viernes, 21 de octubre de 2011

Viva el sudor


       Jose siempre me despide en la puerta de casa cuando me voy al gimnasio. Yo salgo con mi mochila gorda, y antes de encarar las escaleras, me vuelvo y saludo con la mano. Hago lo mismo cuando ya estoy bajando: me alzo de puntillas y alzo de nuevo la mano, como si estuviera en una habitación que de pronto se hubiera llenado de agua, porque sé que él no va a cerrar la puerta hasta que vea asomar la punta de mis dedos por última vez. Es curioso, pero después de estas ceremonias me cuesta un poco más abrir el portal. Subo los últimos escalones, antes de franquear la verja del edificio, basculando los brazos para compensar el peso de la mochila. No podría sentirme más niña si Jose me llevase de la mano y me dejase en la entrada del gimnasio con un azotito en el culo. Dentro, la sensación permanece, se esfuma, reaparece. Soy una Alicia en el gimnasio de las maravillas, y crezco y me achico alternativamente. Miento un poco para que el símil quede simpático: paso mucho más tiempo enanita que tocando el techo con la cabeza.
        Es por eso que el efecto que me provoca ir al gimnasio es un poco ambiguo: por un lado, el machaque de las carnes me hace experimentar un júbilo casi sensual. Hay regiones ignotas de mi cuerpo, muchas, que se mueven y que duelen, que despiertan y se sienten de pronto vivas, y hasta conscientes, como si la sensación se hubiera saltado el paso de ser procesada por el cerebro. Es una alegría de las fibras musculares, de los tendones, de la sangre que corre (atención, cursilada) como un riachuelo recién nacido. Eso por no hablar del chute de hormonas que, amiguitos, es verídico, y que, según mi experiencia, tiene una pega: cuando tu hipotálamo te pasa un pico de endorfinas, no te conformas con una dosis. A mí, cuando salgo del gimnasio, me entran irrefrenables deseos de comer chocolate.
        (Anteayer llevaba un alijo en la mochila. La vi de canto, en buena vecindad con las bragas limpias, cuando fui a ducharme después de la clase. Tuve que ponerme una onza. Justo en ese momento, salió una chica de las duchas. A lo mejor tenía un gran dominio sobre la expresión de las emociones, porque yo, si me topo con una tía de cara colorada y pelo pegado a la nuca, comiendo chocolate a dos carrillos, en el baño de un gimnasio, no creo que pueda disimular la cara de “madre mía”).
          Así que esa es la cara amable de mi inédita   actividad deportiva, esa regresión a los tiempos primeros de la sabana, cuando la casi recién inaugurada especie celebraba olimpiadas con guepardos y gacelas, y la vida y la muerte dependían de la potencia de los glúteos, o de la elasticidad del tobillo.
        La cara incómoda es otra regresión, menos lejana en las eras del hombre. El hecho de que pierda el hilo en las coreografías de las clases dirigidas es corriente como las camisetas del Zara: lo normal es que yo vaya a la izquierda cuando las compañeras van gloriosamente a la derecha. Pero eso no me afecta ya. He decidido estar por encima de mi propio sentido del ridículo, rendir pleitesía a esa manada de maris modificadas genéticamente, y convencerme de que, con cada clase a la que asisto, mi legendaria descoordinación se va aplacando. Lo que no puedo evitar es esconderme del monitor, y pasarme media clase rezando para que no me mire, y no venga a corregirme la posición. Mi problema no son los otro niños, sino el profesor: los niños podrán reírse por lo bajini, pero el profesor gusta, con una punta de sadismo, de señalarte con el silbato, y vociferar “a ver, León, un poquito de por favor”, para que todo el mundo se entere. Para que se entere, por ejemplo, el cuarentón jamón que, curiosa o malignamente, siempre extiende una colchoneta a la vera de donde yo sudo y me pregunto ¿ésta es mi derecha?, ¿dónde está el femoral?, y se pone a hacer estiramientos y ejercicios por su cuenta, sordomudo como una estatua de Apolo. En fin, que todo mi ser retorna al patio del colegio, ese lugar inhóspito donde el hormigón ciega y los balones contradicen las leyes de la cinética, que tiene la culpa de que yo haya odiado el deporte, hasta ahora.
       Si sigo yendo, supongo que es porque el vicio es más fuerte que la memoria. Me gusta, repámpanos. Me gustan ellas, las compañeras de la mañana, más que las de la tarde, que parecen veteranas de la guerra del Vietnam. Me gusta contemplar sus culos indecisos, que a duras penas obedecen a la voluntad de sus dueñas, y abandonan la idea dorada de dejarse caer. Me gustan los corrillos que montan antes de que el monitor ponga la música a todo volumen, durante los que desgranan parentescos, relatan sus vacaciones en Almuñecar y fanfarronean con la cantidad de tareas domésticas que les toca para ese día. Yo alucino con ellas, mirándolas desde fuera del corro, como una huerfanita, sin perder puntada, a ver si descubro el secreto del alargamiento de las jornadas, del cual ellas parecen ser custodias. El monitor también alucina, como diciendo “estas tías pasan de palmas y decibelios”, pero las respeta durante medio minuto, antes de gritar, como recién salido de la academia de los marines gays, que, chicas, la temporada de bodas está cerca.
         Debo decir que las espío a ellas, aparte de por humano interés, por no pegar la nariz a la cristalera que separa nuestra sala de la de máquinas, y ponerme a espiar a los especímenes que en ella se entrenan. A veces soy de un recatado. Casi espero oír un frufrú de enaguas cuando les doy las espalda. Son el mencionado cuarentón-jamón, de miembros largos como cipreses, que huele a modelo del Decathlon. Mr. Tatoo, el gimnasta alternativo y chic. Éste huele a cuerda de escalada y a ambientador de hachís dentro de una autocaravana. El hombre de chocolate, oh, sí, ese hércules del Senegal, con el cual fantaseo mientras perpetro mis abdominales cochambrosas: es el hombre de chocolate, que perfuma las calles con aromas irresistibles para las mujeres, cual flautista de Hammelin. Evita las aceras soleadas, odia el verano, claro, pero el invierno tampoco le agrada, porque el frío le pone una capa blanquecina, un poco mohosa, en la piel, que de pronto se vuelve quebradiza. Tiene cicatrices de antiguos bocados. Su otro yo es el hombre de madera (sí, de ébano, faltaría más), sobado a discreción con la excusa de la buena suerte. Ahora se entiende que, para hacer las abominables, tire con el cuello en lugar de con la panza. Cuando aparece mi personaje favorito, hago fiesta: es la amazona de melena rubia y larga hasta la cinturón, que tiene toda la pinta de la Venus de Botticelli pasada de testosterona. Desde mi posición, soy capaz de jurar que coge la barra de pesas (las rojas,por supuesto) con una sola de sus manos, tan profesionalmente embutidas en sus mitones de cuero. Creo que me equivoco de criatura mitológica: más que amazona, es centauro, sólo que con las partes invertidas. Yo no he visto rostro humano más parecido a un caballo. Luego están los adorables comparsas: los que no pueden dejar de mirarse en el espejo (igual que yo me miro el culo en el cuarto de baño, repito); el chico que hace flexiones verticales agarrado a una barra, sin parar, una, otra, cientos, me recuerda tanto al juguete del mono saltarín que daba vueltas en torno a su bastidor de plástico; los novatos todavía no se atreven a pasarse a la lycra de los expertos, para no descubrir las blanduras ocultas tras las camisetas anchas. Adorable fauna en pos de sueños musculares. Hay una intimidad humana en el gimnasio, mucho más, no hay ni que decirlo, que en la calle. Todos queremos parecernos a otros, todos sudamos.
            Pero lo mejor de todo es volver a casa. Si no hay nadie, me tiro en el sofá y pongo los músculos en blanco, mientras que el cerebro palpita, ágil y bien calentado. Si está Jose, me recibe también en la puerta, con los brazos en la puerta, como si hubiese llegado de una excursión con la escuela.

2 comentarios:

  1. Tu si que sabes lo que son los gimnasios.

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  2. soy el dios de ebano que te hace tirar del cuello en vez de los abominables. Quien pudiera robarte un poco de chocolate...

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