hierbas.

Quiero coleccionar materiales jugosos para escribir un volumen de cuentos o una novela. Quiero tener los músculos agotados y limpitos. Quiero echarme vino de una botella compartida, cenar bajo un gran árbol a última hora de la tarde, cuando todavía la luz no se ha desvanecido, y de la tierra se escapa un vaho rosado. Oler entonces el aroma de la grama húmeda, quitarme los zapatos, sentarme con los pies debajo del culo, servirme ensalada con un par de cubiertos de madera, y comer cosas que haya hecho con mis manos. Enfrente tengo a gente que me sonríe, y que en esta hora en que la la tarde acaricia para no morir todavía, saben permanecer callados, al menos hasta que los grillos, con sus patas, den la hora de las palabras. Quiero ver una mano a mi lado, y apretarla como si fuera pan recién sacado del horno, y no tener que girar la cabeza para saber que su dueño es Jose.

Quiero que esté a mi lado y que comparta mis delirios, porque lo quiero, y me gusta estar con él, es noble y ligero, está bien allá donde esté, y se ríe de todo, se ríe de mí, y eso me sirve de entrenamiento. Quiero que esté a mi lado, porque le quiero, no porque él me quiera. ¿Es él mi única raíz? ¿Me agarro a él porque me da miedo dejarme suelta? A veces estoy a punto de reconocer que lo más honrado sería liberarlo de estos sueños que nos hacen daño a los dos: a él porque piensa que estoy a punto de escaparme, a mí, porque él no quiere escaparse conmigo. No hay manera, nunca seremos Bonny & Clyde. Pero ¿que camino escojo para ello? El de la derecha: sacar mi coche de la plaza de garaje que él tiene en su pueblo, llenar mi mochila, e irme a cualquier parte, y desde allí, mandarle postales y un millón de besos. El camino de la izquierda: distinguir cuándo la narración de mis entusiasmos embrionarios va a hacerle daño, porque esos no son hijos suyos, y entonces callar. Porque no hay vía intermedia. Él no va a seguirme adonde marque mi capricho. No va a acceder a venirse de vagabundeo conmigo, o de voluntariado por granjas de Hungría o Croacia. Quizás pretendo arrancarlo de raíz, para que seamos los dos un par de raíces flotantes, dos lianas sueltas. Pero su vida está aquí. Sus padres y él son siameses. Él está bien con el resultado de esta cuenta. Me dejaría marchar, si yo quisiera. Es mucho más desprendido que yo. Aguanta mucho el dolor.

El problema es que no sé lo que quiero. ¿No se va a acabar nunca esto? Y eso que decía mi tía si no habría encontrado yo el Santo Grial. Quiero que dentro de diez, veinte años, pueda volver a mirar este tiempo con nostalgia. Decir “qué llenos mis días, entonces, cómo iba yo a contracorriente del reloj”. Tumbarme en la hierba ahora, y suspirar satisfecha. Cuando termine esta mierda de ejercicio, voy a bajar a la frutería a comprarme unas cerezas. Y con las mejillas llenas como una ardilla, me daré cuenta de que, en realidad, todo está bien. La sangre sigue llegando al dedo meñique de mis pies. Mi hígado funciona sin descanso. Puedo digerir esto también, el estar obligada a pasarme siete horas en una silla sin hacer nada que añada un poco de lustre y comodidad al mundo. Puedo asumir sin complejos que he vuelto caer en el vicio de inventariar mis carencias. Ha sido sólo un rato. Este uniforme de kriptonita... Pero, es verdad, la basura es un buen punto de partida para el conocimiento.

San Antonio


No sé por qué echo siempre en la maleta una rebequita de manga larga, si luego, cuando me hace falta, nunca la tengo a mano. Tengo los hombros desnudos y un poquito pegajosos de humedad. Juraría que también un par de tonos más tostados, después de estar todo el día por estas calles que chorrean luz y te queman las retinas. La geografía de esta ciudad se podría adivinar con los ojos cerrados. Vas por esta avenida, y un chorro de aire salino te lame la cara. Sigues andando, andando, los ojos cerrados, con cuidado, que por aquí los coches están ya acostumbrados a la arquitectura local, y van bastante ansiosos, y la notas perfectamente en tu piel, la gran masa de agua junto a la que te mueves en paralelo. Luego doblas una esquina, y la seguridad de estar en un puerto se va desvaneciendo. Caminas ahora mar adentro, una esquina, otra esquina, en busca de abrigo. ¡Quiero mi rebequita! Suerte que tengo a Jose para acurrucarme, y que justo aquí empiezan las cuestas. Hay bastante gente por detrás y por delante nuestra, gente de la ciudad, eso se nota aunque no los escuche: van sueltos, un poco con el piloto automático encendido. No andan fijándose como nosotros en cada fachada, sino que se dirigen a algún sitio. Tienen una meta. Nosotros nos dejamos arrastrar como hojas en la corriente. Una delicia.

Empezamos a sentir ya el barullo. Un golpeteo de tambores, amigos que se reconocen desde lejos y se gritan. Giramos una esquina, el ruido se aplaca. Doblamos otra, y nos llegan trocitos de melodía arrancados de no sé qué instrumento de viento un poco demasiado folclórico. Ahora estamos solos. El río de gente se ha deshecho en regueros, y se ve que, entre esquina y esquina, nosotros hemos tirado por el camino menos directo a la fiesta. No importa. Estará bien si llegamos, pero ¿y si no llegáramos? ¿No sería también bonito quedarse en la linde de la alegría, aquí, un poco escondidos, espiando? Huele a carbón, como en todo el país, huele, faltaría más, a sardinas. Escuchamos la música. E, incluso, en estas estrecheces, hay banderines de colores tendidos entre fachada y fachada, prendidos de uno de los cientos de cables que cosen el cielo de Lisboa. Hasta dos tímidos como nosotros podrían marcarse aquí un baile agarrado.

Este silencio de peldaño mugroso nos recuerda al de la mañana. Lo conocemos, lo amamos. Nos gusta deambular por aquí de día, ¿verdad? Nos gusta Alfama porque es fea y tierna como una abuela adoptiva. Un lugar sin alardes que se retuerce sobre sí mismo, un lugar sin sucesos donde sólo sucede la vida. Tan oscuro, tan marchito, que dan ganas de consolar a cada pared desconchada. Esta mañana vimos a una mujer sentada en una esquina, encima de una sábana extendida en el suelo, donde se amontonaba una pila de bragas de tejido sospechosamente brillante. Las bragas más feas del mundo, seguro. ¿A quién se le ocurre venir aquí a montar semejante negocio? ¿Es que no se daba cuenta de que, a cada cinco metros de fachada, había una colada tendida con apenas tres bragas, grandes como banderas y lavadas a mano una y otra vez, desde la Era de los Descubrimientos, por lo menos? Pero a ella no parecía importarle, y se sentaba en el suelo como si fuera la reina de esta esquina del mundo. Daba hasta envidia verla, absurda y desprendida de sí misma.

Vimos también a los parroquianos de bigote amarillo y chanclas, que a las once de la mañana empezaban ya a arrimar sus sillas plegables a la puerta de sus tascas favoritas. ¿Así que aquí es donde se refugian las barrigas en Portugal, eh? Los hombres, callados, uno por cada minúsculo garito, se fijan en todo, en el operario del servicio de limpieza que riega la mugre de las calles, en las hojas de nabo que asoman de la bolsa de esta mujer que pasa delante de ellos, en las estúpidas sandalias con tacón de las turistas, que no parecen darse cuenta de que esto, más que ciudad, es una playa de guijarros. Miran, y ni beben vino ni expresan, como si fueran gatos domésticos. Yo me pregunto a quién se dará de comer en estas covachas, iguales unas a otros, con sus dos mesas cubiertas con un trozo de papel, y la vitrina con dos melones de piel muy blanca. ¿Será cada uno de estos hombres el único cliente de cada una de las tascas? El colmo de la especialización laboral.

Aunque en lugares viejos y estrechos como este siempre pasa algo parecido: lo de dentro y lo de fuera se confunde, la casa es patio, la calle, comedor, y el comercio, familia. Es fácil ver a viejas asomándose por las ventanas. Alfama es una especie de vecindario de robinsones, encaramados cada uno en su casita del árbol, como si esperasen a que las aguas del Tajo, tras el maremoto, vuelvan a su cauce. Alfama de día, viejas, viejas. Talleres de zapateros a punto de extinguirse, y en las tiendas, calabazas retorcidas al lado de jabón de lagarto. 

¿Es que en todas las fotos de Lisboa se tiene que colar el tranvía de la línea 28?
 

Pero, esta mañana, en los pocos espacios abiertos adonde van a desembocar los callejones y las escalinatas, había ya mesas preparadas, y por todas partes colgaban farolillos y cintas de colores. Así que Alfama no es sólo un asilo enmarañado. Por aquí, agazapados, deben de andar las hijas, los yernos, las nietas cada vez menos vestidas, los niños con la camiseta de Cristiano Ronaldo. Esta noche podríamos verlos, bailando igual que todos los años, comiendo sardinas en las mesas largas, olvidándose, en honor de San Antonio, de primas de riesgo y rescates. A lo mejor hasta nos invitan a sentarnos, y nos dan un vaso de vino, y nos dejan a nuestro aire, mirándolo todo, un poco cortados, queriendo preguntar “ e vocè, nasceu na Alfama?”, y sin atrevernos. Eso será si conseguimos salir de este rincón oscuro donde nos hemos parado, igual que todos ellos, la reina de las bragas, los hombres con camiseta sin mangas de las tabernas, las viejas que esperan la visita improbable de algún hijo. Qué lugar tan persuasivo. Me temo que, un año más, voy a perderme la fiesta grande de Lisboa.